› Por Samanta Schweblin
“Pañuelos de despedida”, así se llamaba el taller que daba Lucía, en los dos meses que convivimos en un pueblo oaxaqueño de montaña. Las participantes eran casi todas mujeres. Pintaban en un pañuelo propio algo del pasado que necesitaran olvidar, algo que todavía les doliera. Después los pañuelos se lavaban con agua hasta que se desteñían, y se colgaban al sol. Sentadas otra vez en ronda, con sus pañuelos ya secos en las manos, había que aceptar las manchas, y sobre las manchas bordar algo del futuro. Deseos, exorcismos, predicciones. Lo que fuera que cada una necesitara.
Probablemente los maestros del Sumi-e asistirían a este taller horrorizados. En el arte de pintar con tinta china la idea del dibujo precede al acto de pintar: antes de que el pincel toque el papel, ya hay que haber decidido el dibujo. Así todo se hace de un solo trazo, suave y preciso. Sin bifurcaciones, sin dudas, sin manchas ni borrones. Todo suena muy zen, y la verdad es que a mí misma me cuesta escribir sin saber a dónde voy, pero saber demasiado también es paralizante.
Tengo al menos tres historias inconclusas alrededor de este recuerdo del taller de los pañuelos. En una de esas historias, la hermana de la protagonista daba el taller en el piso de arriba, siempre repleto de mujeres, y la protagonista, sobrepasada de cosas que necesitaba desteñir y olvidar, estaba demasiado celosa del éxito de su hermana para permitirse la excentricidad de participar. Reescribí la historia varias veces. Pero cuando le doy tantas vueltas a una idea hay algo que se estanca, que ya no me sirve.
Quizá no todos los días necesitamos contar las mismas historias. Ahí tenemos otra ventaja del cuento: el lujo de poder desprenderse de la historia –que creíamos– que queríamos contar, para descubrir la que en realidad necesitamos contar. En la travesía nocturna de este cuento, “Salir”, no queda un solo pañuelo de despedida, toda la atención está puesta en una mujer que yo ni siquiera sabía que existía cuando empecé a trabajar en esta historia. La hermana de esa mujer, y su taller, son apenas un capricho del cuento, algo que a la protagonista le gustaría contar, sólo si encontrara a alguien que realmente tuviera ganas de escuchar.
Hay una frase de David Clowes que recito de memoria cada vez que no sé cuál será el siguiente paso: “Hay que aprender a tirar las historias a la basura, y usar lo que queda de ellas sólo como influencia”. Es mi manera de aceptar las manchas y, sobre las manchas, bordar algo del futuro.
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