› Por Mariano Quirós
Fui con Celeste a Laguna porque su abuela se moría. La llamó una vecina desde el pueblo y se lo dijo: “Tu abuelita está mal, nena, deberías venir”. Celeste imitó, desdeñosa, el tono de la mujer. De ahí que supe cómo, y con qué palabras, le había llegado el mensaje.
Celeste y yo llevábamos dos meses de novios. O bueno, de algo así como novios. Ella prefería que no usáramos rótulos en nuestra relación, me pedía que no fuera tan estrecho de mente, que hay cosas, dijo, que no hace falta encasillar. Tan enamorado estaba yo que, con tal de estar con ella, le dije que sí, que de acuerdo. Pero a veces me olvidaba, alguien aparecía –un amigo, digamos– y de puro distraído yo la presentaba así: “Celeste, mi novia”.
Ella entonces me miraba como si lo mío hubiese sido una terrible traición. Y ahí de nuevo mi nerviosismo y mi torpeza para explicar que no, que en realidad no era mi novia sino más bien una amiga, todo lo cual no hacía más que complicar las cosas.
El asunto es que fuimos a Laguna en mi auto. Salimos temprano, tipo siete de la mañana, con la idea de volver a Resistencia apenas pasado el mediodía. Celeste durmió fervorosamente el primer tramo, con el ceño fruncido, como si pusiera un gran empeño al acto de dormir.
Hice una parada en Sáenz Peña y cargué agua para el mate. Celeste despertó y, hasta la entrada de Laguna, dos horas después, me habló de su madre. De la muerte horrible de su pobre madre. Del tratamiento que le deformó el rostro y le alteró el carácter. De las noches sin dormir, del gemido de su madre expandiéndose por cada habitación de la casa. Del dolor permanente que no se calma con nada.
Pensé que semejante desahogo suponía un acercamiento entre Celeste y yo, el ingreso, por así decirlo, a otra etapa en la relación. Pero muy pronto me di cuenta de que Celeste, la mirada perdida en la ruta, en la desolación del paisaje, hablaba para sí misma. Como reconstruyendo un vía crucis.
En un momento dejó de hablar y me pareció que lloraba. Por eso, por los nervios, dije una estupidez:
–Dicen que la marihuana es buena para los dolores del cáncer.
Celeste me miró, no sabría decir si sorprendida o indignada. Por si acaso me concentré en la ruta, en manejar, y ya no dije nada más. Habrá pasado un minuto, no mucho más, que ella retomó la historia de su madre, de su agonía.
–No quiero pasar lo mismo con mi abuela –dijo.
Estuve a punto de prometerle que no, que yo no dejaría que eso pasara, pero a último momento la promesa me sonó trillada. Hasta qué punto podía yo prometer semejante cosa.
En Laguna nos recibió un calor inmundo. Bajé la ventanilla y el viento Norte metió adentro del auto un pequeño remolino de tierra. Celeste se quejó:
–Por Dios –dijo–, para qué abrís.
Exageró la incomodidad con un estornudo y después puteó, que no se acordaba por dónde era la casa de su abuela. Dimos un par de vueltas medio al voleo, a paso de hombre, por calles sin contorno definido.
–Pará por acá –dijo de repente–, creo que es acá.
Clavé el freno de manera un tanto brusca y el mate se desparramó debajo de mi asiento. Al instante el olor a yerba húmeda copó el interior del auto. Celeste soltó una especie de resoplido, abrió la puerta y bajó.
Era una casucha como cualquier otra de Laguna, no había nada que la distinguiera, y no consideré prudente que Celeste se metiera así, tan decidida y sin anunciarse.
Con el auto en marcha, dudé si me correspondía o no acompañarla, pero al final me distraje levantando el mate, intentando un orden ahí adentro. Se me ocurrió que, de vuelta en el auto, Celeste iba a querer el ambiente fresco, así que encendí el aire acondicionado.
También prendí el estéreo y busqué una radio. La señal, supuse, no era buena, iba del puro silencio a los golpes de ruido lluvioso. En un momento, me pareció sentir una voz filtrándose entre ese ruido. Toqueteé los botones del estéreo, sin mucha idea, como lanzado a la caza de esa voz.
Hasta que di, al fin, con lo que parecía ser una charla en estudio, una charla entre dos o más personas que hablaban un idioma extraño. Pensé que podía ser qom o guaraní, o algún otro idioma de los indios de la zona. Lo que haya sido me sonó espantoso, sobre todo por la tosquedad con que esa gente pronunciaba cada palabra. Aun así, dejé la radio prendida, imaginé que a Celeste también le llamaría la atención aquella charla.
