› Por Juan Carlos Kreimer
¿Cómo era posible que todavía hablara así y se conservara tan conectado con el sentimiento de felicidad? Ya lo habían llevado a su casa, lo cuidaba una señora correntina, nunca quiso decirme cómo le confió tantas cosas de él. Mi tío no podía valerse por sí mismo para nada que no fuera mirar, hablar y mover –apenas– los brazos y las manos. ¿Silla de ruedas eléctrica? Si hasta la tasa de té había que sostenérsela.
Con escasos signos vitales, así me dijeron que fue recogido en la calle. Dos años antes, andaría por los 57 o 58 años, había tenido un... ¿cómo llamarlo? ¿Accidente, ataque, pelea, hecho de vandalismo, furia porque sí..? Suprema de paliza, musitó él. Que ahora recordaba.
Hubo un tiempo en que no. Los cinco meses que pasó internado en un hospital –en el pabellón 10, único sobreviviente a la prepaga que ocupa el resto del predio–, los médicos ignoraban cuánto de mi tío seguía vivo. Treinta y cinco huesos fracturados, órganos reventados, un par de coágulos en el cerebro... Hasta de una grieta en el cráneo hablaban.
¿Cuánto hacía que estaba así? ¿Cuándo había sido? El ni siquiera se acordaba cuándo le habían puesto el tubito de plástico en la boca. Tampoco distinguía entre tenerlo y no tenerlo. Había perdido esa noción, e infinidad de otras. Cuando escuchaba la voz de cualquiera de las dos mujeres o el muchacho que me alimentaban por esa vía, tampoco sabía si estar contento o triste, me cuenta. El gusto de ese líquido era mi único contacto con el mundo externo.
No sabía si me habían amputado todos los miembros, si se me habían atrofiado por alguna enfermedad degenerativa, o si me tenían prisionero por algún motivo. Estaba encerrado adentro de una caparazón con mi forma.
A los dedos los sentía como dicen que se sienten los dedos cuando te cortan la mano: que están ahí y podés enviarles la orden de que toquen o se arqueen, y sentís lo que tocan, pero no sabés si su respuesta es algo real. Como fuera, hubiera lo que hubiera, me recorría todos los rincones del cuerpo con el ojo de la mente y le decía a cada músculo que se aflojara aún más, dejate chupar por la gravedad. Dame olvido, les pedía.
Doler de dolor no me llegaba, me aclara con un hilo de voz que se confunde con sus suspiros. Sólo dolor de entumecimiento, o ausencia. Alguna morfina debían estar pasándome. A menudo, despierto o dormido, no sé, pensaba que me había muerto. Aunque no del todo. Que se me habían apagado todos los interruptores menos uno: éste. Y con el índice se señala la cabeza. Cada tres o cuatro palabras necesita tomar aire, juntar fuerzas para seguir.
Quizás a todos los que parten les pasa lo mismo y, como yo, son incapaces de dar cualquier señal de que todavía están acá. O ahí, según desde dónde se nos mire.
Mi único sostén, la única referencia de que estaba vivo, era una voz inmaterial. Esa voz me hablaba y paseaba por donde ella quería. Por más que yo intentaba convocar a tal o cual recuerdo, o lo que me había pasado para estar así, nunca llegaba a la escena propiamente dicha. Por el camino aparecían otras y me desviaban hacia cualquier parte.
¿Te estás dejando crecer el bigote?, le pregunto en ese largo punto aparte. Me mira de reojo, intenta tocárselo. Permanece callado. Entre pensativo e ido.
De repente a mi tío le sale una voz lapidaria: Si no entendés lo que te voy a contar, no entendés nada. Ni dónde estuve ni lo que me pasó antes y después de la noche aquella. Espera una señal mía, le cabeceo. Empieza él: El deseo de recordar me transportaba a otras vivencias, situaciones nuevas para mí, cosas que nunca había vivido. La escena nueva me resultaba familiar. Pero cuando quería volver a pensarla, en ese instante, se desvanecía y me dejaba colgado.
A mí también me pasa, le digo.
¿Habré perdido la capacidad de retener el pensamiento? No, no, me respondía. Más probable es que mi cerebro esté conectado también a una fibra, o cable. Que los que me metieron aquí estén tomando esto que produce mi mente para algún experimento, o explotarlo con algún fin. O quizás esto sea, en verdad, el insight de otra persona. Un doble, o varios de los que dicen que tenemos, el que anda por ahí...
Al decirlo intenta levantar un brazo.
A ver si lo entendés: todo esto, que parece tentativo, era tan real como cualquier cosa que pensara. Este es el punto.
Trato de no hacer ningún gesto, él sigue:
Todo eran órdenes. Abra la boca. Hable, diga algo. Déjese limpiar.
Quería responderles. La único que lograba eran mmmh... mmmh... No me escuchaban. O se habrían ido. Siempre era así.
Entregarme, sólo me quedaba eso, cuanto más manso mejor, y dejar que todo fluyera sin mi intervención.
