› Por Alejandra Laurencich
El 11 de septiembre del 2001 amanecimos con una noticia que significó un quiebre para la civilización occidental y quizá para todas las demás, porque muchas circunstancias en el planeta cambiaron a partir de entonces. Recuerdo el estupor con que mirábamos las imágenes de ese avión introduciéndose en la torre. Los llamados telefónicos, la especulación, el espanto. Yo había corrido a buscar una guía turística en la que podía verse el mapa detallado de la ciudad de Nueva York, con sus parques y sus avenidas, para comprobar que lo que estaban pasando por la tele se correspondía con calles reales. Un comportamiento producto del pánico. Lo que veíamos superaba cualquier predicción o fantasía. Nos había tomado por sorpresa e intuíamos que sería definitivo, sin vuelta atrás.
Lo peor de las pérdidas repentinas es, creo, saber que no hay nada que uno pueda hacer para impedir lo que está ocurriendo, y también la incertidumbre de lo que vendrá a continuación. Yo al menos imaginaba que la respuesta de los EE.UU. iba a ser monstruosa e inmediata, que acabaría con todos. Estaba muy asustada. Tengo registrado en mi diario que en algún momento mi hijo menor –en aquel entonces tenía cinco años– vino a decirme, seguramente harto del clima de terror que se vivía en casa: “¿Por qué no apagamos la tele, escondemos la guía y nos olvidamos de Nueva York para siempre?”.
Era muy desesperante ser adulto y saber que nada detendría esa pesadilla, que nada salvaría a nuestros hijos. Yo pensé entonces: cuántos momentos como ésos hay en nuestra cotidianidad, referidos a asuntos íntimos. Instantes en que, sin poder hacer nada para detener la catástrofe, vemos derrumbarse frente a nosotros lo que habíamos considerado invulnerable hasta un momento atrás. Cuántos de estos segundos que lo cambian todo ocurren incluso dentro del marco de desastres históricos, y son absorbidos por ellos. Las demás personas recordarán la fecha como un acontecimiento singular. Para nosotros, sin embargo, será el día en que nos hemos dado cuenta de algo, el momento en que hemos perdido lo que nos sostenía, o como se dice vulgarmente: cuando nos cayó la ficha. El cuento, como muchas de las ficciones que escribo, tomó forma años después, cuando el recuerdo de esa jornada ya había sedimentado y podía expresarse sin angustia. El resultado es éste: un episodio particular y definitivo, enmarcado en una de las tragedias más memorables de la actualidad.
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