› Por Mariana Enriquez
Desde hace tiempo encuentro algunas circunstancias de la vida online absolutamente desoladoras y de una manera nueva, soledades recién nacidas. La melancolía de los blogs abandonados o de los perfiles de Facebook de los muertos, que se convierten en recordatorios –lápidas frías de luz– con mensajes catárticos o exhibicionistas de los amigos; incluso los sitios abandonados o pasados de moda, todas esas bandas olvidadas en MySpace o los lugares del pasado, como Geocities. Tenía ganas de escribir sobre la vida y la muerte online pero sin la compulsión por la teoría de la comunicación ni el supuesto minimalismo de la escritura chatera; tenía ganas de escribir sobre la vida online como otro territorio de soledad y uno vagamente terrorífico también, porque la reducción digital y la posibilidad de desaparición y anonimato vuelven las relaciones virtuales en relaciones fantasmales; uno no sabe si está hablando con un robot o con una persona y, en definitiva, nunca puede saber completamente si esa persona que me habla (que me escribe) es quien dice ser, si es un impostor o un demente o un virus. Lo escribí a pedido para la revista Letras libres de México, y ahí están algunas de mis obsesiones más recientes, como los fantasmas japoneses, la depresión y los nuevos mitos urbanos de la deep web.
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