› Por Paula Pérez Alonso
Cuando hace tres años Nacho Iraola me convocó para participar de una antología de cuentos inéditos de terror, me cautivó el desafío de escribir un cuento clásico, porque si hay un género que debe respetar diversas convenciones es el de terror. Enseguida me pregunté si podría hacer caso omiso de las claves: en una época en la que las obras más atractivas son aquellas en las que los géneros casi han borrado sus fronteras, escribir de un modo tan pautado podía resultar una anacronía. ¿Construiría escenas macabras, imaginaría monstruos, posesiones demoníacas o vampíricas, seres paranormales, estados alterados, modificaría las fuerzas de la naturaleza, corporizaría el mal y al mismo tiempo evitaría replicar otros relatos? Además es un género sobre el que pesan sospechas mercantilistas, casi el peor visto de todos; someterse a sus reglas para lograr la máxima eficacia parecía imposible. ¿Había alguna posibilidad de desvío?
Primero intenté un cuento de vecinos. Había tenido unos vecinos inquietantes, unos freaks paranoicos: en el terreno pegado al mío habían construido un chalecito con techo a dos aguas, visiblemente distinto de la estética general de Palermo Viejo, que en su heterogeneidad mantenía cierta armonía. Allí vivía un matrimonio con dos escopetas y una puerta esclusa que obturaba cualquier acceso a los dormitorios una vez que la puerta se cerraba desde adentro. Todas las mañanas él lustraba los bronces de la reja verde que los separaba de la vereda y, al pasar uno y saludar, podía contar que la noche anterior, cuando había subido a verificar la alarma que activaba la luz de seguridad de su terraza, había visto a un hombre delgado vestido de negro desplazarse por la manzana saltando de techo en techo; un muchacho del PH de al lado también lo había visto: cuando intentaba conciliar el sueño, una cara cubierta con un pasamontañas, también negro, se asomó por su ventana abierta, echó una mirada al cuarto y desapareció sin decir nada. Estos vecinos podían inspirar fácilmente una historia tenebrosa con un final desenfrenado.
Más tarde consideré un cuento sobre una mujer que está sola en una ciudad desconocida y desde la ventana de su cuarto observa en silencio a alguien en el edificio de enfrente que le despierta enorme interés; el divertimento de descifrar al personaje y sus hábitos termina convirtiéndose en el centro de su viaje y en una obsesión; no puede evitar que él se dé cuenta.
En los dos casos se trataba el tema de la proximidad.
Finalmente me decidí por el relato de una hija y su madre. Más proximidad, imposible. Sin embargo, esta condición es la que resultaría desnaturalizada. La clausura que impone el terror familiar es sobrecogedora y siniestra. Me gustó poner en juego el extrañamiento al escribirlo y –como yapa– terminar descubriendo algo que yo ni siquiera sabía que estaba ahí, presente, pero invisible.
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