› Por María Rosa Lojo
Detrás de cualquier pasión literaria, creo, está el deseo de transformación. Todos los escritores (¡y los lectores!) somos de algún modo travestis, migrantes, mutantes, nómades que salimos temporariamente de nuestra cotidianidad para convertirnos en otros. Realizamos en las ficciones lo que no pudimos encarnar en la vida visible. Escribir es una forma de la actuación, un espectáculo silencioso que se despliega dentro de nosotros y de quienes nos leen.
“Reinas de la noche” condensa especialmente estos sentidos en un libro cuyo tema central es la metamorfosis: Cuerpos resplandecientes (Buenos Aires, Sudamericana, 2007). Una colección de “hagiografías literarias”: las de santos populares, al margen de la canonización oficial, donde los cuerpos trascienden sus muertes trágicas, el sufrimiento extremo, la violación, la tortura, para resplandecer, resucitados en otra dimensión, como fuente de gracia y de dones para fieles y devotos (que pueden ser también sus fans).
En este relato, donde la “santa” es la cantante Gilda, la transformación religiosa confluye con lo estético y con lo mágico. Tuve que escribirlo dos veces, buscando la manera de llegar a ese núcleo inquietante, más allá de perspectivas neorrealistas o neocostumbristas. La magia de los cambios y el hilo de la música unen los mundos solo aparentemente distantes del canto lírico, la bailanta y el show transformista de Miguel. Todas: la vieja prima donna; Gilda, la bailantera, y Miguel mismo, dentro de sus personajes femeninos, son “reinas de la noche” que se transfiguran ellas mismas y la realidad. Hasta el punto de “hacer milagros” como Gilda, en quien confía, distante pero atenta, la antigua cantante de ópera, que la cree capaz de sanar a su nieto.
Creo que el germen o disparador de esta historia y la idea para el enfoque finalmente adoptado están en una minificción lírica que escribí mucho antes, “Dragones”, y que habla de los seres extraordinarios y extraños que llevamos escondidos, ocultos bajo las rutinas del día, pero que emergen en la noche liberadora y propicia:
Noche tras noche se construye en la casa un andamiaje silencioso. Los habitantes dejan sus ropas de vivir y su torpe calzado de recorrer ciudades que no miran. Rodean las paredes con sábanas tejidas por la hilandera de un cuento interrumpido y se cuelgan de los bordes, llameantes como cabezas de dragones. Por las mañanas la casa apenas conserva alguna marca de ceniza bajo un alero y quizá la sombra del relámpago cruza al sesgo los vidrios de los dormitorios. Los habitantes salen por la puerta del frente vestidos de humanidad, pero en los bolsillos interiores de un traje, en las costuras de los uniformes, bajo las calificaciones y los lápices, las escamas del dragón van creciendo, tenaces y brillantes.
(En Bosque de ojos, Sudamericana, 2011.)
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