VERANO12 • SUBNOTA › OLIVERIO COELHO
Llega a la estación Pacífico. El resultado de la biopsia, ese veredicto que quizá dure en sus manos uno, dos o tres días, hasta transformarse en sentencia, le impide discernir qué está prohibido y qué no en esa ciudad sitiada por el sol. Cruza la avenida Santa Fe con semáforo en rojo. Los autos se detienen respetuosamente, en cámara lenta, como si cruzara un fantasma. Sauri, con la cabeza gacha, pisando cada franja blanca de la senda peatonal, se pregunta cuál será la velocidad de la muerte. Su padre espera en la mesa del bar del Hotel Pacífico, esquina Godoy Cruz y Santa Fe, donde cada día, desde hace cuatro meses, cuando se descubrió enfermo y decidió separarse y mudarse a Buenos Aires, lee los clasificados del diario en busca de oportunidades de trabajo, autos antiguos y, en definitiva, toda clase de excusas que alimenten un espejismo: que tiene toda la vida por delante.
El bar es neutro, como la mayoría de los locales antiguos remodelados para ser modernos en una década que envejeció a pasos acelerados con la miseria y el desempleo. Al ver entrar a Sauri, el padre se incorpora, choca con el borde de la mesa y se vuelca el café. Ignora que su hijo transporta la sentencia. Todavía confía en la salvación; no ve en él a un mensajero de la fatalidad sino a un hijo al que ha recuperado y que ahora, en la enfermedad, es el único que quizá lo asista y batalle con la burocracia médica. El único que, pese a los tantos años que llevan sin verse, está listo para acompañarlo hasta el final. Cree que el encuentro, una rutina que desde que, semanas atrás, el neumonólogo le señaló la posibilidad de un tumor maligno, es uno más entre tantos. Al igual que el día anterior, especularán sobre planes posteriores a la cura y compartirán risas levemente impostadas por el tiempo que separa, en una misma realidad, a un hombre que al borde de los cuarenta debe decidir qué hacer con su vida y a un hombre afantasmado por la posibilidad de morir.
A diferencia de días anteriores, el padre le propone dejar el café. Como si leyera sus pensamientos, el hijo le propone ir al Hipódromo de Palermo. Desde los dieciocho años ha sentido periódicamente una atracción compulsiva por los casinos y los hipódromos, cosa que ha controlado limitándose a seguir las carreras por el canal Crónica, a estudiar los ciclos del azar en la ruleta y leer libros sobre poker, sin implementar nunca ese saber conquistado.
Son diez cuadras a pie que el padre se niega a caminar y que la línea 34 cubre conectando la estación de tren Pacífico con ese infierno de derrotados que el clima festivo de cada carrera y los pura sangre expuestos en la redonda transforman en un pasajero edén.
Pese a las señales inequívocas de enfermedad, el padre prende un cigarrillo. Apenas alcanza a darle tres pitadas, porque el 34, a lo lejos, balanceándose como una barca, asoma la trompa azul con faros redondeados entre la marea de autos. Recién en ese momento, después de preguntarse durante años por qué su padre evita caminar y elige tomarse colectivos, entiende que en realidad lo que le incomoda de andar a pie es no poder fumar. Aunque fuma en todo momento del día, antes de dormir y antes de desayunar, no ha logrado implementar una técnica para fumar caminando. Cualquiera diría, al verlo prender un cigarrillo con la colilla del anterior, que ha tenido una vida caótica, tironeada por decepciones, penurias económicas y angustias amorosas de todo tipo. Pero es en realidad Sauri el que, sin fumar más que porros, ha llevado esa vida y el que ha vivido torturado en Buenos Aires por no saber criar un hijo que dejó en Laprida y en ese momento tiene la misma edad que él cuando fue padre.
El colectivo está repleto de hombres. Algunos van en grupo, pero de cualquier manera tienen aspecto de hombres solos. Hablan como si fueran por primera vez al hipódromo y no hubieran perdido nunca, aunque por la complejidad de las referencias cruzadas en torno a los jockeys y a los cuidadores, las señales de esperanza contrastan con esa evidencia de fracaso que en el hipódromo y el casino representa el exceso de erudición.
