› Por Isabelle Rimbaud
Yo lo he visto aquí, cuando por última vez vino a nuestra casa. Inolvidables días, vigilias y noches que no volverán jamás, jamás, jamás.
Yo sostuve su cuerpo delicado. Yo llevé en mis brazos ese cuerpo sufrido y desfalleciente. Yo guié sus salidas, vigilé cada uno de sus pasos; yo lo conduje y acompañé a todos los lados que deseó; yo lo ayudé siempre a entrar, a subir, a descender; yo aparté de su único pie la trampa y el obstáculo.
Yo preparé su asiento, su cama y su mesa. Bocado a bocado, le he hecho comer y en sus labios vertí copas de bebida para apagar su sed.
Yo seguí atentamente el paso de las horas y los minutos. Al instante preciso, cada una de las pócimas recetadas le fue por mí ofrecida: ¡cuántas veces por día! Me dediqué días enteros a intentar distraerlo de sus pensamientos, de sus penas. Pasé las noches a la cabecera de su cama. Hubiera querido adormecerlo haciendo música pero la música habría llorado siempre.
El me pedía que fuera en plena noche en busca de la adormidera calmante, y yo iba allí. Tenía miedo, sola, lejos de él. En las tinieblas, me apresuraba; después preparaba los brebajes. Y las vigilias recomenzaban y duraban hasta la mañana; y cuando él se dormía, yo me quedaba cerca para observarlo, amarlo, rezar y llorar. Si me marchaba al alba, sin hacer ruido, él despertaba enseguida y su voz, su querida voz, me llamaba. Y yo acudía inmediatamente, feliz de poder servirle todavía más.
¡Cuántas veces, durante las mañanas, cuando él al fin conciliaba algún sosiego, me quedé horas, la oreja pegada contra su puerta, acechando su llamado, su respiración!
No fueron sino mis manos las que lo han cuidado, tocado, vestido, ayudado a sufrir. Jamás madre alguna ha podido experimentar soledad más viva por su hijo enfermo... El me hablaba del país que acababa de abandonar, me contaba de sus trabajos. Lo acosaban miles de recuerdos tanto del pasado como de la felicidad perdida; y las lágrimas le corrían, amargas, abundantes.
Yo trataba de calmar su dolor; era en vano: bien sabía que nunca más la vida le sonreiría. Impotente para consolarlo, muda, ante sus lágrimas que no cesaban de correr, veía cómo sus mejillas iban hundiéndose, cada día más, mientras su admirable rostro se demarcaba.
A menudo me preguntaba en lugar de quién –él tan bueno, tan caritativo, tan recto– podía soportar todos esos males atroces. Yo no sabía qué responderle. Tenía –y aún tengo– miedo de que fuera en mi propio lugar. ¡Desgracia!
Yo lo ayudé a morir y él, antes de abandonarme, quiso enseñarme la verdadera felicidad de la vida.
El, muriendo, me ayudó a vivir.
Más allá de los mares, en las montañas de la Etiopía, bajo el sol tórrido, donde el viento ardiente reseca los huesos y altera las médulas, cuántos agotamientos ha soportado. Ningún europeo intentó jamás, antes de él, realizar los trabajos a los cuales se sometió. Cuántos esfuerzos incesantes. Cuántas marchas.
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