› Por Graham Greene
Las mejores biografías, podría sostenerse, resultan de un conflicto y no de la capitulación. Uno se imagina al biógrafo, por más jovial que haya estado al emprender su tarea, contemplando hoscamente, tozudamente, con resentimiento, esa enorme masa de material intratable que cualquier vida representa. Un hombre vive setenta años: hacer que esto tenga sentido es una tarea más ardua que buscar un orden en los documentos de una mera guerra de cuatro años. Es imprescindible simplificar. Así vemos cómo Boswell descarta en unas pocas páginas más de la mitad de la vida de su biografiado, cómo Lytton Strachey elige una réplica representativa y no la suelta, como un hilo a través del laberinto.
La señora Ward, en cambio, siente demasiado afecto por su tema y está demasiado próxima a él como para poder reducir su material hasta lograr un retrato para los demás. Su biografía (Gilbert Keith Chesterton por Maisie Ward) tiene a menudo gran interés: es una corrección útil, y a veces explícita, del vulgar e incorrecto estudio de la familia Chesterton que hizo la esposa de Cecil Chesterton; pero es demasiado largo para su material, está demasiado estorbado por trivialidades afectuosas. Cuando amamos, atesoramos un fragmento de diálogo, una tarjeta postal, una moneda extranjera, pero “estas cosas tontas” deben excluirse de una biografía escrita para extraños. La señora Ward, muy amablemente, ha supuesto que todos sus lectores serían amigos de su biografiado; su libro habría sido mejor si hubiese advertido, como tampoco lo advirtieron los biógrafos de Stevenson, que con los grandes escritores los años inevitablemente acarrean enemigos. Uno también desea que hubiese tenido en cuenta más a menudo al público no católico. Observaciones como “el pan más sagrado” pueden ocurrírsele a Chesterton porque la cantidad diaria de comulgantes en Nôtre-Dame es insólitamente alta, pero revelan el embarazoso espíritu parroquial que impregna tanta literatura católica inglesa.
La bibliografía de Chesterton consiste en cien volúmenes, “el sereno y resuelto ejercicio de la libertad por una mente libre”, como lo expresa admirablemente la señora Ward. De esta producción enorme el tiempo elegirá. El tiempo suele elegir curiosamente, o así nos parece, aunque es más razonable suponer que somos nosotros quienes juzgamos excéntricamente. Y ya lo estamos demostrando en el caso de Chesterton: una generación que aprecia a Joyce, por alguna razón considera fatigosos los juegos de palabras igualmente fanáticos de Chesterton. Tal vez se deba a que hay una sospecha de liviandad en torno de Chesterton, y la generación que hoy se aproxima a la madurez ha sido particularmente seria. La señora Ward, por lo menos, podrá modificar esa opinión: se demora minuciosamente en las opiniones políticas de Chesterton. Se preocupaba con pasión por la libertad individual y por el patriotismo local, pero el partido que en gran medida inspiró hoy tiene un aire artificioso. Era un hombre demasiado bueno para la política: uno siente que nunca se internó lo suficiente en las intrincadas tinieblas del pensamiento político. Para ser un político, un hombre necesita ser psicólogo, y Chesterton no lo era, como lo demuestran sus novelas. Veía las cosas en términos absolutos de bien y mal, y su enorme caridad le impedía reconocer la proporción de engaño, común y ruin, que hay en la vida humana; para él, los políticos eran, en el peor de los casos, ángeles caídos.
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