› Por Virginia Feinmann
Ya era de noche cuando Popi se bajó del colectivo. Aunque en verano nunca llegaba a ser de noche. Algo del día quedaba flotando en el aire, el calor, parches de luz en el cielo, el perfume de los tilos de Vicente López, una vibración de bichitos invisibles que decían que era más interesante no dormir.
Le abrió el papá de Denise mientras hablaba por teléfono.
–No se preocupe que de alguna manera lo vamos a resolver. Estoy viendo cómo. Estoy viendo cómo –decía mientras le guiñaba un ojo y se movía para dejarla entrar.
Fue hasta la cocina y no encontró a nadie. Salió al jardín y tampoco. Avanzó hasta la medianera, miró el jardín vecino.
¡Pop! –la llamó Denise desde arriba. Estaba parada en la terraza. Con el pelo rubio suelto hasta la cintura, un shortcito de jean claro y las piernas largas y bronceadas, parecía que ella también había retenido algo del sol en su cuerpo. Popi miró sus propias piernas, blancas y carnosas a la luz fluorescente del jardín. Se pasó la mano por los puntitos negros que siempre asomaban aunque se depilara de mil formas.
Tum-tum-tum bajaba Denise por la escalerita de metal de la terraza. Atravesó la cocina corriendo y con el mismo envión la abrazó y le dio un beso sonoro.
–Qué hacías ahí arriba –Popi se frotó la oreja que le había quedado zumbando.
–Me dormí tomando sol.
–Hubieras tomado acá –se sentó en el pasto. Pensó en lo lindo que sería que su mamá tuviera una casa en lugar de un departamento.
–No, ¡no sabés! –Denise se sentó con ella y le apretó el brazo–. En la terraza pusieron una membrana plateada... Es como la luna, refleja la luz del sol. Te quemás el doble –estiró una pierna y se pasó la mano hacia arriba y hacia abajo, el muslo duro como una madera, con una capa de pelitos dorados.
Una les sacaba el cabito a las frutillas y la otra las cortaba. Con el cuchillo, Popi empujó el jugo que había quedado en la tabla adentro de la jarra. Denise abrió el ananá en lata. Una botella de sidra, otra de vino blanco, hielo picado. Revolvían todo con una cuchara de madera larga.
–¿Qué más? ¿Duraznos?
–Sí, o manzanas, pasame. Me tenés que contar de Julián.
–Arriba te cuento. Un bajón.
–Vieja chota –entró el papá de Denise y dejó el celular sobre la mesa.
–¿Qué dijo?
–Nada, me tiene podrido. Que sigue filtrando, que dejaron polvillo –el papá de Denise agarró un pedazo de manzana de la tabla y se lo comió–. Para mí que quiere que la atienda un poco –se rió.
Se rieron con él. Denise miró la espalda de su papá, que ahora abría la puerta del bargueño y bajaba una botella. Todavía no se había sacado el windblock del Náutico. El pelo castaño se le aclaraba en verano. Obvio que la vieja de al lado quería llamarle la atención, pensó.
–Vieja chota. Encima que afea el barrio... –se enojó y tiró las cáscaras de manzana a la basura.
–Bah, olvidate. Y ustedes ¿qué van a hacer, chiquitas? –les preguntó el papá de Denise mientras ponía hielo en un vaso ancho de vidrio tallado.
–A charlar a la terraza.
–Bueno, pero un clericó no es un clericó sin una buena yapa –dijo y les volcó, generoso, dos medidas de su whisky en la jarra.
La terraza estaba toda plateada y lisa. Denise tenía razón, era como entrar en la caminata lunar. Se sentaron contra una pared todavía tibia de sol. Tenían por delante un espejo enorme y después la vista de los árboles. Arriba estaba negro, lleno de estrellas. Denise sirvió los primeros vasos.
–Contame del boludo de Julián.
–No, él no es boludo. Pasa que no le gusto. Desde que dimos Francés que no me llama. Creo que ya se fue de vacaciones y todo.
–Cómo no le vas a gustar, Pop, si sos hermosa. Es un boludo.
Popi tomó un trago largo y profundo del clericó dulce. Lo hermoso era estar en la terraza de su amiga y hablar mal de todos los hombres.