Pero de un momento a otro la señal se cortó y volvió el silencio. Subí un poco el volumen y toqué, otra vez, un par de botones, sin éxito. Me agaché y arrimé la oreja a uno de los parlantes. Entonces me llegó, como si me invadiera el cráneo, el grito: “¡Abráceme, Pedro!”.
Del susto, pegué un salto y volví a tirar el mate. La radio quedó de nuevo en silencio, pero un silencio distinto, más profundo y más raro. Miré afuera del auto, a los costados, con desconfianza. Todo alrededor –el aire, el polvillo, hasta los olores– quedó como en suspenso. Me moví un poco en mi asiento, cosa de alterar algo en ese ambiente.
De todos modos, no pasó mucho rato hasta que Celeste reapareció, acompañada por una mujer. También volvió el ruido a lluvia de la radio. Celeste y la mujer miraron hacia el auto como si el auto fuera una cosa extraña, un fenómeno, lo que en el caso de la mujer tenía algún sentido, pero en el caso de Celeste no venía muy a cuento.
Les levanté un pulgar, a modo de saludo, y al instante me sentí estúpido. Sobre todo porque ninguna de las dos me correspondió. Enfocaron, en cambio, su atención a la calle. La mujer señaló con un dedo algo más allá en el camino y, por un momento, quedaron las dos con la mirada fija en ese punto lejano.
Bajé del auto y me llegó, ahora en todo su esplendor, el horrible calor de Laguna. Atravesé de un salto una zanja seca –fue apenas un saltito, pero el movimiento bastó para empaparme en sudor– y me uní a Celeste y a la mujer. Iba mal vestida, la mujer, con una especie de batón raído y oloroso.
–Buen día –dije, y le tendí una mano. Antes de tenderme la suya, ella me miró fijo a los ojos y pronunció un par de palabras ininteligibles, del estilo que yo había escuchado por radio. Después me pasó al fin su mano, una mano pequeña y húmeda, como grasienta. Me dio asco, unas ganas terribles de restregar mi propia mano contra el pantalón.
–Ella es Doris –me informó Celeste–, la vecina.
Doris dijo algo más, esta vez una mezcla de castellano y de aquel idioma misterioso, dio media vuelta y se mandó adentro de la casa. El idioma de Laguna, pensé, y aproveché que Doris no me veía para limpiarme la mano.
–Estoy descompuesta –dijo Celeste–, muy descompuesta.
No me dio tiempo a contestarle: se agarró de la panza, le vinieron un par de arcadas que en vano intentó reprimir y finalmente vomitó. Fue un vómito grosero y de una sonoridad masculina.
De puro instinto, pegué un saltito hacia atrás, cosa que no me salpicara. Me pareció que no era ése un buen gesto de mi parte, así que me apuré a preguntar:
–¿Estás bien, mi amor?
Celeste, aún doblada sobre sí misma, giró la cabeza y me miró. Le colgaban de la boca unos hilos de baba y sentí lástima por ella, que siempre es tan cuidadosa de su apariencia.
–No me digas “mi amor” –dijo, en una media voz.
Apenas terminó de decirlo, le sobrevino otra arcada y al toque un nuevo vómito. Esta vez hice tripas corazón y fui a darle una mano. Se había ensuciado los zapatos y resoplaba de una manera desesperante.
–Vamos adentro –dije–, tenés que tomar agua.
La tomé por la cintura y, aunque opuso una pequeña resistencia, al final se dejó llevar.
–Permiso –nos anuncié desde el umbral de la puerta, cubierta apenas por una cortina de hule oscuro, y entramos.
Además de lúgubre, el ambiente adentro era bien denso, con golpes de olor a meada y a comida en mal estado. Quizá de ahí venía el malestar de Celeste, de los minutos que pasó metida en la casa.
Me costó acostumbrar la vista a esa oscuridad, parpadeé unas cuantas veces, como para hacerme una idea de la disposición del lugar. Celeste, a mi lado, seguía con los resoplidos, aunque ahora más pausados y menos exasperantes. Hasta consiguió hablar.
–A la salita –dijo–, llevame a la salita.
–A qué salita... –pregunté.
La voz de Doris, ahora en perfecto castellano, retumbó desde algún rincón de la casa:
–Te llevo yo.
Se oyó el chasquido de un fósforo encendiéndose y, aunque escasa, la luz resultante me permitió distinguir a Doris, sentada en una mecedora, y a la abuela de Celeste, que dormía a su lado echada sobre un catre. Doris acercó el fósforo a una vela y armó así una luz más potente.
La imagen de las dos mujeres, unida al hedor en el aire, me resultó grotesca. Tuve miedo y ganas de salir corriendo. Reprimí el rapto de angustia preguntando, de nuevo, por la salita. Qué lugar era la salita.
