VERANO12 • SUBNOTA
› Por Alejandro Dolina
Cómo reconocer a un artista
A lo largo de la historia, muchas personas inteligentes han reclamado el establecimiento de normas precisas para reconocer puntualmente a un artista.
Ocurre que mientras resulta relativamente fácil distinguir a un plomero de un impostor, la condición artística puede fingirse durante largos períodos sin que nadie sospeche el engaño.
El arte es un sutil asunto y las chambonadas no se hacen tan patentes como en la plomería: cuando una canilla gotea, uno ve el agua y se moja con ella; cuando un poema está mal escrito, no hay cataclismos exteriores que lo denuncien.
Hay algo más: en la civilización moderna, los artistas suelen alcanzar renombre y riqueza. Y ante estas recompensas, nada cuesta calcular que los postulantes a artistas deben ser muy numerosos.
A decir verdad, casi todas las personas del mundo sienten alguna vez en su vida la tentación de emprender tareas artísticas. Y muchos creen hacerlo sin haberse asomado siquiera al más pequeño de los misterios.
El estudiante que dibuja la cara de su novia, el comerciante que se compró un órgano eléctrico, la secretaria que busca palabras que rimen con Remigio, el publicitario que diseña anuncios para vender zoquetes, el periodista que explica el funcionamiento de la defensa de San Lorenzo... todos ellos habrán examinado sus módicas obras con un secreto orgullo de artistas. Sin embargo, los hombres de corazón saben bien que el arte es otra cosa, más cercana al llanto y a la fatalidad que al pasatiempo y al ingenio de los bachilleres.
Uno de los intentos más serios que se hicieron para terminar con la proliferación de falsos artistas, fue la creación de la escuela integral El Arte Sano.
Esta institución del barrio de Flores se proponía enseñar lo poco que puede enseñarse en estos asuntos y –fundamentalmente– someter a sus alumnos a pruebas durísimas cuyo improbable cumplimiento permitía obtener la ya legendaria tarjeta azul del artista sin cuento. Esta distinción –que nadie alcanzó jamás– acreditaba al poseedor como hombre de verdadero espíritu artístico y, según dicen, permitía obtener descuentos en algunas farmacias.
Vale la pena examinar ciertos aspectos del funcionamiento de esta escuela.
La primera materia que se cursaba era Incomprensión del Artista. Durante el curso los postulantes recitaban sus poemas, exhibían sus cuadros o cantaban sus canciones ante una mesa examinadora integrada por karatecas, médicos, cirujanos, vigilantes de la 43ª y patoteros profesionales. Estas personas se burlaban de los alumnos, los insultaban y llegado el caso los echaban a patadas. Es decir, seguían el criterio de Van Wyck Brook, quien –citado por Sabato– afirma que el artista necesita de cierta aspereza en el ambiente para revelarse o quizá para rebelarse. Los halagos y el aliento de los amigos y favorecedores generan una atmósfera complaciente. Y ya se sabe que no hay peor cosa que un artista satisfecho de sí mismo.
El segundo curso consistía en realidad en una continuación del primero. La asignatura se designaba con el nombre de Sufrimiento. Durante largos años, un grupo de educadores y personal contratado se encargaban de promover la desdicha del discípulo. Cada uno de los inscriptos era engañado por mujeres, atropellado por camiones y sometido a toda clase de vejámenes, no sólo durante las clases sino también en su vida particular.
Como se ve, los directores de la academia pensaban que el dolor y el arte son inseparables. Se trata de un concepto interesante, pero hay que aclarar que no todo dolor produce arte. Todos sabemos que Benjamin Franklin, cuando niño, estudiaba de noche a la luz de una vela. Lo que no significa que cualquier pibe que repita esta operación vaya a inventar el pararrayos. Sin embargo, la escuela integral recomendaba la imitación de los genios. Y así muchos alumnos repetían las pequeñas manías de los grandes creadores, creyendo que con eso bastaba. Todavía hoy puede observarse que cualquier sordo se cree Beethoven y que los mansfloras sienten que han escrito El retrato de Dorian Gray.
