› Por Ariel Magnus
En mi primer libro había un momento en que el personaje bostezaba groseramente, con la idea de que esa acción contagiosa e intempestiva rompiera la barrera del papel y se metiera en la realidad del lector hasta hermanarlos en un mismo acto (también con quien escribía, que incluso al recordarlo no puede dejar de dar bocanadas). Aquel libro sólo fue leído por un amigo músico, que cuando le pregunté por el efecto de aquel bostezo me dijo que ninguno: “Justo en ese momento estaba cagando”.
Así fracasó mi primer intento por fusionar la instancia de la lectura con la ficción, saltando esos abismos temporales y espaciales cuya separación nítida es en realidad esencial para la supervivencia de ambos mundos. Es un plan al que se puede adherir de mil maneras, incluso sugiriéndole al lector cómo reordenar los capítulos de un libro (estrategia cool de prohibirle empezar por donde se le antoje). Y siempre implica un deseo inconfesable por dominar a quien nos lee, con el aún más inconfesable deseo de apropiarse de su opinión sobre lo que leyó. Lo mismo corre para quienes, por el contrario, piden la opinión sincera del lector, su crítica productiva, pues para qué la quieren si no es para modificar sus escritos y por ende modificar esa opinión (o para comprobar que el otro está equivocado y no modificar nada). En la relación del escritor de ficción con el otro más allá, no el de los personajes sino el de las personas, el límite entre autoritarismo, demagogia y solipsismo es fluido, y todos parecen tener bastante de los tres
Este cuento es un nuevo intento por dominar al lector. No lo pensé así, naturalmente, del mismo modo que con aquel primer libro sólo pensaba en combinar planos, diluir fronteras y todos esos juegos intrascendentes con las trascendencias que entretienen a quienes nos encerramos en nuestros escritos para no tener que depender de nadie, ni que nadie dependa de nosotros. Agregarle al cuento mismo la instancia evaluadora de los “comments” debe ser una tentación constante para muchos escritores (no pocos lo deben hacer de hecho, ahora que lo pienso), pero en mi caso prima la fascinación por este hijo bastardo de las “cartas al director” (suelo leer y reenviar más los comments que las notas), deudora a su vez del gusto con que siempre he leído (y escrito) notas al pie. Otro acicate fue el de incorporar “las nuevas tecnologías” al relato tradicional, porque aportan dinamismo sin herir su efervescente quietud. De ahí que publicar esto en un sitio abierto a los ataques directos de lectores verdaderos creo que le haría perder la gracia. Si es que sin ellos alguna tiene. Y si no la tiene tampoco importa demasiado, a fin de cuentas sólo se trata de fracasar de nuevo, de fracasar mejor.
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