VERANO12 • SUBNOTA › GUSTAVO NIELSEN
“Santuario para perros.” El dibujante había escrito esa frase en la primera página. Había llegado hasta la orilla para hacer un croquis del barco. Llevaba un plumín, una pluma cucharita, un pincel número dos, un frasco de tinta china a la perla, una barra de grafito y un block. Había buscado el mejor ángulo: se veían la proa y la popa encalladas en la arena y quedaba bien claro que eran cosas separadas, que el barco se había dividido en dos, se había podrido al medio y cortado, por fin, en proa y popa propiamente dichas, exagerando esa vocación de todo barco por tener dos lugares. Trazó una línea curva en mitad de la hoja, que representaba el tobogán descendente de la playa. Trazó una recta; el horizonte. Después acostó un triángulo isósceles sobre uno de sus lados y tuvo las proporciones de la proa. Hundió en la playa los extremos de una herradura y tuvo el contorno de la popa. Las figuras estaban levemente encimadas. Era raro que hubiera escrito una frase antes de empezar a dibujar. Quizás había sido porque ese barco abandonado, esos restos tirados en medio de un balneario desierto en mitad del invierno, realmente le habían producido el efecto de un sitio sagrado, adonde uno terminaría peregrinando, aunque no supiera rezar.
Era un muchacho rubio y desgarbado, con una inclinación natural del cuerpo hacia las hojas blancas de su block. Parecía como si no tuviese espalda, piernas, nuca. Todo lo que valía en él era el espacio magnético creado entre la página, su torso vencido, la mirada clavada en el barco y en lo blanco, en el barco y en los bosquejos, en el barco y en el dibujo del barco. En los detalles reales y en los inventados por la tinta. Su mano derecha sostenía la pluma, la mojaba en el tintero, la deslizaba sobre el papel. Su mano izquierda aferraba las hojas para que el viento no se las llevara. Cuando terminó de dibujar, clavó el plumín en la arena y tomó el pincel.
La playa se exhibía al sol con una lejana impudicia, como si fuera una mujer decidida a desnudarse en un lugar ajeno, dueño de otras costumbres. El viento se colaba por la ropa del dibujante y le hacía gotear la nariz. Constantemente levantaba el pincel para pasarse el dorso de la mano por el agua, y aspiraba un corto aire húmedo y salado. La luminosidad era buena. El pincel dibujó largas manchas negras, extendidas. Eran las siete de la mañana y el sol aún estaba bajo. El dibujante se había levantado al amanecer para poder captar la extensión de esas sombras.
El barco no era otra cosa que un fierro oxidado. Los agujeros entre las cuadernas abrían interiores a los que no debería haber llegado nunca la luz. El sol dejaba al descubierto sus tripas. La impronta de unos mosaicos sueltos indicaba un baño, locales con circuitos y codos de metal interrumpido dejaban intuir una maquinaria. Angulos, vigas, soportes, arcos, tapas cerradas, tuercas soldadas a bulones, petrificaciones de cloacas vacías, una cabeza de medusa de cables, superficies convertidas en mapas de óxido con raspaduras de ríos, picaduras de lagos y lagunas y una orografía cubierta de matices. Fondos amarillos, costados verdes, marrones; un hilo violeta, un punto gris, el rojo predominante de la corrosión.
El viejo se había acercado silenciosamente. Cuando el dibujante alzó la cabeza y lo vio, se saludaron con un golpe de mentón. Vestía una campera de nailon arriba de un pulóver raído, y bombachas de campo. Los codos de la campera y las rodillas del pantalón estaban emparchados con cuerinas ovaladas. Llevaba también una boina negra y la barba de varios días. Apestaba a pescado.
–¿A ver? –pidió.
El dibujante estaba esperando que la tinta secara, para pasar la hoja. No había quedado como él quería. “Salió muy estirado”, se disculpó.
–Pero está bien... –dijo el viejo.
–Si usted lo dice.
Se acercó a la orilla a lavar el pincel. Arrastró el plumín por la arena mojada y la fricción lo volvió a dejar plateado, sacándole hasta la tinta vieja. Deshizo el camino sacudiendo el brazo. Cerró bien apretado el tintero y guardó las cosas en el bolsillo de su pantalón.
–’ta bueno –insistió el viejo, devolviéndole la carpeta. El muchacho se secó las manos antes de agarrarla.
–Encalló en mayo del setenta y cuatro. Tardó dos años en partirse al medio.
Dijo que el día en que se clavó, la policía había formado un cerco. Nadie podía tocarlo. Lo habían atado con tensores para evitar el vuelco. Igual cayó. “Igual se volvió esto”, dijo. “Y yo tengo la chapa, en casa. La del motor. Si quiere, se la muestro.”
–Bueno.
–Tengo también una foto de ese día, y otras cosas que me robé. Por la parte del mar se podía subir, de eso no se avivaron los milicos. Gente tonta.