–Lo del médico –explicó Doris–, yo la voy a saber llevar ahí.
Me apuré entonces a decir que no, que si Celeste se iba a algún lado, se iba conmigo.
–No te podés ir sola –dije.
Celeste hizo un esfuerzo y me pidió que no hiciera drama, que lo suyo era nada más cuestión de tomar analgésicos, que Doris conocía mejor el pueblo y que yendo las dos iban a tardar menos.
–Además estoy por menstruar –agregó–, puede que sea eso nomás.
Se me ocurrieron un montón de argumentos para oponerme, pero fui muy torpe al señalarlos, sonó todo como un gran balbuceo con el que no hice más que enfurecer a Celeste, que apretándose la panza –cosa de poner bien en claro su malestar– hizo un nuevo esfuerzo, esta vez para decirme que no jodiera.
–No jodas, Nelson –dijo–, y dame por favor las llaves del auto.
No sé qué me molestó más, que dijera mi nombre de aquella manera tan grosera o que se llevara mi auto con prepotencia semejante.
Doris se levantó y, al pasar junto a mí, dijo:
–Mírele a la señora, por si le falta algo.
Como haciendo caso, miré hacia el catre: pese al calor, la abuela de Celeste estaba tapada con una colcha, los ojos abiertos clavados en el techo. Parecía muerta o, por lo menos, a punto de morirse.
Protesté, salí detrás de Celeste y de Doris diciéndoles que era una imprudencia que yo me quedara solo con la abuela, que incluso era ridículo. De los nervios se me hizo un nudo en el estómago y no pude seguir hablando.
Antes de subir al auto, Celeste me dedicó un gesto raro, algo entre una media sonrisa y una nueva mueca de dolor. Doris también me miró una última vez antes de subirse, pero la suya fue como una mirada socarrona.
Celeste puso el auto en marcha y al fin partieron. Me quedé un rato mirando cómo se alejaban, hasta que doblaron en una esquina y las perdí de vista.
Me llevó su buen par de minutos juntar el coraje para entrar de nuevo a la casa. Cuando lo hice, me recibió un gemido, como una queja estirada. Por alguna razón, la vela se había apagado y tuve que restregarme los ojos, que otra vez no se me acostumbraban a la oscuridad. Me orienté con el oído para caminar hacia donde, calculé, estaba el catre. Por los gemidos entendí que la abuela estaría necesitando algo.
Pero en algún momento habré dado un paso equivocado, habré confundido la dirección, porque avancé en la oscuridad sin dar con nada, como moviéndome en el vacío. El gemido, a su vez, también parecía moverse: de a ratos me llegaba de un lado, de a ratos de otro.
Me quedé quieto en un punto y estiré los brazos, en la búsqueda de algo a lo que aferrarme. Recordé esos juegos de infancia en los que a uno le vendan los ojos y lo mandan a perseguir a sus amigos. Sólo que ahora la situación era desesperante.
–¿Abuela? –llamé, pero me respondió de nuevo ese lamento espantoso. Cuando volví a llamarla –“Abuela”, dije otra vez–, la voz me salió tan aflautada que preferí quedarme en silencio.
Probé con agacharme y apoyar las manos en el piso. Lo palpé varias veces, como reconociendo el terreno. Después me puse en cuatro patas y gateé. Me moví de esa manera, como un bebé, hasta que choqué contra un mueble. Lo recorrí con una mano para examinarlo: era la mecedora de Doris. Respiré hondo, feliz de dar con algo más o menos identificable.
Seguí al tanteo alrededor de ese lugar, y así fui dando con otros muebles, con un par de platos, con algo que entendí como un cenicero de madera, con objetos húmedos y pegajosos, hasta que, milagrosamente, di con la caja de fósforos. Se me escapó una carcajada de alegría, pero a la vez me vino una sensación como de perplejidad y espanto: ya me alegraba con cualquier cosa.
Prendí un fósforo y la luz repentina me entregó un primer plano de la abuela. Fue como la imagen de un espectro, como una aparición. Grité, con todas mis fuerzas grité. Como un histérico. Me contuve recién una vez que sentí el gemido de la abuela sonando a la par, en el mismo tono agudo de mi grito.
Para entonces, además de aterrado, me sentía sucio, hecho un asco. De alguna manera, sentía que yo no era merecedor de semejante situación. Yo era un hombre enamorado, nada más.
El temblor en las manos me complicó los movimientos, la necesidad de prender otro fósforo. Gasté cuatro con chasquidos inútiles, que al menos sirvieron para alterar el gemido de la abuela. Ahora gemía más bajo, con ciertas interrupciones.
