› Por Esther Cross
El cuento por su autor
Empecé a fumar a los trece años. Era la edad iniciática de entonces. El cigarrillo no fue ajeno a la formación de mi carácter. Cuando dejé de fumar, descubrí que angustiarme y discutir, bailar y esperar, opinar y excitarme, no eran lo mismo sin prender un cigarrillo. Ahora tengo el carácter sosegado pero menos divertido.
Una noche, hace un par de años, me operaron de urgencia. El cigarrillo no tuvo la culpa, pero al salir de la clínica dejé de fumar. Eran los cigarrillos o el linchamiento familiar. Dejé sin esfuerzo. Pero el inconsciente tiene razones que la razón no controla, por suerte.
Desde ese momento, en mis sueños había humo. Fiestas, entierros, hoteles, botes, calles: la gente fumaba en un presente eterno. A veces soñaba con una discusión –la razón a mi favor, desde ya– y al despertar me maliciaba que el argumento pergeñado había sido una excusa para fumar sin cáncer. Había dejado y no había dejado de fumar. Este cuento entra, de alguna forma, en la lista de esos sueños porque escribir es parecido a soñar a propósito. Pero hay más que eso.
Mis últimos años de fumadora coincidieron con el inicio de la demonización de los fumadores. Durante años soporté a ciertas personas que señalaban con una mezcla de aflicción y condena que fumaba mucho, pero después no se dieron cuenta de que había dejado. Los que se daban cuenta y seguían en carrera me discriminaban con la mejor voluntad. Eran víctimas de la persecución y tendrían miedo de que me hubiera convertido en policía del tabaco. Barrían el humo que soltaban como si sus manos fueran aspas. Sugerían ir a la parte no fumadores del bar –aún había dos secciones– cuando yo no tenía problema en ser una fumadora pasiva (de hecho, algo era algo). Padecí en carne propia, de ambos lados, ese desplazamiento terrible de la acusación: de la tabacalera al que fuma, de la enfermedad al síntoma. Fumar es perjudicial para la salud y no le deseo el mal a nadie, pero me enoja que en las películas mainstream el malo sea el que fuma y confieso que los fumadores me caen simpáticos, aunque sea porque los entiendo. Quizá se trata de una sorda lealtad a los que imitaba cuando empecé a fumar. O es una identificación narcisista retroactiva. Como sea. Si en una reunión alguien mira con asco al que saca un cigarrillo, ahí estaré para mirarlo con piedad y comprensión.
Un día, cuando ya había dejado de fumar y soñaba con humo, me senté a escribir un cuento que me encargaron para la revista LaMujerdemiVida. El tema era libre. Sin pensarlo mucho ni saber de dónde vino, escribí este cuento de un tirón. Se llama “Un gran fumador”, pasa en la época en que fumar quedaba bien y hoy, al sentarme a presentarlo, recordé mi historia de fumadora y fumadores. Respetar esa sinapsis me pareció honesto. Se trata de la circunstancia que rodea ahora la escritura de ese cuento. Por otro lado, vale decir que la pasé bien escribiéndolo, no sólo porque en él la gente entra en contacto, cuenta secretos y los forma mientras fuma. Me presenté a mí misma como un personaje que tenía que conocer. Espero que ustedes sepan cuál.
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