Los ojos los tenía cubiertos con un paño. De tanto en tanto se humedecía. ¿Lo mojarían desde afuera... serían mis lágrimas..? Ese frescor sobre los párpados me recordaba el airecito que corre algunos días de verano intenso y se convierte en frío al chocar con la transpiración. Esa brisa era la única que recibía. La única caricia. La única esperanza. Todavía sentía.
De repente escucho: El tipo sigue vivo. Me lo confirma otra voz, más filosa, que me pide Haga algún movimiento.
Tras mucho esfuerzo, logro hacer cierta presión con los dedos. Sólo lo intento, no siento que se muevan y, si lo hacen, las gasas que los recubren disimulan la señal. Nada, ¿ves?, dice otro tipo con total convicción. Cambió de reino, vegeta, se burla un tercero pensando que no escucho.
La palabra reino, sin embargo, me cambia el humor y deja ver mi situación con una amplitud sin límites. No escucho bien lo que agrega el primero, si dice Habrá que empezar a cortarle algunos yesos o algunos huesos. ¿Ya?, pregunta el otro. Y si no, ¿cuándo?, insiste el primero. Es la primera noticia de que para mí existe aún la posibilidad de un después.
Desisten, dice mi tío.
Afortunadamente, digo.
No sé. Más que morir me preocupaba no morirme.
Vamos, largue algo, volvieron a pedirme. Hágalo antes de que volvamos a inyectarlo. Yo me esforzaba por gritar. Pero no pasaba de los mmmh... mmmh.
No puedo evitar pensar que quizá mi doble en ese momento sintiera cierto escozor en el paladar y lo atribuyera a algo fuerte que habría tomado.
Mmmh..., mmhh, pujaba yo, con toda la fuerza que me quedaba, una y otra vez. La cabeza me estallaba.
Le insistimos, mándenos una señal, la que sea, sabemos que nos está escuchando, insistía la otra voz. Era más cálida.
Mi tío no puede precisar cuántos días, o cuántas semanas, pasaron entre esas escenas y el hecho de que empezaran a suministrarle agua, agua pura, cristalina le decían, las veinticuatro horas del día. Cree haber escuchado que uno dijo Bueno, perdido por perdido, probemos. Mejor tirarla por la rejilla, dijo el que conectó la manguerita.
El líquido más bien parecía pis.
¿Tu propio pis...?
Ahá.
Al rato, o al día siguiente, me oí decir: Dejen de pegarme, no es lo que ustedes piensan...
Yo estaba tirado sobre los adoquines. Dejen de pegarme, no es lo que ustedes piensan..., les repetía.
Después me explicaron que entre el agua y las células se establece cierto diálogo vibracional.
¿Que el agua reactiva la memoria de las células? ¿Eso te dijeron los médicos? ¿Qué el agua tenía memoria?
Mi tío levantó los hombros.
¿Así que el agua te fue llevando por lo que se te había perdido?
Sí. Gracias al agua llegué a esa banda de endemoniados. Empecé a ver sus cuerpos recortados bajo los reflejos anaranjados de los faroles callejeros. Las luces eran las mismas que las del boulevard donde yo vivía. El recuerdo me llevó primero al fondo, cerca de la reja, donde está la entrada a este departamento. Después me hizo salir de casa, junto con una mujercita que había venido a hacerme unas preguntas sobre el pasado de su padre. No sé qué pudo haberla hecho llorar. Lloraba un llanto mezcla de dolor y alegría, dijo mi tío. Más bien era llanto de alivio.
El llanto siguió mientras caminábamos hacia la avenida. Era muy tarde y no quería dejarla sola. Por el camino pasamos a pocos metros de una barrita que todas las noches se adueñaba de la esquina. A todos los vi crecer. Conjeturo que fueron ellos.
Y la mujercita, ¿quién era?
No me lo aclara. Sigue:
Ibamos por la vereda, ella llorando y yo sin hacer nada para consolarla. Ni siquiera le tomaba el brazo. Pasamos delante de los muchachos como si no existieran. Esto me los confesó hace poco uno de ellos que sigue en la esquina.
Parece que yo volvía de la parada del ómnibus caminando por el boulevard cuando escuché que otro de la barrita me grita Viejo de mierda y otro que me putea. Levanto un brazo y lo dejo caer hacia atrás. Qué saben ustedes, pendejos. Un segundo después el que me había gritado me volteó sobre los adoquines. Atorrante, dejá de cagarles la vida a las pendejas, repetía, patada tras patada.
No es lo que piensan, les decía yo.
A los tipos como vos hay que matarlos de una vez, vociferaba otro.
Los golpes venían de adelante, de atrás, de los costados. Hasta en la cabeza me pateaban.
Cada patada me llevaba un poco más allá. Estaban ensañados conmigo.
Te arruinaron la vida, tío, le digo. ¿Cómo no les hiciste nada?
Sí que hice, los perdoné.
Vaya favor que les hiciste.
Que me hice, me corrige él.
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