La disciplina de El Arte Sano era sumamente severa. Se obligaba a todos los aspirantes a conducirse como artistas en todas las horas de sus vidas. Esta medida se inspiraba en un pensamiento acertado: no se puede ser artista en los ratos libres. Hay que serlo siempre. Sin embargo, debemos confesar que el precepto se observaba con demasiado rigor. Los inspectores recorrían la barriada y si sorprendían a algún alumno destapando una canaleta, le gritaban:
–¿Qué clase de poeta es usted, que pierde tiempo en tonterías...? ¿Por qué no reflexiona acerca de la soledad y la muerte, caramba?
Y ahí nomás lo expulsaban.
No vaya a creerse que tanta insistencia en los asuntos éticos implicaba un desdén por la técnica.
Al contrario, los programas educativos contemplaban la realización de complicadísimos ejercicios de destreza: esculpir hormigas en mármol, escribir novelas prescindiendo de la letra “e”, tocar la trompeta con un gajo de limón en la boca, hacer zapateo americano en la arena y extraer en forma de soneto la raíz cuadrada de 564.
Sin duda, la historia del arte es también –como decía Arnold Hauser– la historia de los esfuerzos del artista por vencer las dificultades que se le oponen.
Pero esta loca gente de Flores razonó que cuanto mayor fuera la cantidad de dificultades, más grande sería la obra obtenida. Por esa causa se enseñaba siempre a elegir el camino más difícil. Lo que no está tan mal, después de todo.
Los jerarcas de la escuela integral firmaron numerosas solicitadas abogando por la implantación de la censura, entendiéndola precisamente como escollo destinado a fomentar la imaginación y templar el espíritu. Cada vez que alguna de sus publicaciones circulaba libremente, El Arte Sano ponía el grito en el cielo denunciando el infame atropello de las autoridades al no hostigar debidamente a los escritores.
En sus épocas de mayor esplendor, la institución de Flores cobijó diferentes corrientes de pensamiento. Como siempre ocurre en el barrio del Angel Gris, cada cuestión despertaba polémicas interminables y a cada momento surgían grupos de signo opuesto.
Por ejemplo, un sector docente sostenía que la misión del arte es la obtención de la verdad. Suena bastante bien. Pero hubo desaforados que pretendieron que todo lo verdadero es artístico.
Los más lúcidos hicieron la siguiente objeción: la lista de precios del restaurante La Aurora es ciertamente una colección de verdades irrefutables, sin que se advierta en ella el menor atisbo de arte. Más justo sería decir que todo lo artístico es verdadero.
Un movimiento interesante fue el de los Vindicadores de la Torre de Marfil. Afirmaban que los artistas con inquietud social estaban encerrados en otra torre, tal vez de cemento, en la que sólo se podían ver las injusticias y el sufrimiento, sin vislumbrar siquiera el amable mundo de las formas puras. Finalmente, en un gesto grandioso, la dirección decidió demoler ambas torres.
En épocas más recientes, un grupo de profesores jóvenes insistió en la conveniencia de desmitificar el arte. Liberarlo de sus elementos mágicos y académicos y bajarlo de su pedestal.
Los resultados fueron más bien lamentables. No resulta muy divertido que un mago explique sus trucos en el escenario, ni que los actores representen sus papeles sentados en la platea. Sin artificio no hay arte. Y todos sabemos que, en artísticas cuestiones, muchas veces las cosas deben ser falsas para parecer verdaderas. También se supo que estos profesores heréticos afirmaban que un artista es un hombre como cualquier otro, blasfemia que les ocasionó el despido.
Tampoco tuvo mucho éxito la corriente que reclamaba la activa participación del público en las obras artísticas.
Se intentaron exposiciones en las que los cuadros eran terminados por los asistentes a la muestra. Después, durante la representación de la ópera Falstaff, el director de la orquesta le gritó al público:
–¡A ver esas palmas...!
Más tarde, los poetas publicaron poesías a las que les faltaba el último verso, para que el lector las completara. Por lo general lo hacían con rimas chuscas y zafadas. Finalmente se realizó una experiencia teatral insólita: el escenario había sido reemplazado por otra platea y otro gallinero, con gente, acomodadores y carameleros. En un momento dado ya no se sabía quiénes eran los actores y quién era el público, lo que daba lugar a toda clase de confusiones.
Tantas bagatelas despertaban la reacción del cuerpo directivo. En sus últimos años, la escuela integral fue más dura que nunca. Un maestro de piano llegó a imponer a sus alumnos la tuberculosis obligatoria.
Si bien es cierto que El Arte Sano no nos dejó ningún artista, es necesario admitir que por lo menos desenmascaró a más de un farsante.
