Vie 15.01.2016

VERANO12  › ANA MARIA SHUA

Amim o la caída

El cuento por su autor

En el año 2006 mi madre, que tenía setenta y nueve años, se cayó en su casa. Un año antes le habían hecho un reemplazo total de rodilla colocándole una prótesis. Mamá cayó con todo su peso sobre la rodilla operada y al golpear contra la prótesis de metal, el fémur estalló. Se venía una operación muy complicada. Su traumatólogo de confianza estaba de viaje y decidió esperarlo cinco días, internada, recibiendo antibióticos para evitar la infección. En ese momento debe haber empezado la maldita infección intestinal. La operación de la rodilla fue un éxito y mamá casi se muere. Mi hermana Alisú, que vive cerca de Chicago, vino a hacerse cargo de ella durante una semana, mientras yo viajaba a un congreso.

Hasta aquí, la historia real coincide más o menos con la del cuento. Pero mi madre era psicóloga, era una mujer inteligente y brava, su personalidad no tenía el menor parecido con el de la señora Meme, mi personaje. Y su mente resistió todo, peritonitis incluida, sin retroceder y sin rendirse. Unos seis meses después volvía a salir a la calle y a atender a sus pacientes. Sin embargo, podría haber pasado. Y sobre ese potencial construí el cuento.

En este punto la ficción diverge de cierta realidad para afincarse en otra. Como modelo de la señora Meme tomé a mi bobe, mi abuelita materna, una mujer sufrida y callada, casada con un marido simpatiquísimo para las visitas y muy complicado puertas adentro. Cuenta la leyenda que mi abuelito-zeide era, entre otras cosas, bastante mujeriego. Mi abuelita-bobe vivió hasta los noventa años y en los últimos diez fue pasando lentamente de la confusión a la demencia.

Ni siquiera en sus momentos de delirio mi abuelita habló nunca de otro hombre. Su marido había muerto pero ella estaba convencida de que se había ido con otra mujer. A cada rato nos preguntaba si sabíamos algo de él, si había dejado su teléfono, si nos parecía bien que se hubiera ido con una chica tan joven. Y nos pedía que fuéramos al ropero para ver si había dejado la ropa, porque eso le daba esperanzas de que volvería. Si le decíamos que había muerto, se echaba a llorar desesperada: cada vez era la primera vez. Cinco minutos después volvía a preguntar si sabíamos dónde estaba. Su mente paseandera vagaba por todos los momentos de su historia, pero nunca, jamás, ni una sola vez, se permitía pasar por la muerte de su marido: esa era una realidad que no estaba dispuesta a aceptar.

A veces uno escribe para hacer suceder en la ficción lo que no consiguió en la realidad. Tengo un libro para chicos que se llama Ani salva a la perra Laika, algo que me hubiera gustado muchísimo hacer allá en 1956, cuando tenía cinco años y eran los tiempo del Sputnik, el primer satélite artificial del mundo, en el que murió la famosa (al menos para mi generación) perra Laika. En este caso me di el gusto de inventarle a la señora Meme una historia que bien podría haber sido la de mi abuelita. Y vaya uno a saber...

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