20 años en el espejo: Los reportajes de Página/12 que testimonian dos décadas de la cultura, la sociedad y la política argentinas
› Por Irina Hauser
Publicado el 31 de octubre de 2003
A Julio Nazareno lo conoció de casualidad en un evento de la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas. Levantó la mirada y lo vio ahí, con un habano entre los dedos. Un abogado los presentó:
–Sí, lo conozco de la televisión –contestó el riojano (por adopción) con su habitual desparpajo. Los letrados y funcionarios que estaban en la misma ronda se incomodaron al escuchar que el entonces cortesano confesaba conocer a uno de los más importantes penalistas argentinos, autor de varios libros y titular de cátedra, sólo porque lo vio en un programa de TV. Aquel día Eugenio Raúl Zaffaroni contuvo la sonrisa de desconcierto. Hoy asumirá en la Corte, donde llega después de un intenso proceso de selección con intervención de la sociedad, en el lugar que dejó vacante, precisamente, aquel amigo de Carlos Menem.
Zaffaroni fue juez, pero la Corte Suprema como lugar de trabajo todavía le parece “un misterio”, dice. Su casa de la calle Pujol es un cúmulo de muebles antiguos y adornos apilados. “Estoy de doble mudanza, de casa y de función”, explica el caos. Vestido todo de negro, se dispone a hablar en el hall sobre un sillón tapizado en terciopelo rojo bañado en polvillo. El sistema por el que fue seleccionado no lo convence del todo y ve el origen de ése y otros dilemas en que “el sistema presidencialista está agotado”.
Tiene infinidad de cuestionamientos a mucho de lo que ha hecho el tribunal en los últimos años, aunque cree que no habrá ahora mayoría automática. “Pero pensar que la Corte sea apolítica es absurdo”, sostiene.
En algunos puntos sienta posición: todos los supremos deberían revelar sus bienes, pagar impuesto a las Ganancias y, algún día, los mandatos de los magistrados deberían tener un plazo para dejar de ser vitalicios, dice. Marca, además, la urgencia de una definición sobre las leyes de obediencia debida y punto final, y en eso cree que la clave estará en lo que se diga sobre “la ley de anulación” dictada por el Congreso y no en declarar la inconstitucionalidad de las normas de impunidad.
Sabe que le espera mucho trabajo. “Lo que espero es llevar una vida normal”, dice, y confiesa que fantasea con poder salir a tomar aire y algún cafecito en el bar de la esquina de Tribunales.
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