No es verdad que las calamidades conduzcan el arte. Pero es indispensable hacer saber a todo el mundo que para ser artista hay que pagar un alto precio. Debe uno resignarse a estudiar las arduas cuestiones técnicas. Debe uno sufrir y hacerse mala sangre allí donde otros pasan de largo. Debe uno aprender a ver secretas señales donde nadie ha visto nada. Debe uno atormentarse cuando siente que hay un verso que no será capaz de escribir nunca. Debe uno seguir ciegamente misteriosos llamados que conducen casi siempre a la desdicha. Debe uno pelear contra el destino, aun sabiendo que será derrotado.
Después –si tiene suerte– es probable que obtenga fama y dinero. Pero ya no le importará demasiado.
La escuela demencial de Flores se ha disuelto para siempre.
Pero no es inoportuno recordar algunos de sus postulados justamente ahora, cuando los fotógrafos y los locutores inscriben sus nombres en la historia de la creación artística.
Yo no sé, desde luego, qué cosa es el arte. Sospecho, sí, que debe ser algo fatal.
Y, como ya les dije alguna vez, me parece que algo tiene que ver con el llanto.
El cine en el barrio de Flores
Ciertos pensadores sentimentales sospechan que el arte de nuestros días soporta dos calamidades de sentido inverso.
La primera es la industria artística, esa espantosa conspiración de bachilleres y comerciantes que amenaza con hundir el sentido estético del mundo.
La segunda es la proliferación de aficionados y diletantes que pasan por artistas en sus horas ociosas, sin pagar los precios terribles que el destino cobra a los creadores cabales.
Los Hombres Sensibles de Flores creyeron ver en el Arte de Barrio un camino posible para eludir a los mercaderes y a los farsantes.
Y en los años dorados existió una mortecina pléyade de artistas rantifusos: músicos, pintores, cantores, poetas, dibujantes, payadores, billaristas, actores, fileteadores y prosistas.
Bien se advierte que todas estas artes, aun cuando requieren enormes sacrificios, no presuponen inversiones importantes en metálico y están al alcance de cualquier poligriyo. Las disciplinas costosas, las que requieren materiales caros o aparatos complicados, no prosperaron en Flores.
Todos sabemos, por ejemplo, que los pobres no hacen cine. A veces concurren a las salas para ver las películas, pero jamás las filman. Los sociólogos ingenuos podrán inferir la inexistencia de películas sobre la pobreza, lo cual –naturalmente– es falso.
Sin embargo, hubo en el barrio del Angel Gris un hombre pobre que hizo cine. Se llamó Julius Del Piero. Vale la pena recordarlo hoy que sus películas se han perdido para siempre.
Hubo una circunstancia fortuita que decidió la vocación de Del Piero: su vecindad con el inmigrante húngaro Lazlo Martok, célebre creador de los Cortísimos Metrajes, aquellas sucintas joyas cuya duración máxima alcanzaba los diez segundos. Del Piero fue discípulo de Martok y también saqueador puntual del depósito en que su maestro guardaba rollos vírgenes, cámaras y equipos de iluminación.
Las primeras realizaciones de Julius Del Piero fueron documentales. Citaremos Vecinos de la calle Artigas sacan la basura, Parejas afilando en Villa Luro y Sodería Scarinci: un establecimiento modelo.
Después de estos modestos ejercicios, Del Piero filmó su primer largometraje.
Su título fue La vida es una milonga. Se trata de un relato simple: un cantor de tangos triunfa en el centro y olvida a su novia del barrio de Floresta. Finalmente, desengañado de la gloria, vuelve a su antiguo amor y canta bajo su ventana. La película termina en mitad de la serenata, tal vez por capricho del realizador o quizá por la súbita terminación del rollo. En esta obra se advierte que Del Piero desconocía absolutamente la posibilidad del montaje. Hay una sola toma que se extiende a lo largo de toda la historia, lo que obliga al espectador a presenciar superfluos viajes de Floresta al centro y del centro a Floresta, así como también primeros planos de ventanas y cortinados que duran largos minutos y que –al aparecer– sirvieron para dar tiempo al cambio de ropas de los actores. La película dura una hora y cincuenta minutos, y ése es exactamente el tiempo que demoró Del Piero en filmarla.
