20 años en el espejo: Los reportajes de Página/12 que testimonian dos décadas de la cultura, la sociedad y la política argentinas
› Por Leonardo Moledo
Publicado el 13 de noviembre de 2005
Probablemente, cuando se escriba la historia de la ciencia argentina, desde los ’50 en adelante, el eje estará en los avatares de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA: al fin y al cabo, allí es donde se enseñan las disciplinas de avanzada: matemática, física, que estuvieron en la línea de frontera en el siglo XX hasta que la biología molecular y la nanoquímica (que también sientan allí sus reales) les disputaron el cetro. Después del golpe del ’55, se derrumbó la mediocre universidad peronista y empezó lo que se conoce como “época de oro”, liderada por la Facultad de Ciencias Exactas, que se colocó en la vanguardia, adoptando y reflejando las corrientes de pensamiento científico en el mundo, implementando la idea del profesor-investigador, comprando la primera computadora científica del país. Fue la época en que el decano era Rolando García, meteorólogo y epistemólogo piagetiano; el vicedecano era Manuel Sadosky (que introdujo la computación, que no era entonces ni la sombra de lo que es hoy) en el país; Oscar Varsavsky desarrollaba la matemática aplicada; José Giambiaggi elaboraba teorías sobre las partículas subatómicas; Cora Ratto y Enzo Gentile introducían la teoría de conjuntos y el álgebra moderna y Gregorio Klimovsky, la lógica matemática y las últimas corrientes epistemológicas, sin olvidar Eudeba, donde Boris Spivacow y Myriam Polak lanzaban miles de libros baratísimos y de suprema calidad. Cuando Onganía, un militar inculto y de pocas luces, derrocó al gobierno constitucional de Illia, intervino las universidades y se ensañó particularmente con Exactas (fue la “Noche de los Bastones Largos”), que se vació con la renuncia y partida hacia el exilio de sus más brillantes profesores. El pensamiento argentino se refugió en las catacumbas.
El golpe fue terrible, y duró. Sacando el breve interregno democrático de 1973-74, la UBA soportó primero la intervención fascista de Alberto Ottalagano, que permitió que circularan por la facultad grupos armados, y más tarde la de los años de plomo. Recién empezó a renacer en el ’83 y lentamente se encamina a una nueva cúspide.
Y Gregorio Klimovsky, matemático (discípulo del gran Rey Pastor), lógico, filósofo, pensador... –¿cómo calificar a la máxima autoridad en epistemología en la Argentina?– fue testigo, protagonista, coprotagonista y víctima también de todos esos avatares. Y de los del país: integrante casi desde el principio de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, integrante de la Conadep, decano de esa misma Facultad de la que lo echaron tantas veces... Hablar con él siempre es una experiencia, casi un documento. La publicación de su libro Las desventuras del conocimiento matemático, junto al poeta e historiador de la ciencia Guillermo Boido, es una excusa perfecta para dejarse envolver por su conversación.
–¿Le gusta la introducción que escribí?
–Sí, sí. Le agradezco los elogios.
–La verdad es que éste debe ser el décimo o el centésimo reportaje que le hago.
–Bueno, usted sabe que hay tres tipos de amistad: primero la de los cafés, la segunda, la de las mesas redondas, y la tercera la de los reportajes.
–¿Y no hay otras?...
–Debe haber, seguro, yo no hice una investigación exhaustiva.
–Bueno, entonces, salvo la de los cafés, tenemos las otras dos, porque compartimos mesas redondas...
–Sí, seguro.
–Y reportajes.
–También.
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