› Por Claudia Piñeiro
Esta es la tercera vez que participo en Verano/12. Los cuentos con los que participé en las dos entregas anteriores habían sido escritos tiempo antes, incluso estaban publicados en antologías, por lo que contar su historia consistía en un ejercicio de memoria y de detalles. Pero esta vez escribí el cuento para la ocasión, éste es un cuento sin un pasado detrás y, por lo tanto, para hablar de él necesito zambullirme en su génesis, en ese lugar donde aparece una imagen que si es lo suficientemente potente se guarda como una semilla hasta el momento en que las condiciones sean propicias para que germine y crezca. Sabía que tenía que escribir un texto, sabía la extensión y no mucho más, así que el universo donde buscar tendía al infinito.
Primero revisé las semillas guardadas, esas que habían ido apareciendo a lo largo de los últimos meses, embriones de textos que algún día serían escritos, promesas. Las revisé una a una, pero ninguna me motivó lo suficiente como para empezar a escribir. Me fui a caminar, a veces caminando las ideas se acomodan como los zapallos cuando el carro se pone en marcha. A poco de empezar me crucé con una amiga con la que solemos caminar juntas. Me propuso seguir con ella, no me entusiasmó la idea porque me alejaba del motivo por el que había salido a caminar, pero no me atreví a decirle que no, había en su gesto una inquietud, una urgencia que no me permitía excusarme y seguir sola. A poco de andar me di cuenta de que ella hablaba conmigo, me escuchaba o incluso proponía un tema cuando se producía un silencio, pero que su atención estaba puesta en su teléfono, que cada tanto sacaba del bolsillo de su short y chequeaba a pesar de que ningún sonido previo indicara que había entrado un llamado o un mensaje. Después de que esto sucediera varias veces, le pregunté si pasaba algo. Se me quedó mirando, como si la pregunta la hubiera puesto en estado de interrogación y no encontrara la respuesta ni para sí misma. Por fin dijo que no, que no pasaba nada, y que eso era lo peor de todo. Que desde hacía dos días esperaba que una amiga le devolviera un llamado por un asunto sin la menor importancia, pero como no le respondía se sentía perturbada, atrapada en su obsesión, llena de ansiedad. Por qué su amiga no lo hacía se había convertido en el asunto más importante de su vida, lo que le ocupaba la cabeza todo el tiempo. Me dijo que esto ya le había pasado otras veces, pero sólo con esta amiga, que ni siquiera lo era tanto. Cuando ella hacía cosas de ese tipo, dejarla en suspenso esperando una respuesta, su vida se detenía el tiempo que tardara en lograr hacer contacto. Y que no podía explicarse por qué.
En el cruce de dos calles nos separamos. Ella siguió su camino y yo el mío. Me di vuelta para mirarla y estaba chequeando su teléfono. Me quedé pensando en ella, y en esa otra que con su manipulación la manejaba como marioneta. Y en cómo muchas veces todo, hasta la ansiedad que provoca un llamado intrascendente que no llega, se reduce a algo tan básico como lo es el temor a no ser querido. No importa por quién, por aquel que nos instala esa sospecha, en cualquiera de las múltiples maneras en que dos personas pueden quererse: pareja, amistad, relación padres-hijos, relación fraterna. Casi todo lo que hacemos esconde, detrás de otros motivos más urgentes, la necesidad de que nos quieran. Incluso escribir este cuento.
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