–¿Está muy lejos su casa?
–Allá.
Subieron lentamente por la duna. El viento peinaba los pastos, que crecían ralos, cultivos aislados de un mal entretejido. El rancho tenía el mismo olor a pescado que el viejo, y estaba lleno de mediomundos y líneas sin armar. Había unos platos sucios que movió de la mesa después de sacarse la boina y la campera. Buscó una botella de vino abierta y dos vasitos. Los llenó.
–Apúrese uno –dijo–, para el frío. Es Toro.
El muchacho asintió agradecido. El viejo había dicho la marca del vino como si dijera “es bueno”.
–Ya sabe –agregó, antes de salir por otra puerta–: “Al pan, pan y al vino...”
– ... Toro –dijo el muchacho, apoyando el vaso contra la madera de la mesa. El líquido tenía gusto a humo. Las paredes estaban hechas de madera sin espigar, y por las hendiduras pasaba el sol, igual que en el barco.
El viejo trajo una carpeta. Arrimó una lata dada vuelta para que el dibujante se sentara; la limpió con la mano. El dibujante dejó el block a un costado y se enjugó el agua de la nariz con la manga. Adentro de la carpeta había una foto y una chapa estampada en relieve. En las cuatro esquinas de la chapa faltaban los tornillos. El barco era un pesquero detenido en un atardecer claro, varado en una playa sin retorno. Muerto, pero recién muerto, espléndido en su integridad cadavérica. Había una inscripción pintada sobre el casco.
–¿Qué dice? –preguntó el muchacho.
–No sé. Hay dos carteles. El de abajo me lo leyó el gringo que tomó la foto.
–Me refería al de arriba. El de abajo se entiende...
El viejo se lo quedó mirando. Un rayo de luz le encendió el pelo encanecido.
–No sé leer –dijo.
Después sacó de un cajón una cámara pesada.
–Me la regaló el gringo, vea qué preciosura. Me enseñó a sacar, pero algo debe haber que no aprendí, porque el resto de las fotos salieron mal. El gringo sacó ésa. Se carga por acá –la abrió–. Ya no se consiguen carretes de este tamaño...
El barco se llamaba YANTAO Nº 8, lo que quería decir que había siete anteriores. El puente era alto, con antena y lugar para dos personas. Las barandas eran elegantes, de un art decó no buscado y manso, marino. Tenía color propio, blanco crema con la franja de flotación en gris oscuro. La chapa estaba oxidada de vomitar el agua que le quedaba adentro. Una bandera roja. Y cuatro símbolos japoneses sobre el nombre.
–¿Me dejaría copiarla?
–Claro. Póngase cómodo –se tomó el vaso de un tirón y volvió a servir.
El dibujante tardó cinco minutos en hacer el croquis. El viejo se quedó todo ese tiempo parado al lado, tal vez por temor a que le hiciera algo a la foto, o por curiosidad. Después el dibujante dio vuelta otra hoja de papel y le puso la placa debajo. Comenzó a tiznar la hoja con el grafito. Los ojos del viejo se redondearon de asombro: la placa apareció como por arte de magia.
–Pucha, qué bueno –dijo.
La copia en grafito era exacta. Debajo dibujó, con atención matemática, los cuatro símbolos, que se veían así:
–¿Qué querrá decir?
El viejo levantó los hombros.
El dibujante volvió a la playa con el block bajo el brazo. Desde allí, el barco era una corvina muerta con el espinazo uniendo la cola metálica con la cabeza, con un cuadrado de escotilla cerrada que al muchacho le hizo pensar en un ojo ciego. Se sentó al filo de la barranca de arena. Leyó la copia de la placa.
AKASAKA DIESEL ENGINE
CASE OF SPARE PARTS
NO.1. TYPE.TM655
ENG.NO.6205 DATE 40.10.26
AKASAKA IRON WORKS CO.LTD.
Se imaginó el astillero, ubicado en la costa de una ciudad oriental, con el embarcadero propio saliendo de un gran galpón a manera de maxilar de un carnívoro antediluviano. Allí varado, el sexto, el séptimo Yantao. Y un ingeniero, bisnieto de Akasaka, descendiente de generaciones de navales, en su oficina armada como un puente de mandos. Tendría su edad, veintisiete años; sería flaco y encorvado como él sobre su tablero de dibujo.
El ingeniero utilizaba un tecnígrafo europeo y seguía las líneas de lápiz sobre el papel con sus ojos rasgados. Levantó el teléfono; habló en su idioma. Le confirmaron dos cifras que anotó al borde del plano. “TM655/Nro 8”. Trazó una línea recta; ubicó un ángulo; unió dos puntos con un pistolete. Era cuidadoso al dibujar, científico. Las líneas se doblaban con la elegancia de un objeto preciso. Con la exactitud necesaria para tajear el agua, para flotar, para resistir vendavales y marineros, huracanes y arenas. Para ganarle al tiempo, al mar, al comercio de peces.
