› Por John Berger
1967
La gente dice que pienso demasiado en las mujeres”, le dijo en cierta ocasión Rodin a William Rothenstein. Pausa. “Pero, después de todo, ¿hay algo más importante en qué pensar?”
Este año se han impreso decenas de miles de ilustraciones con las esculturas de Rodin para su publicación en libros y revistas gráficas que conmemoran el cincuentenario de su muerte. El culto por los aniversarios es una forma de mantener informada, sin dificultad y superficialmente, a una “élite cultural” que, por razones de mercado, ha de ser continuamente ampliada. Es una manera de consumir historia, algo que no tiene nada que ver con comprenderla.
De todos los artistas de la segunda mitad del siglo XIX que hoy se consideran maestros, Rodin fue el único que recibió honores internacionales y el reconocimiento oficial de hombre ilustre durante su vida activa. Era un tradicionalista. “La idea de progreso –decía– es la peor de las hipocresías de la sociedad.” Procedente de una familia pequeño-burguesa parisina, llegó a ser un maestro. En la cumbre de su carrera artística tenía empleados a diez escultores para que tallaran los mármoles que lo harían famoso. A partir de 1900 declara unos ingresos anuales de 200.000 francos, pero probablemente eran mucho más elevados.
La visita al Hôtel Biron, el Museo Rodin de París, en donde pueden contemplarse versiones de la mayoría de sus obras, puede resultar una extraña experiencia. La casa está habitada por cientos de figuras: es como una casa o un taller de estatuas. Si uno se aproxima a una de ellas y, por decirlo así, la interroga con la mirada, descubrirá muchas cosas de interés, si no primordial, sí al menos secundario (el detalle de una mano, una boca, la idea sugerida por el título, etc.). Pero, a excepción de los estudios para el monumento a Balzac y del Hombre caminando, que, realizado veinte años antes, era una suerte de estudio profético para el monumento a este autor, no hay ni una sola figura que sobresalga o se afirme a sí misma conforme al primer principio de la escultura sin soporte aparente, lo que significa que ninguna figura está en función de su espacio real.
Todas son prisioneras de sus contornos. Producen un efecto acumulativo. El espectador enseguida percibe que estas esculturas existen bajo una terrible presión. Una presión invisible que inhibe y reduce a un mínimo acontecimiento superficial para las yemas de los dedos todo posible empuje hacia fuera. “La escultura –afirmaba Rodin– es sencillamente el arte de la depresión y la protuberancia. No hay manera de salir de esto.” Y así sucede sin duda en el Hôtel Biron. Es como si las figuras estuvieran forzadas a volver a la materia de la que están hechas: si aumentáramos esta misma presión, las figuras tridimensionales se convertirían en bajorrelieves, y si la aumentáramos todavía más, los bajorrelieves pasarían a ser simples huellas en el muro. Las puertas del infierno son una demostración gigantesca y enormemente compleja de esta presión. El Infierno es la fuerza que oprime a estas figuras contra la puerta. El pensador, que observa la escena, está aprisionado contra todo contacto: incluso el del aire lo horroriza, lo obliga a contraerse.
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