Mar 22.02.2011

VERANO12 • SUBNOTA

El cuento por su autor

Utilizo muchos ingredientes para escribir mis cuentos. Uno va juntando situaciones que vivió, rasgos de personajes, relatos de conocidos, ámbitos y climas, hasta que la voluntad dispone el momento de sentarse a conjugar todos esos elementos en un relato. Allí comienza un juego de tensiones. Supongo que, cuando llega un circo a un pueblo, debe darse una situación similar a la hora de armar la gran carpa debajo de la que se presentará el espectáculo. Uno tiene todo ese material, que fue anotando en papelitos o que simplemente recuerda, y sospecha que, si lo combina de una manera adecuada, servirá para poner de manifiesto una verdad. No una verdad inmediata ni conceptual, sino una más bien vaga, inasible, pero no por eso menos certera. Esta es la esperanza, que siempre termina por esfumarse cuando uno siente que está cerca. El texto es el único testimonio que queda de esa instancia.

Para componer “Los coristas” usé una historia que me contó Pele, un gran amigo. Pele es infectólogo. Le gusta el cine pero no es un fanático, tiene siete u ocho películas con las que arma su canon, entre ellas se cuenta Crímenes y pecados. Es un tipo mordaz y de un sentido del humor que alterna la acidez con el absurdo. Lo admiro por muchos motivos, pero creo que, si alguien me preguntara cuáles son los dos por los que se destaca, no tendría que pensar mucho la respuesta. El primero tiene que ver con su capacidad de observación; es sumamente minucioso mirando aquello que le interesa del mundo (o lo que le parece grotesco o estúpido) y tiene un notable poder de síntesis para rescatar el detalle justo que da cuenta del perfil de una persona (que destaca su miseria o su grandeza, aunque más a menudo su miseria). El segundo se relaciona con sus facultades como narrador oral. El tipo empieza a contar cualquier historia y se detiene el universo. No se trata sólo de la pasión con la que habla, sino de su punto de vista, es decir, de las escenas que elige para armar su historia. Una maravilla.

Hace unos cuantos veranos, Pele estaba saliendo con una chica muy linda que no lo dejaba fumar. Trataba de cuidarlo: andaba (anda todavía) en dos atados y medio diarios. Sufría la abstinencia como un condenado. Entonces se fugaba: me pasaba a buscar con el auto, abríamos las ventanillas y el loco se despachaba un cigarrillo detrás del otro. Mientras fumaba, me contaba cosas. Esa vez, se enganchó con un episodio que había vivido en una secundaria de Constitución. La cuestión era simple: había formado parte de un coro que al comienzo fue muy exitoso y que, después de un tiempo, por una cuestión externa, pasó a ser la lacra de la institución. El protagónico se lo llevaba un rector venenoso, Scarsi de apellido, que se ocupó de humillar a los coreutas en general y al solista en particular, el entrañable negro Nieva. La estrategia de Scarsi me pareció tan siniestra y, además, con un peso simbólico tan fuerte en un país como el nuestro, que no pude olvidarla. Cuando Pele terminó su relato, habíamos llegado a Chascomús. No podíamos creerlo.

Cuando me propuse escribir la historia de Nieva y sus compañeros, imaginé que podía agregarle tensión narrativa si la sacaba de Constitución. La acción transcurre en la ciudad de La Plata. El protagonista, Leandro Araujo, ya existía en otro cuento. Es un personaje que viene expulsado de Mar del Plata por desencuentros e indiscreciones y termina en el Hotel Toledo, que es una especie de hogar de sobrevivientes. Me pareció que el pasado remoto de Araujo, su adolescencia, tranquilamente podía guardar los hechos que Pele me contó. También me atrajo la idea de imaginar lo que el tiempo había hecho con Scarsi. Los que se encuentran en el Toledo son otras personas, dos hombres que se desconocen; sin embargo, hay vivencias que por determinantes jamás se olvidan.

Nota madre

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