–Bueno, contame vos. De Daniel. ¿Te sigue teniendo miedo?
–En la fiesta de Andy, ya te conté.
–¡No!
–Ah, nos quedamos en la habitación de la mamá de Andy. Empezamos a apretar, todo bien. Me puse encima y, no, qué gracioso.
–¡Qué!
–Le puse las tetas en la cara. Me miró desde abajo y me dijo: “¿Volvemos con los chicos?”.
–No..., me muero.
De pronto era muy gracioso imaginarse a Daniel aterrorizado. Las cabezas se les iban para atrás y veían el cielo cuando se reían. El clericó estaba riquísimo.
–¿Te acordás, Deni, del himno a Juana Manso?
–Juana Manso, 24 de abril –dijo ella y se paró bien firme–. “Juana Manso, maestra abnegada...”
–”... fue tu vida trabajo y acción... –cantaron juntas– ... el dolor que amargó tu existencia... no logró malograr tu labooor...”
Denise se tiró al piso con una carcajada. Popi se dejó caer también.
Se fueron incorporando de a poco hasta sentarse.
–¿Cuál será el dolor que amargó la existencia de Juana Manso?
–No sé. No sé –dijo Denise muy seria, con el mentón entre las manos–. Me estoy meando, Pop.
–Yo también –ambas serias ahora, mirando el horizonte.
–¿Quién baja?
–Cómo quién baja, boluda, las dos.
–Ah, ¡es verdad! No, esperá. ¿Y si traemos un balde? Un balde... para mear acá, y así no tenemos que estar bajando a cada rato.
Popi fue hasta la escalerita de metal. Era finita y espiralada pero lo iba a conseguir. Traería el balde. Miró hacia un costado. Denise comía fruta del fondo de la jarra. Miró hacia el otro. El jardín de la vecina. Tenía el pasto medio seco y dos sogas de ropa tendida. La verdad que sí, afea un poco, pensó. Había sábanas, toallas, repasadores. Ondulaban con el viento y empezaron a marearla. Apartó la mirada y se concentró para ubicar un punto de equilibrio. Se paró muy derecha en el primer escalón, respiró hondo, se sentó, bajó sentada. Volvió triunfal con un balde rojo que hizo que Denise pateara el suelo de risa. En la otra mano, además, traía una botella de sidra para agregarle al clericó.
–¡Buenísimo! Vení.
Llevaron el balde a un rinconcito apartado de la terraza y, cada una a su turno, hicieron pis. Era lo más práctico del mundo. Habría que inventar algo así, dijo una, no, mejor un tubo parecido a los pitos, para mear de paradas, dijo otra, sí, uno que lo llevás en la cartera y te lo encajás en cualquier baño público y no tenés que tocar un inodoro mugriento, dijo una, no, mejor que lo vendan en los baños públicos, dijo otra, sí, que salgan de un dispenser y lo patentamos y nos hacemos millonarias, dijo una, sí, dijeron las dos al mismo tiempo y se rieron en el piso plateado y siguieron haciendo pis una, dos, tres veces más en el balde hasta que se terminó la sidra y la fruta y estaban muertas de sueño.
–Me voy a dormir –dijo Denise.
–Qué hacemos con el balde.
–Qué balde, nada.
–Es un asco, hay que vaciarlo.
–Bueno mirá –dijo Denise y fue hasta el balde, lo trajo, lo levantó. Se notaba que pesaba y que emanaba algo de calor y Popi tuvo miedo de que Denise se tropezara y se le cayera. Pero Denise, que miraba como distraída hacia todos lados y sostenía la carga con precariedad, de pronto, invadida por una claridad rotunda, fijó la vista en el jardín de al lado, más precisamente en la ropa tendida y, con fuerza y destreza notables, arrojó todo el contenido del balde sobre las dos sogas repletas.
–¿Ves? Qué problema –dijo y se fue a la otra punta de la terraza.
Popi miraba la ropa empapada, chorreando un líquido que a esa hora podía parecer agua pero que, bien sabía, no lo era. Las toallas, las servilletas, goteando.
En una punta del cielo se veía una franja clara. Empezaba a hacerse de día. Sintió frío. Se frotó los brazos y entonces se dio cuenta. Los tenía azules. No, grises. Manchados, cubiertos por algo. Corrió a buscar a Denise.