Tampoco se le ocurrió nunca al genial director que la niñez y la madurez de un personaje podían ser interpretadas por actores diferentes. Así, hubo de esperar treinta años para completar la filmación de Y mañana serán químicos, obra de clima estudiantil que narra las travesuras de un grupo de jóvenes, quienes con el tiempo se convierten en respetables farmacéuticos. Al reanudar el trabajo, Del Piero convocó penosamente a los actores anteriores y tuvo que soportar una desalentadora realidad: muchos de ellos no se parecían en lo absoluto a los jóvenes que habían sido y casi ninguno tenía cara de farmacéutico.
El trato con los artistas más audaces del barrio fue despertando en Julius Del Piero un espíritu renovador del que careció en sus comienzos. Hijas de este criterio inconformista son sus mejores películas. Abajo y a la izquierda es una extraña realización. La pantalla aparece siempre oscura, salvo un pequeño cuadrado ubicado en el ángulo inferior izquierdo.
Lo que allí puede verse apenas sirve para adivinar que la acción principal transcurre o debería transcurrir en la zona eclipsada. A veces el movimiento del borde de un camino nos sugiere una persecución. Pequeñas llamas rastreras nos dejan presumir un gran incendio. La pata de una cama denuncia una posible escena de alcoba.
El sonido no ayuda mucho, pues las voces se oyen remotas y confusas, mientras los ruidos secundarios aparecen en primer plano. Algunos viajeros dicen haber visto la película en otros países y aseguran que unas pocas letras de la traducción asoman en ciertos pasajes. Mencionan una jota, dos haches y una e.
Cuando tuvo que trasladar al cine obras literarias, Del Piero fue respetuoso en extremo. Su versión de Gargantúa y Pantagruel mostraba únicamente a un señor leyendo:
–Muy ilustres bebedores... –y así hasta el final del extenso libro. Después de ver la película, Manuel Mandeb dio a conocer un opúsculo sobre la palabra y la imagen. Allí dice:
“... El mejor modo de contar una historia es utilizando palabras. Tratar de reemplazarlas por la imagen o la acción es un acto demencial.
“Figúrese uno a un sujeto que procura justificar su impuntualidad ante sus jefes, mostrando ilustraciones o haciendo gestos. Trate alguien de contarle a un niño el cuento de Blancanieves sin pronunciar palabra. En ambos casos el resultado será irrisorio.
“Los cuadros o las esculturas no relatan historias, ni mucho menos argumentan o razonan. Tal vez revelan secretos, muestran señales o producen emoción, pero es evidente que no han sido concebidos para consignar una sucesión de acontecimientos o reflexiones. Y cuando así ocurre, como en esas series de imágenes de los frisos medievales, el efecto no puede ser más confuso e insatisfactorio.
“Quizás el cine deba elegir entre dos caminos posibles o utiliza sin pudor todas las palabras que le hagan falta, o abandona la pretensión de contar historias.”
Julius Del Piero no tuvo mucha suerte con la crítica. Los diarios y las revistas jamás se ocuparon de él. Y en Flores, los implacables Críticos de la calle Condarco lo atacaron siempre con ferocidad.
En verdad, eran sujetos temibles. Se instalaban en el hall de los cines y allí daban a conocer sus opiniones a viva voz. Tenían como precepto el manifestar desagrado ante cualquier película. Merced a este recurso lograban fama de agudos, pues suele pensarse que cuanto más grande es una inteligencia, más difícil resulta complacerla. De este modo, la inteligencia perfecta es la que no halla jamás algo que la satisfaga. Los Críticos de la calle Condarco ejercitaban sus denuestos utilizando alternativamente la indignación, la ironía, el desprecio, la retórica o el silencio.
Seguramente el trabajo más logrado de Julius Del Piero fue su película circular llamada Continuado o racconto perpetuo. Su argumento se deja escribir así:
Unos turistas entran en una taberna. En una mesa alejada ven a un hombre y a una mujer. La mujer se levanta y se va lentamente. El hombre queda solo y comienza a recordar.
Recuerda momentos felices vividos junto a la mujer que se fue. Los dos pasean por un parque de diversiones. Suben a la vuelta al mundo y se besan. Después se encuentran con un anciano que vende globos. El viejo los mira y recuerda.
Recuerda aventuras en un barco. Se ve a sí mismo empuñando el timón. Hay una tempestad. Aparece el capitán y anuncia que el barco va a hundirse. El capitán sale a cubierta y, mientras el viento lo castiga, recuerda.
