VERANO12 • SUBNOTA
El enemigo se me parece. Tanto. ¿No seré yo? Como en la dialéctica del doppelgänger de Poe en William Wilson, si elimino al otro, morimos los dos. Esta puede ser una vuelta intelectual para comprender una guerra, pero no alcanza. En la superficie están los nobles valores patrios que encubren los intereses de los poderosos y por debajo, tendales de muertos inocentes. Aunque no creo que la literatura pueda arreglar demasiado en este aspecto, escribí, como tantos, sobre la Guerra de Malvinas. Transcurría el 2008 y Esther Cross y Angela Pradelli me llamaron para participar en una Biblia por escritores. Pensando en Melville, en Conrad, en Stevenson, pensé en el mar y pensé en Jonás, su prueba de fe dentro del vientre de la ballena. Y pensé, al mismo tiempo, en Malvinas. La prueba de fe que dos gobiernos hambreadores (los milicos argentinos de este lado, la Thatcher del otro lado) exigieron a pobres pibes asolados por la mishiadura económica. A los milicos y a la Thatcher la guerra les vino fenómeno para patear la pelota afuera. Un pensamiento perverso, pero que puede ser realista: la democracia se la debemos a los ingleses. Soy consciente de que este argumento irritará a muchos. Especialmente a los veteranos que asumieron la prueba de fe. Miren los retratos de Juan Travnik de los ex combatientes y díganme dónde fue a parar la fe patriótica de los que se jugaron en nombre de causa patria. Las imágenes sobre Malvinas son siempre estremecedoras. Y su literatura no se queda atrás. Desde el pionero Fogwill a la fecha hay narraciones que vuelcan diferentes perspectivas, pero que coinciden en un punto: la guerra es un crimen. Y los responsables no la pagan. Dal Masetto, Feinmann, Soriano, Pron. Rivera, Borges, Esteban, Gamerro, Rodrigo Fresán (con ese cuento memorable del pibe argentino que ansía ser prisionero inglés para llegar a ver a los Rolling, cuento que expresa una contradicción de la que no se habla), hasta llegar a las crónicas tristes y afinadas que escribió Belgrano Rawson post Malvinas, son solamente algunos de los autores que describieron el horror. Y, no me cabe duda, seguirán escribiéndose más. Y más. Porque la herida no se ha cerrado. Pero uno de los testimonios que más me impresionaron siempre fue el libro documental del soldado británico Vincent Bramley. Terminada la guerra, Bramley vino a nuestro país y buscó reencontrarse con sus “enemigos” y conversar reconstruyendo la desgarradora experiencia compartida en el terreno. Al venir al país, al andar por los suburbios, al adentrarse en el conurbano, lo sorprendieron lo parecidos que eran los combatientes de ambos frentes en su pobreza. Bramley comprobó también que la suerte de los pibes argies que combatieron en Malvinas no había sido diferente de la de los ingleses. Pertenecían a barrios miserables, no lograban reinsertarse, seguían destinados a una vida de explotación, marginalidad y sometimiento. Del mismo modo que Gran Bretaña escondió a sus héroes víctimas bajo la alfombra, Argentina también. La guerra no había existido. Era una pesadilla que convenía olvidar. Entonces pensé en escribir un cuento desde otro lugar, desde el otro, mi semejante. ¿Era este semejante mi enemigo? ¿O lo era un sistema, el capitalista, cuya mayor industria rentable, además de la farmacológica, es la bélica, y su conjunción, porque suelen trabajar juntas? Por más monumentos que consagren los nombres de los muertos, el crimen sigue y seguirá impune. Dificulto que un relato, cualquiera, pueda modificar lo ocurrido. Pero quizá sirva para advertir que Vincent podía llamarse Vicente. Y haber estado de este lado. Las coincidencias que Vincent pudo encontrar entre las víctimas de aquel lado y de este fueron los detonantes de este cuento. Pensar que uno siempre es otro. Y al liquidar al otro, eso que muere en uno es uno. Una última reflexión: el Dios que salvó a Jonás, no salvó a los chicos de la guerra. Es un Dios sin culpa que instiga las incontables guerras que se desarrollan en el mundo mientras ustedes leen esta línea. Porque Dios quizás es el socio más interesado en el negocio de la muerte, que desde el comienzo de los tiempos no es otra cosa que la facturación de la culpa.
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