A Luis Alberto el colectivo le parece una barca que atraviesa el río Leteo. Se le ocurre que sin saberlo están negociando el modo de suspender una condena. Le dice a su hijo, quien después de sacar los boletos se ha sentado a su lado, al fondo, que en la década del cincuenta, antes de conocer a la que sería su futura esposa y seguirla a Laprida cuando ella “se embarazó de vos”, iba al hipódromo todos los fines de semana. El paddock estaba repleto y los mozos se paseaban con pavos humeantes en bandejas de plata y el furor de la tribuna cada vez que Yatasto cruzaba el disco se comparaba con los gritos que en Plaza de Mayo arrancaba el general Perón. “El culto a los burros se degradó, pero el hipódromo es lo único que queda de mi Buenos Aires... Una época de glorias perdidas”, y con la mirada parece acusar a todos los presentes, que según su hipótesis son bastardos, porteños que le han vendido el alma al diablo. “Como el tango... cuando desaparecieron los compadritos, se fue a la mierda, se convirtió en espectáculo”, hace una de esas pausas que algunos hombres saben introducir para que no se les ahogue el fuego de la nostalgia. “Troilo era un esperpento. Julio Sosa, Goyeneche, unos fallutos, porteños degradados. No estuvo tan mal Laprida si no fuera por tu mamá... Fueron muchos años, nos empobrecimos, para qué hablar de todo esto ahora, ¿no?”, mastica algo y trata de saltar del asiento con un impulso que no tiene, pero le llega, como un último flujo de energía retenido en un recuerdo –Yatasto, el pavo y Perón, todo en un mismo banquete cristalino– que tiene casi cinco décadas: “Nos tenemos que bajar”.
Padre e hijo saltan del asiento antes que la manada de jugadores marche hacia la puerta trasera del colectivo. Para el padre de Sauri, esos hombres que van al hipódromo a paladear el regusto de un arte que ya no existe, son a los burreros del año cincuenta lo que Aníbal Troilo a Eduardo Arolas. Hasta ese día, Sauri nunca confió en la suerte. O nunca creyó que existieran personas menos desafortunadas que otras en el azar sino personas señaladas, prodigios, por lo cual se había mantenido lejos de las apuestas y había limitado su infortunio a fracasos que tenía el honor de declarar “autoinducidos”, como había sucedido con el ajedrez.
El racimo de jubilados dispersos en el paddock, dirimiendo estadísticas en torno a la revista del Hipódromo de Palermo, contrasta con lo que vieron insinuado en el colectivo minutos antes: esas mismas treinta personas que en el 34 estimulaban un clima de riña y decadencia, en las gradas del Hipódromo de Palermo se vuelven insignificantes, como sobrevivientes que, en vez apostar, descifran un posible zodíaco en la topografía de un mundo posnuclear. Quizás alguno de los presentes acierte el séxtuplo de su vida y recupere el departamento y la mujer de oro que lo abandonó cuando se acabaron las vacaciones en Mar del Plata y el dinero para las pilchas.
Padre e hijo se acercan a la redonda en la que se exhiben, como bestias a punto de ser sacrificadas, caballos lustrosos que el cuidador de turno pasea del cabestro. En cada músculo, Sauri lee un destello de humanidad. Piensa que pese a contener una perfección mitológica –o precisamente por eso– en cada uno está dispuesta la falla de la muerte. En cualquier momento, como una máquina, el organismo tasado de esas bestias puede quebrarse y el caballo caer en la amnesia: transformarse en un animal socialmente inservible, sin instinto. Sauri ignora por completo que el caballo, una vez domado y transformado en máquina, está encerrado en su instinto como un padre en la paternidad.
Aunque Luis Alberto sabe desde sus épocas mozas que no debe guiarse por la apariencia vigorosa y el manto perlado de un caballo, ahora elige a sus favoritos de esa manera, como si fuera su última apuesta y decidiera en esa instancia volverse un supersticioso del pálpito: hay tres zainos, un lobuno, dos moros, un ruano, un cebruno, un sabino y un palomo. El sabino y el lobuno despiertan su predilección; son a su especie lo que él al género humano: animales sobre los que pesa una diferencia. Sólo que en su caso la diferencia está camuflada en la enfermedad.
Sauri se concentra en inspeccionar el programa mientras ojea desinteresado la silueta de cada competidor exhibido en la redonda. En el programa oficial de ésa, la quinta carrera, se detallan las cuatro últimas performances de los ocho competidores, la caballeriza y el origen del padre y de la madre. Decide apostar por caballos cuyos padres sean extranjeros. Supone que eso puede darle ventaja a Lucky for Sale o a Silent Diva, ambos de EE.UU., por sobre los demás caballos de linaje local.