Recuerda un jardín donde él juega con sus hermanas. La más pequeña se sienta en un banco azul y recuerda.
Recuerda a su madre sirviendo la cena en una noche de invierno. La puerta se abre y entra un peregrino. Sin decir palabra, el hombre se sienta en un sillón y recuerda.
Recuerda a su hija preparándose para salir. La muchacha se mira al espejo y recuerda.
Recuerda su entrada, junto a un grupo de turistas, en una taberna. En una mesa alejada hay un hombre y una mujer. La mujer se levanta y se va lentamente. El hombre queda solo y comienza a recordar.
Recuerda momentos felices vividos junto a la mujer que se ha ido...
Nunca se supo cuál era el final, ni tampoco el principio de esta película constante. En los cines se proyectaba mediante un sistema de cinta sinfín. Los espectadores veían una o dos rondas y se iban. En los programas no constaba la duración. Del Piero sostenía que era eterna. Los Refutadores de Leyendas calculaban que una vuelta completa tardaba unas dos horas. No hay en toda la obra un solo título o indicación.
El caso contrario es el de la película Títulos, en cuyo exasperante transcurso se muestran los nombres de 1543 colaboradores, sin contar dedicatorias, agradecimientos o comercios y salvedades legales. Después del último nombre –que es precisamente el de Julius Del Piero–, la vista termina sin haber comenzado con un elegante Fin escrito en letras góticas.
Los Hombres Sensibles de Flores conocieron a Del Piero y algunos de ellos participaron –lastimosamente– en sus realizaciones.
El ruso Salzman logró, después de mucho rogar, un módico papel en Tomá tus veinte centavos, la creación más escabrosa del director.
Salzman debía protagonizar una fuerte escena de amor con la estrellita Mónica Coriale, cuya hermosura era ciertamente dolorosa.
En medio de la acción, Salzman se acercó a los técnicos y camarógrafos, y les pidió confidencialmente que se rajaran, pues tenía la sensación de haber seducido a la actriz.
–Me ha dicho que me ama –explicó.
Del Piero hizo notar que la frase era justamente la que pedía el libreto. El ruso se enfureció y advirtió a la estrella que con él nadie jugaba, ni siquiera en las películas.
Manuel Mandeb, a su turno, intervino en una policial que jamás pudo estrenarse. El polígrafo no respetaba las indicaciones, hacía continuos visajes a las cámaras y no hubo forma de evitar que cantara “Sueño querido”, un tango que le salía bastante bien, pero que nada tenía que ver con el argumento.
–Usted será el director –gritó Mandeb–. Pero sepa que yo he cantado “Sueño querido” en asados, cumpleaños y casorios durante muchos años, y no voy a dejar de cantarlo justamente ahora.
Las últimas películas de Julius Del Piero revelaban ya su decadencia. Lazlo Martok había empezado a desconfiar y cerraba su galpón con doble candado. Ya sin poder abastecerse con dignidad, Del Piero debió recurrir a productores que lo obligaban a filmar temas insignificantes.
A pesar de todo, poco antes de su misteriosa partida, Del Piero alcanzó a completar la obra Llegando tarde, delicada expresión de artista maduro y tal vez desengañado.
En esta película, la cámara llega siempre después de los sucesos. De las riñas en la taberna, sólo alcanza a verse el establecimiento destrozado. De los diálogos sabrosos, apenas si se oyen las despedidas. Las escenas musicales son imágenes de los violinistas guardando los instrumentos. Las grandes fiestas se muestran cuando todos ya se han ido. El robo del siglo es el ladrón tras las rejas.
La película solía exhibirse antes de los horarios establecidos para que los espectadores se presentaran justo sobre el final.
Una tarde, Julius Del Piero enfocó sus cámaras hacia los campanarios y comenzó la filmación de Siguiendo a las golondrinas. La última vez que lo vieron iba por Nazca hacia el norte, mirando hacia arriba, trotando y llevándose por delante a las personas.
Al parecer, no quedan copias de sus películas, lo que nos permite decir cualquier cosa sobre ellas sin temor a ser desmentidos.
Del Piero fue un artista de barrio, un creador auténtico que supo pagar el precio que otros regatean.
–¿Cuál es ese precio? –preguntan los aficionados.
El precio de todo es todo.
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