Jue 03.01.2013

VERANO12

El visitante

El cuento por su autor

Un día de hace dos años yo miraba con desazón la foto de un patio mojado por la lluvia, con un sillón de fierro sobre el cual, en desorden, se apoyaban tres almohadones anaranjados. Y por más que miraba, no entendía el porqué de esos almohadones que notoriamente desentonaban con lo sombrío del patio. El problema no era menor: seis meses atrás el periodista mendocino Julio Rudman, para celebrar los 15 años de su excepcional programa de radio El candil, nos había propuesto a varios narradores que escribiéramos un cuento sugerido por la obra de un artista mendocino. Faltaban seis meses para la celebración, así que acepté sin conflicto (no entiendo por qué cualquier propuesta de escritura a largo plazo me hace creer que, cerca de la fecha de entrega, me habré convertido en una persona laboriosa y tan inspirada que, con la sencillez con que canta un pájaro, voy a ponerme manos a la obra y... texto en fecha). Tres días después de mi aceptación recibí la foto, creada por Marcela Furlani, del patio mojado. La miré, me pareció bella e intrigante, y no volví a pensar en ella hasta que, peligrosamente, se fue acercando el tiempo de la celebración en Mendoza. Entonces, de la –injustificada– confianza en mis virtudes futuras que había experimentado seis meses atrás, pasé a un estado de terror que no me es desconocido y que puede resumirse así: ¿y si nunca más en la vida consigo escribir una ficción? Porque el oficio una lo va adquiriendo, de eso no hay duda, pero ese proceso singular que hace que un cruce azaroso, un episodio del pasado, una ocurrencia súbita o una foto explote hacia un pequeño nuevo universo, ¿hay alguna garantía de que nos vuelva a ocurrir? Yo miraba por enésima vez la foto y la opacidad de mi imaginación me hacía temer, como tantas veces, que la alegría única de inventar ficciones se había muerto en mí para siempre. En ese estado de terror me fui a caminar. Caminando me pregunté, como inútilmente me había preguntado en los últimos días: “¿Por qué están ahí esos almohadones anaranjados que tienen tan poco que ver con lo sombrío del patio?”. Y de golpe, sin que mediara el más mínimo umbral entre aquella neblina mental y este expansivo estado de invención, supe quién los había puesto allí y por qué. Eso me llevó a conocer varias cosas sobre la mujer (porque claramente era una mujer) que había puesto los almohadones sobre el sillón de fierro, y sobre el hombre (motivo de los almohadones) a quien esperaba, y, en consecuencia, a entender qué iba a pasar entre ellos. Cuando volvía por la calle Chile a mi casa, ya despuntaba en mí ese estado exuberante en el que cualquier cosa que me pasa, que recuerdo o que azarosamente se me cruza, hace crecer el espesor de la historia. Como era de prever, apenas llegué a mi casa me senté a escribir. Y, durante esas dos semanas, trabajar en este cuento, descubrir ciertos matices ocultos de los personajes, corregir el texto hasta limarle cualquier aspereza visible a mis ojos, fueron el eje de mi vida. Como siempre que alcanzo ese estado dichoso, pensé que nunca debería salir de él. Y, como siempre, sé que después, en algún momento, voy a mirar a mi alrededor, y en mi memoria, y en mi locura, y voy a descubrir que ninguna cosa me habla. Entonces, otra vez, me invadirá el terror de que tal vez nunca consiga salir de ese estado gelatinoso en el que el mundo, para mí, ha enmudecido para siempre.

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