Con las apuestas decididas se dirigen al borde de la pista, donde por turnos los mismos caballos pasan al trote. En la monta, los jockeys de casacas coloridas tienen el aire orgulloso que les da haber sembrado una gloria pasajera a pesar de sus tallas minúsculas, casi contrahechas. Sauri le dice a su padre que el jockey debiera consagrarse en la sociedad como una figura mitológica que posee el don de canalizar la desgracia de los demás, aumentándola o mitigándola, según la decisión y las órdenes que reciba. “En serio”, contesta un poco ausente el padre. Alguna vez él mismo, que ahora apuesta como si ignorara todo sobre turf y creyera en el azar, le contó que la mayoría de las carreras estaban arregladas y si un caballo pagaba poco, los jockeys en general iban al bombo. De modo que en realidad la pureza física, que en ellos se confunde con la pequeñez y el orgullo de ser estrellas opacas que cada tanto, con la exaltación de un jugador de fútbol, dan minientrevistas para canales deportivos, no sirve de nada, también están contaminados por la vanidad y el dinero y han dejado atrás, como cualquier talento joven, la instancia en que la gloria parecía innegociable.
A Sauri no se le ocurre pensar que a alguien condenado a muerte le está negada la gracia, aunque la lógica indicaría que la suerte llega cuando uno ya no tiene tiempo de aprovecharla. Durante horas, sucesivamente, mientras la luz se vuelve parda y cae una tarde más en la historia de las derrotas en el Hipódromo de Palermo, apuestan en la sexta, séptima, la octava, la novena y la décima carrera, siempre siguiendo el mismo método intuitivo. El padre arma su apuesta a partir de la belleza del caballo –al fin y al cabo, la proximidad de la muerte conduce una estética–; Sauri a partir de los antecedentes, las últimas performances y el origen del competidor. En ninguna carrera los caballos que elige su padre quedan entre los tres primeros. Difícil imaginar a alguien tan desafortunado en el juego. Incluso si la apuesta coincide con las fijas de la carrera, el caballo favorito cruza el disco séptimo entre ocho competidores. De alguna manera –y esto Sauri lo percibe y lo siente como un signo de mal agüero–, su padre porta un maleficio. Esa tarde, la mala racha es una cuestión de sangre. Ni siquiera estudiando todos los tickets de las apuestas que ha hecho en cada carrera logra descifrar el sentido de esa maldición. No es una cuestión de números primos, ni de números pares, ni de caballerizas, ni de jockeys, ni de chaquetillas. Al padre la derrota, sin embargo, no parece afectarlo, como si en realidad en el hipódromo no se pudiera ir más que a perder. Por el contrario, Sauri casi no puede disfrutar de los esporádicos aciertos, ni de una trifecta inesperada con la cual recupera todas las apuestas del día, ya que intuye que la mala suerte de su padre es un presagio: la muerte ronda.
Al salir del hipódromo cruzan la Avenida del Libertador. Piensa que es una pena que justo cuando se dispone a tener una relación frontal con su padre asome la fatalidad, aunque tal vez sea a la inversa y la enfermedad torne urgente esa relación lateral. Quizá sea la sombra de la muerte, también, la que interrumpió un matrimonio tóxico que nunca debió haber comenzado cuarenta años atrás. La decisión de volver a Buenos Aires y dejar a una mujer que en el fondo transformó a un joven lozano en un arquetipo de la moral provinciana, incidió en la responsabilidad que Sauri asumió al acompañarlo hasta el final.
Los últimos burreros se dispersan, muchos van hacia la estación de tren más cercana o esperan esa barca con el 34 grabado en la proa que transporta almas consumidas. Por otra puerta del hipódromo, a lo lejos, entre luces que se reflejan en el asfalto, llegan hordas enfermizas de noctámbulos que hasta la madrugada, en las máquinas tragamonedas situadas en el subsuelo del hipódromo, apostarán frenéticamente. Luis Alberto lo toma del brazo, lo aferra, y le dice, casi al pasar, como si se disculpara por lo tarde y a la vez leyera en el mal don un presagio, que bajo la mesada de la cocina hay un paquete con dólares que sacó del banco antes del corralito. E inmediatamente cruza los dedos sobre un labio y le dice: “No le digas nada a tu mamá, invertilos, es el comienzo, en un año te hacés rico, vos sabes lo que es la vida, no te pido nada más... Disculpame por todo... siempre quise decirte que admiro tu libertad”, y le palmea la espalda, y aunque a la escena le sentarían algunas lágrimas de cocodrilo, el padre prefiere disculparse con una sonrisa melancólica por todo lo que no entendió cuando era joven y agrega: “Ojalá nunca trates de formar una familia de nuevo”.
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