› Por Claudio Suaya
La literatura puede servir para tener las cuentas claras. Y, en ese sentido, una cuenta aclarada es una cuenta pagada. Tal vez sólo se llegue a reconocer deudas y dignificar, al menos, la necedad que aloja el repetido “me hago cargo” (?). El cuento es lamentablemente franco para tener que aclarar de qué se trata. Pero, pensándolo, es la primera vez que lo hago, creo que habla de la ilusión. De las ilusiones en que es posible descansar cuando uno se proyecta en otra cosa –en otras cosas– y cree encontrarse y ser uno mismo en ellas.
Hace ya muchos años conocí a un tipo que asistía regularmente a los conciertos que la Sinfónica municipal, creo, daba en el Teatro Opera los domingos a las diez y treinta de la mañana. Al terminar, cuando otros asistentes y en especial una chica que le interesaba le ofrecían compartir un café, él desistía porque, explicaba, debía ir a la cancha con sus amigos. Parece ser que la incompatibilidad entre Mozart y el choripán no le permitió hacer amistades en el teatro. Claro, esta ajenidad entre lo popular y lo sublime, como denuncia Leo Maslíah, podría ser salvada por el calor sensual de un cuerpo, justamente, humano.
La pasión y la racionalidad no suelen formar pareja, pero aquélla no podría describirse sin la intervención de la segunda. No se encontrará aquí la dudosa virtud de la originalidad, pero como en la entrañable Los tres berretines, se reconocerá esa rara mezcla de Museta y de Mimí que nos habita y, por lo tanto, no es tan rara.
Las “cuentas claras” se refieren al reconocimiento de las pulsiones que forman un uno, que no lo es o, por lo menos, se reparte en muchos uno. La unicidad y la coherencia deben ser aquí puestas en duda para permitir la convivencia de esas supuestas contradicciones que no hacen otra cosa que, solamente, reconocer matices que le dan entidad al eterno juego de las máscaras. Brian De Palma afirma que uno debe ser el protagonista en la película de su vida; mi analista opina que puede ser el director. La vitalidad se nutre de vivir las pasiones, no de entenderlas. Nuestro hombre temblequea sobre la línea y no sabe...
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