–¿Qué tengo?
–¿Qué tenés? –se asustó ella a la vez–. ¡Estás toda manchada!
–¡Vos también!
Estaban grises.
–Pará –dijo Denise–, pará, pará –respiró profundo.
Pasó un dedo por el piso plateado. Lo sacó negro ceniza. Se rió aliviada.
–Es la membrana, ¿ves? Es de la terraza, es de la luna! Es selenismo. Vení. Te hace poderosa, vení –le pasó las manos por la cara y por el cuerpo hasta que la hizo reír.
–Pará... –Popi se apartó riendo. Se levantó y volvió para mirar la ropa mojada. Los repasadores, las sábanas.
–Vení... –le decía Denise–, llenate de selenismo –tirada boca arriba, arrastraba un dedo por el piso y después se lo llevaba a la cara–, te da poderes, te ponés selenismo y... –dejó de hablar. Se había quedado totalmente dormida.
Por unos días Popi no quiso volver a lo de Denise. Quedaban en verse, pero cuando llegaba el momento a Popi le dolía la panza, o la cabeza, o se dormía mirando algo en la tele y la despertaba su mamá al día siguiente.
Una tarde juntó coraje y llamó a lo de Julián. Una empleada le confirmó que toda la familia se había ido de vacaciones. A la noche hizo tanto calor que el edificio se quedó sin luz. Popi le avisó a su mamá que iba a dormir afuera y se tomó el 29 a Vicente López.
Prepararon el clericó más calladas que de costumbre. Denise misma puso la yapa de whisky porque su papá tenía una fiesta en el Náutico. Popi agarró la jarra llena, la botella de sidra extra y un cuchillo para destaparla y fue hacia la escalerita de metal. Denise la siguió. Llevaba únicamente dos vasos apilados, pero al pasar por el lavadero manoteó el balde rojo. Popi escuchó el ruido y se dio vuelta, miró el balde, miró a su amiga, se tentaron. No podían parar de reírse. Subieron riéndose y una vez arriba, ante la vista de las dos sogas llenas de ropa limpia, se rieron todavía más.
Tomaron y hablaron y cantaron y usaron el balde toda la noche.
Un poco tarde pero aún a tiempo Popi se acordó. Levantando sus dos dedos índices saltó del piso como si estuviera envenenado y se sacó el vestido celeste de algodón que tenía puesto. Se quedó en corpiño y bombacha negros.
–Mi vieja se enojó porque el selenismo no sale fácil de la ropa –explicó mientras caminaba en puntas de pie hacia un costado de la terraza y estiraba el vestidito sobre un pilar de yeso.
–Ves, boluda, que sos hermosa, mirá el cuerpo que tenés.
Popi volvió, se tiró en el piso plateado y tibio, miró las estrellas. Después se puso de costado, raspó la membrana con una uña, negó con la cabeza.
–No, no soy.
–Dale, no jodás. Mirá, no quedó fruta –dijo Denise, abrió la sidra extra y la compartieron directamente del pico. Cuando empezó a clarear por el costado izquierdo de la terraza decidieron bajar.
–No te conté –dijo Popi mientras Denise juntaba el cuchillo, la cuchara de madera–. Llamé a lo de Julián. Están afuera hasta febrero.
–Ves que es un pelotudo.
–Sí, la verdad que sí –con dos saltos Popi llegó hasta el balde cargado de líquido, lo levantó y casi en el mismo movimiento lo volcó al otro lado de la medianera, sobre las dos filas de ropa.
Se bañaron. Se sacaron hasta la última mancha de selenismo. El sol ya entraba por la ventana cuando se durmieron.
El papá de Denise golpeó la puerta de la habitación a las cuatro de la tarde.
–Vamos, Denisita, que en media hora viene tu abuela.
Popi se lavó la cara y se vistió.
–A la noche vuelvo –le dio un beso a Denise y salió a la calle.
Todavía estaba un poco mareada y la resolana le hacía doler la cabeza. Se quedó un rato parada, escuchando. De la casa de la vecina llegaba un chasquido parejo, rítmico, como si estuvieran sacudiendo algo o barriendo hojas. Caminó unos pasos hacia el colectivo, pero no pudo evitar volver y mirar.