El ingeniero había soñado con ese barco, había perfeccionado cada trazo, había calculado cada soporte, el grosor de las estructuras, el espesor de los varillajes y los tensores, las medidas de sus interiores, la sección de las perfilerías. Había previsto una protección eléctrica, otra para la corrosión; una estética para las barandas, el color. Revestimientos para los lugares habitables. Un sitio para las máquinas y uno para las redes. Uno para el filet pelado y otro para las vísceras.
Dejaba de trabajar después de las ocho. Volvía a su casa caminando en la oscuridad de la noche; abría la puerta; su mujer siempre estaba de regreso. Trabajaba como contadora en Akasaka Iron y respetaba puntualmente su horario de salida, las seis de la tarde. Era delgada y nerviosa; aunque con él se comportaba de manera suave. El ingeniero iba a la cama con su anotador que apoyaba sobre la mesa de luz, junto a su vaso de agua y su Biblia. Si un diseño le quedaba a medio hacer no podía dormir, comer, amar. El momento anterior a la construcción de un barco eran semanas pesadas como fuertes dolores de garganta.
La mujer había cocinado sopa de arroz. Durante la cena él habló de los cambios del Yantao 8, de los cálculos que cerraban exactamente para hacerlo crecer cinco metros de eslora. Hablaba de las modificaciones en la quilla. Esa era la innovación. Funcionaba en la matemática. Pero insistió, como en cenas anteriores, en que había que hacer una prueba. No estaría completamente seguro hasta someter un modelo a esfuerzos reales. Todas las innovaciones eran susceptibles de defectos.
–A mí es a quien no me cierra la matemática –dijo ella–. Esta es una empresa comercial.
El repetía que, finalmente, la innovación se pagaría a sí misma, porque el diseño que estaba planteando anulaba las complicaciones en las estructuras de los cascos. Eso significaba simplificar los armazones y bajar el costo final de los barcos, para competir en el mercado. Arrasarían con los otros astilleros. Había que dejar de ser tradicionales, romper las reglas para mejorar. Ella dijo: “Ya no uso kimono”, y sonrió. El seguía preocupado.
Cuando se fueron a dormir, ella intentó hacerle cambiar de tema con pequeñas cosquillas sobre el torso desnudo. Se acostó con su mejor pijama, y fue ignorada. Entre las cosas que su esposo necesitaba exponer a esfuerzos reales estaba su matrimonio. En algo había envejecido: su vida no tenía sorpresas y estaba llena de preocupación. En cuanto aparecía alguna duda, él la sometía a exámenes, a situaciones límite, a minuciosas observaciones de tiempo completo. Dormía con el anotador, el lápiz mecánico y la calculadora. Garabateaba sus pesares casi a oscuras; mordía el lápiz. Se levantaba en mitad de las noches para ir a su tablero. El ruido milimetrado de la pera del tecnígrafo se dejaba oír a las tres, a las cuatro de la madrugada. Ella se dijo que el matrimonio con un ingeniero naval era así, y que en eso ella también había envejecido, aunque tenía solamente treinta años. Le faltaban caricias, pero respetaba el trabajo de su marido sin abatirse, como un modo de respetarlo a él. A su compañero de cama con la cabeza en otra parte, en Akasaka, en el Nº 8 de una fila perfeccionada de buques de pesca. A ese hombre que ya estaba dormido.
Entonces ella también se durmió, y a las cuatro la despertó el sonido del lápiz en movimiento. El estaba sentado sobre la cama, dibujando en el anotador. Le pasó una mano por la espalda: un sudor frío le cubría el torso. Encendió la luz del velador. Algo estaba mal. El había soñado una sigla y ahora la recordaba con exactitud. Eso era lo que dibujaba. La mujer dio vuelta la cabeza. Bostezó.
–Quiero que mires esto –dijo él.
Ella quería seguir durmiendo, pero se volvió hacia su marido. El le pasó la página.
–Soñé con el octavo Yantao partido en dos, con la proa y la popa vacías, encalladas en una playa lejana, más allá del océano. Vi un hombre alto, blanco y de ojos transparentes, esconder la placa del motor. Estaba con un muchacho que se decía dibujante. Brindaron. El hombre grande servía el vino.
–¿Y esto...?
–No sé... Lo recordé al despertar. Ni siquiera estoy seguro.
–¿Qué significará?
Los dos se quedaron mirando fijamente la página escrita:
–No será nada –dijo ella.
Le dio la espalda. Cerró los ojos otra vez.
–No hacés más que pensar en tu barco...
Las palabras habían surgido solas, casi sin querer.
–Es mi trabajo –dijo él–. Es sagrado. Un barco es un santuario, para mi familia y para mí...
–Pero esta es tu cama –se animó ella–. Y tu cama no debería ser más que una cama.
La mirada de él no podía apartarse del anotador.
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