Tomé aire, cosa de acompasar el cuerpo, y una vez que me afirmé, probé de nuevo con los fósforos. Al segundo intento conseguí una llama, una luz que usé para identificar el mundo a mi alrededor: así pude ver, primero, el catre vacío, y después a la abuela, desparramada en el piso. Antes de que la luz del fósforo se extinguiera, descubrí la vela caída muy junto a la abuela, a la altura de sus brazos.
Con el tercer fósforo prendido me arrimé y, de un manotazo, traje la vela para mi lado. La abuela ya no gemía, daba, más bien, la sensación de querer hablar. Tal vez padeciera algún tipo de parálisis, pensé, algún problema del cerebro que le impedía pronunciar bien. De ahí esos gemidos, esos gritos tan horribles.
Encendí con torpeza un cuarto fósforo y llevé la luz hasta la vela. Por fin se iluminó el ambiente. Descubrí que había estado girando en un espacio minúsculo, como un idiota.
Pegué la vela sobre un platito y aprecié el desastre que era ese lugar. Pilas de diarios viejos en los rincones, ollas y vasos desparramados, ropa, o más bien retazos de lo que alguna vez fue ropa, tirados en cualquier parte, a la buena de Dios. Pero lo peor era la abuela, ella misma un pleno abandono.
Si Celeste y Doris llegaban en ese momento, razoné, no encontrarían el mejor escenario. Me dio culpa y me apuré a levantar a la abuela. O al menos me dispuse a eso, porque, cuando me acerqué a ella, le escuché decir, bien clarito:
–...Pedro... Pedro...
Di como un respingo y me eché automáticamente hacia atrás. La abuela pronunció dos veces más ese nombre, Pedro, y después, por suerte, se quedó en silencio.
Resolví que, antes de levantarla, me sería conveniente correr la cortina de hule y hacer que entrara algo de la luz de afuera, de ese sol tan terrible de Laguna. Pero cuando corrí la cortina, me encontré con que afuera ya era de noche. No supe qué pensar y tuve que reprimir el impulso de correr por ayuda. La voz de la abuela me llegó, otra vez, desde su lugar en el piso:
–Pedro... Pedro...
Me di vuelta, decidido a subirla al catre y mandarme a mudar. No podía ser que Celeste se llevara mi auto y me tuviera toda la tarde –y quizá parte de la noche– metido ahí con su abuela, y en ese pueblo hediondo.
Estaba como enredada, la pobre vieja, hundida entre sábanas y acolchados podridos. Su olor rancio me inundó la nariz. Contuve la respiración, metí la mano por debajo de su cuerpo –era muy liviana, como una pluma– y la levanté. Entonces ella abrió los ojos, bien grandes, y nos miramos a la cara. Después dijo:
–Abráceme, Pedro... abráceme.
Mi nombre es Nelson, no sé quién puede ser Pedro. Así que por un momento, cosa de un segundo, me quedé en blanco. Hasta que la abuela gritó:
–¡Abráceme..!
Si bien el grito –ahora un pedido desesperado– no me hizo reaccionar, me provocó, sí, algo como un mareo. También su aliento favoreció esa sensación. Estuve a punto de caerme, pero hice un esfuerzo y me senté sobre el catre, con la abuela apoyada en mi regazo.
–...Pedro –volvió a decir.
Lo dijo en un tono distinto, bien agudo, un tono como de niña. Pensé en esa pobre mujer, en ese nombre –Pedro– que le volvía de algún punto perdido en la memoria. O quién sabe de dónde. Pensé en el embrollo que sería su cabeza, en la cantidad de imágenes, voces y sensaciones –de ahora y de mucho tiempo atrás– que se le atropellarían ahí adentro. Sentí pena, por ella y por mí, los dos solos sobre ese catre enclenque. Y más pena sentí cuando a la pobrecita le dio por llorar, un llanto quedo y desolador.
–Abráceme... –dijo finalmente, en un hilo de voz.
Respiré hondo, una vez más, y le di el abrazo que pedía.
Celeste volvió temprano en la mañana. Aunque me agradeció por cuidar a su abuela, capté la ironía en sus palabras. Sobre todo porque, entre otras cosas, dijo: “Eso nomás te pedí”.
También reparé en que estaba mejor, ya sin rastros de su descompostura. Iba y venía cargando bártulos, de la casa hasta el auto.
Sentada en una silla de ruedas, limpia, bien peinada, el rostro resplandeciente, la abuela me miraba. Pasamos un rato en silencio, mirándonos los dos, hasta que al fin ella me sonrió y dijo:
–Gracias por todo, Nelson, ha sido un gusto.
Después apareció Doris, empujó la silla y se la llevó afuera.
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