Jue 03.02.2011

VERANO12 • SUBNOTA

El cuento por su autor

Hay un motivo secreto por el que un escritor puede elegir un relato entre todos los suyos: la felicidad que sintió al escribirlo. Una felicidad que es mucho más que alegría, aunque por supuesto la incluya. Somos felices cuando sentimos que un secreto nos ha elegido para contarse; cuando ya no somos un yo que elige y se aplica a contar, sino una marioneta al servicio de ese secreto ventrílocuo.

Existen escritores afortunados, digamos, por la adecuación a su época. Se sienten incómodos en ella –sin esa incomodidad no existe la literatura– pero no con los modos en que ésta se cuenta a sí misma. Desde los comienzos, en cada una de sus líneas uno reconoce el resplandor de esa virtud sin la que ningún arte es posible: la convicción. Están convencidos de que deben contar lo que cuentan, y que el lector está esperando que le cuenten exactamente eso y así. Escriben al socaire de su propia felicidad huracanada. Pero existe un segundo grupo de escritores para quienes escribir no es el trabajo de aplicar una forma, sino el esfuerzo de ir buscándola; la mayor parte de sus relatos resulta del experimento que permita expresar al rincón del mundo en que habitan. Para bien o para mal, siempre me sentí parte de esta segunda cofradía de los experimentos casi siempre fracasados: si quería ser fiel a mi rincón, debía buscar, en otras épocas y en otros ámbitos, de otros modos de contar hasta que alguno, por fin, fuera verdadera poesía.

Escribí “La historia” en 1995, poco después de terminar la novela Inglaterra. Una fábula, inspirado en alguna de tantas anécdotas fabulosas (ya no recuerdo cuál) que había descubierto en libros sobre Tierra del Fuego. Fuegia, la decisiva novela de Belgrano Rawson, me había sugerido que podía hablar de aquel pasado sobre el que de chico me hablaba mi padre, marinero de YPF, para, secretamente, descifrar y cifrar el tiempo que vivíamos. Como a tantos autores y lectores de aquel boom de la novela histórica, me fascinaban las coincidencias entre el fin del siglo XIX, la consolidación de las naciones, la división internacional del trabajo y los albores de los totalitarismos, y aquel ominoso fin del siglo XX del menemismo y la globalización. Construir relatos inspirados en aquella época lejana, con el trasfondo del exterminio de los “pueblos originarios”, me permitía hablar, en tiempos del indulto, del genocidio de los años ’70 y, sobre todo, del drama cotidiano de los familiares de las víctimas, con quienes convivía, y de quienes un entramado de causas mucho más complejo que la simple coacción del enemigo impedía hablar con la claridad que hoy se ha conquistado.

En fin, “La historia” me dio felicidad porque las desventuras de esos ancianos ingleses y esos niños indios, tan distintos de cualquier ser humano real, pero sobre todo del estudiante de Letras que las imaginaba en uno de los monoblocks del Fuerte Apache platense, revelaban ciertas cosas de mí que no habría podido revelar ninguna autobiografía, quizá porque ni yo mismo me atrevía a reconocerlas. Pero, sobre todo, porque desde la primera frase sentí que en el texto se entretejían armónicamente, como hilos en un mismo tapiz, estéticas tan diferentes que a menudo las había sentido enemigas, señales de incurable contradicción. En primer lugar, la estética del relato anónimo, con su tono de confidencia en torno a la hoguera primigenia, sus personajes planos, su estructura musical y su crueldad sin explicación ni justicia. (Quizás, ahora, no esté hablando de otra cosa que de mi disidencia con el realismo, y quien me arrancó definitivamente de él fue el personaje del Lobo, que no es ningún lobo real, existente en la Patagonia, sino el gran Lobo de los cuentos de hadas, terror de niños y pastores.) En segundo lugar, la fabulosa profusión narrativa que admiraba en Los Simpson, donde cada escena parece esconder otra que a su vez encierra otra, en un juego de cajas chinas que suponemos infinitos; a conseguir en palabras este barroquismo veloz me ayudaron mucho las lecciones de Goffredo Parise. En tercer lugar, la forma en que Angela Carter consigue, en su propias reescrituras de los cuentos de hadas de Perrault, evitar los riesgos del infantilismo y del didactismo, gracias a constantes estocadas de humor y causticidad feminista.

El título “La historia” es un homenaje a Elsa Morante, pero también una ironía respecto de nuestra capacidad de representarla. Mi cuento habla de un fragmento de la historia presentándola como un mito de origen que reconozcamos como artificio; sí, un mito en el que nadie puede creer, pero que pretendió introducir, en la noche de mis años ’90, una pequeñísima luz de alegría, compasión y solidaridad humanas.

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