› Por Ana María Shua
Un escritor tiene que saber muchas cosas. Un escritor tiene que saberlo todo. Siempre lamenté haber estudiado Letras y no cualquier otra cosa, porque Letras hubiera aprendido igual y vaya uno a saber lo que podría haber conocido y me lo perdí. No se puede escribir sobre lo que no se sabe. Por supuesto también vale fingir (diría Pessoa), pero para que salga bien, hay que mentir con fundamento. En el caso de “Sesión de tomas” el fundamento me lo dio mi marido fotógrafo, Silvio Fabrykant. El cuento transcurre en su estudio y la primera parte de la historia, con los químicos para revelar vencidos (un problema frecuente que la era digital ha superado), las chicas de catálogo y esa pareja de bancarios que ha tomado la decisión de cambiar de actividad, está tomada más o menos fielmente de la realidad, o al menos de los traicioneros recuerdos de la realidad.
Pero por lo menos la mitad de ese caldo misterioso que la gente suele llamar inspiración no proviene de la experiencia (propia o ajena) sino de las lecturas. Y en este caso, la escritora que se me cruzó por el camino fue una de las Damas del Sur, la genial Flannery O’Connor, con esa forma de pegar un volantazo violento, inesperado y sin embargo sutil hacia la mitad del cuento, de modo que lo inesperado no sea el final (ya nunca lo es, cualquier buen lector del siglo pasado ya conoce de memoria todos los finales inesperados posibles) sino el desarrollo mismo del cuento, que se lanza por los asombrosos caminos de la vida. Con distancia y con respeto, por ese lado lo intenté.
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