20 años en el espejo Los reportajes de Página/12 que testimonian dos décadas de la cultura, la sociedad y la política argentinas
› Por Miguel Briante
Publicado el 30 de junio de 1989
Definir a Carlos Alonso, a esta altura de su carrera en la plástica argentina e internacional, es una tautología, en la que siguen operando las simplificaciones más o menos cantadas: ilustrador (para algo dibujó El Matadero de Echeverría, El Romance del río Seco de Lugones, el Martín Fierro de José Hernández); pintor, con muestras realizadas en casi todas las ciudades argentinas, en Europa occidental y en América latina; dibujante de un dramatismo especial en aquellas muestras (recordadas entre muchas otras recordables) como “Lo ganado y lo perdido” y “Vida de pintor”. Alonso –nacido en Mendoza en 1929– volvió del exilio en 1983, y ahora está asentado en la tranquila localidad de Unquillo, Córdoba. De ahí bajó, hace unos días, para inaugurar una muestra con sus últimos dibujos, compartiendo la sala de la Fundación Banco Patricios junto con un dibujante joven y excepcional, Ariel Mlynarzwwicz, en una actitud de generosidad no muy común en los maestros. Alto, imponente como un actor acostumbrado a los protagónicos, Alonso no acepta que le digan que “está hecho un pibe”. “Me quedé en los ochenta”, cifra sonriendo.
–Y sin embargo está exponiendo con un chico joven.
–Eso no significa que no me haya quedado. Tal vez porque siento que el tiempo ya empieza a apretar. En lo único que sigo firme es en el trabajo. Al irme de Buenos Aires, decidí ponerme al costado de muchas cosas, salir del centro de la actividad y ponerme en el centro de mi trabajo. En Unquillo, allá en la sierra, somos unos cuarenta.
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