La vecina estaba de espaldas, con una escoba en la mano. Tenía un batón de tela gruesa floreada, a pesar del calor. Con la mano libre se rascó el pelo gris. Después resoplando, como un animal cansado, empezó a entrar en su casa. Movía las piernas con lentitud, las pantorrillas anchas y venosas, apenas tapadas por unas medias de nylon color piel que se caían por falta de elástico.
En el espacio que dejó quedó a la vista su perrito. Un perro chiquito y feo, en actitud guardiana, con las orejas puntiagudas, la mandíbula hacia adelante, los ojos salidos apuntando uno a cada costado y sin embargo mirándola, a ella, a Popi, muy fijamente, hasta que llegó a la parada del 29, hasta que vino el colectivo, hasta que pagó y se sentó y todavía hasta que el colectivo dobló y tomó Laprida hacia Libertador.
Después de más de quince noches de balde, el pasto de la vecina alrededor de las sogas se había puesto amarillo, pero la ropa siempre volvía a estar en su lugar, limpia otra vez, estiradita, como esperando. A Denise y Popi les llamaba la atención que la vecina no hubiera intentado moverla, cambiar el tendido de las sogas para que el líquido no llegara hasta ahí. Al parecer se limitaba a lavar y volver a tender.
Preparaban el clericó como de costumbre cuando el papá de Denise entró a la cocina a buscar sus cigarrillos.
–¿Y la vieja de al lado, pa? –preguntó ella con tono distraído y a Popi se le aflojaron las piernas.
–No jodió más, che. Rarísimo.
La sonrisa cómplice de Denise, su forma de mover el pelo dorado hacia atrás, le devolvieron la confianza. Cargaron los implementos y subieron la escalerita. Popi todavía estaba subiendo cuando escuchó a Denise, que iba primera, decir.
–Hija de puta.
–¿Qué? –se apuró para juntarse con su amiga.
En las sogas había sólo una toallita blanca. Nada más. Se quedaron ahí, con las manos sobre la cintura. Denise se mordía el labio inferior y miraba fijo la toallita.
–Bueno...
–Bueno... quizá no pudo lavar todo y tiende el resto mañana.
–¿Y qué hacemos?
–Y tomemos igual.
–Y bue... –Denise siguió camino hacia la plataforma plateada.
Cuando bajaron, seis horas más tarde, revoleó el líquido sobre la toallita con un gesto de aburrimiento.
Al día siguiente subieron a toda velocidad. Se encontraron con la misma toallita, sola, pero ya no blanca sino amarillenta, sin lavar. Durante esa semana subieron y tomaron y tiraron el líquido del balde sobre la toallita, cada vez más oscurecida y ya tirante, dura, sin ondular en el viento, y a Denise le pareció divertido seguir para ver cuándo se le hacía un agujero.
Dormían recién bañadas, a la luz del amanecer, cuando Popi se despertó por el ruido de la sirena. Enseguida dejó de escucharse, pero había una luz roja que se prendía y se apagaba desde afuera. Sin saber por qué se puso las zapatillas, agarró su mochila y salió. Había un grupo de personas en la calle, comentando y mirando hacia la casa de la vecina. Había una ambulancia, hombres que entraban y salían. Uno de ellos sacó al perrito envuelto en una frazada. Popi entró sin mirar a nadie, fue hasta la soga, descolgó la toalla, la metió de un manotón en su mochila y volvió a salir. Corrió. Corrió muchas cuadras, lejos de la casa, de la parada del colectivo, de la avenida, lejos del barrio, hasta que tomó un colectivo limpio y recién desinfectado de las seis de la mañana.
Llegó a su casa cuando su mamá todavía dormía. Fue hasta el lavadero y llenó un balde de agua, le puso jabón líquido, sumergió la toallita dura y olorosa, la movió con las manos durante mucho tiempo entre la espuma, enjuagó y volvió a enjuagar hasta que la vio blanca, impecable, y entonces la escurrió con suavidad y la estiró en el tender.
No contestó ninguno de los llamados de Denise. Ni ése ni ningún otro día.
Cuando la toalla estuvo seca y perfumada la descolgó con cuidado, la dobló y la guardó en el fondo de su placard. Cada vez que se siente mal vuelve a lavarla.
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