Vie 02.01.2015

VERANO12

Distancias

› Por Juan Bautista Duizeide

El cuento por su autor

Veníamos recorriendo la costa argentina del Río de La Plata. Por la arena o el barro o los muelles o el agua. En kayak, a vela, de a pie. Pero sin decirnos nada, íbamos esquivando esa franja temida. No por lo desconocido o peligroso que pudiera acecharnos en ella, sino por la conciencia del peso de las imágenes cristalizadas. ¿Cómo ver la Boca? Las pinturas, poderosísimas, de Quinquela Martín y sus predecesores, que alimentaron a su vez toda una iconografía que incluye películas como La Mary, y coberturas periodísticas de color, cuando no publicidades o folletos de turismo, parecían cerrar el camino a cualquier mirada con pretensiones de indagar más allá. No sentíamos la pretendida angustia de las influencias ni tampoco el júbilo del antropófago. Sobre nosotros pesaba el palimpsesto de la herencia. Amenazaban nuestros intentos la repetición, el pastiche, el fracaso. Hasta que una tarde, agotado nuestro derrotero, fuimos a ver. O a tratar de ver.

Llevábamos papel de dibujo, block de notas, cámara fotográfica. Como siempre. Pero andábamos y andábamos sin saber qué hacer con todo eso.

Reconocí un lugar, donde había amarrado, a inicios de los ‘80, al regreso de un embarco a bordo del patacho King o del Murature, que así de dudosas son las memorias del agua. Lo comenté. Una anécdota como escudo contra la inacción. Nos sorprendimos después con la obra de restauración del puente transbordador.

Fabiana sacó, al fin, la cámara, y se puso a fotografiar reflejos, estelas, mínimas alteraciones del agua. Yo estaba pensativo y ocioso. Con una atención vaga, a la deriva. Hasta que el área de distracción se quebró: desde la otra orilla, cargado de pasajeros, venía hacia nosotros el bote que cruza gente de la Boca a la isla Maciel y de la isla Maciel a la Boca. Fabiana bajó al amarradero para fotografiar su llegada. Yo estudiaba esa forma de remar, inconfundible, que había visto por algunos lugares del Paraná: remar parado, apoyándose en los remos para empujarlos con todo el cuerpo, deteniendo de golpe uno, como apoyo sobre el agua, para maniobrar con el otro. El bote, de proa idéntica a la popa, favorecía ese estilo.

Entonces, sin saber cómo era que de golpe las matemáticas me cautivaban, me puse a hacer cuentas: el largo de ese trayecto, las veces por día, por semana, por mes, por año, por década... Y comparé la cifra tentativa que resultó con la cifra, real, de la circunferencia terrestre. Nunca la matemática me había proporcionado una paradoja así. Acaso una iluminación. Tal vez algo escasa, pero iluminación.

Mientras volvíamos, comencé a hablar de lo que me había pasado. A repasar mis cuentas. A preguntarme cómo no se me habría ocurrido antes. No podía parar. Una y otra vez caía en el tema como quien vuelve a tropezar con el mismo obstáculo. Un tanto perplejo, como cuando se desembarca después de mucho tiempo en altamar, y el cuerpo no se resigna a la ausencia de las olas.

Hicimos, a partir de aquel descubrimiento, un libro artesanal en serigrafía que se tituló La vuelta al mundo. Sin embargo, me seguía perturbando, a veces, el cálculo hecho al pie del puente pintado de naranja, mientras miraba remar a ese hombre que va y viene, eternamente, como en una versión pobre, acaso más cruel, de El holandés errante. Y entonces se cruzó su historia con un personaje que insiste en aparecer por lo que escribo.

Al encontrarme, ya meses después, con una primera versión que había guardado de este cuento, noté que se conectaba con algunas de mis preocupaciones: la posibilidad o imposibilidad del viaje como experiencia de encuentro con la otredad –de Baudelaire al Roberto Arlt de “Los bandidos de Uad Djuari”–, y las respuestas, provisorias, frágiles, ricas, que constan en el viaje de la escritura. Por ejemplo, esos trayectos, breves en millas pero infinitos en percepción y escritura, que son algunos cuentos de Haroldo Conti, o aquellas crónicas luminosas que publicaba Sara Gallardo, en la revista Confirmado, a inicios de los ’70.

Mapas de la experiencia. Siempre fallidos, siempre renovados. Haces de palabras, mecanismos, pretextos. Lo que tal vez sean los amagos de una voz. Restos de una tarde o pregunta, lanzados hacia otras tardes y preguntas.

(Junto a la artista plástica y fotógrafa Fabiana di Luca, Juan Bautista Duizeide viene haciendo un relevamiento de la costa argentina valiéndose de la fotografía, el grabado, el dibujo y la escritura titulado Proyecto Orillas. Algunas tentativas pueden visitarse en proyectoorillas.blogspot.com.)

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