Jue 24.01.2013

VERANO12 • SUBNOTA  › SYLVIA IPARRAGUIRRE

La noche de San Juan

Alrededor duermen los hombres. Un
pequeño espectáculo,
un autoengaño inocente
es el de dormir en casas,
en camas sólidas, bajo techo
seguro, estirados o encogidos,
sobre colchones, entre sábanas, bajo
mantas.
Franz Kafka (De noche)

La noche de San Juan lo encontraron muerto en la terraza. La encargada, los vecinos y más tarde los camilleros del Hospital Municipal que se lo llevaron coincidieron en que había muerto de frío. Con dos grados bajo cero y descalzo –dijo la señora Concepta, la encargada del antiguo edificio– era más que seguro que a un hombre de casi ochenta años se le afectara el corazón. Insistía en que el frío era malo para el corazón de los viejos y, sin que nadie se lo pidiera, pero impulsada por la segura intuición de que todos querían oírlo, relataba otra vez, en voz baja, la impresión que le había causado descubrir a Galvano, ahí, en el piso de la terraza, a oscuras. Más temprano, el resplandor del fuego que los chicos habían encendido en la esquina subía por las paredes de los edificios como si abajo, en la calle, corriera un río luminoso, pero a la madrugada la terraza era una boca de lobo.

–Hacia la medianoche se fueron apagando el resplandor y los gritos de los chicos. No sé a qué hora me despertó la puerta de la terraza que se golpeaba con el viento. A las cuatro me decidí a subir... –Al llegar a este punto del relato, la señora Concepta estrujaba contra su cara la manga vacía del saco que le colgaba de los hombros.

Perplejos, los vecinos volvían la cabeza hacia el cuerpo de Galvano que, por alguna razón inexplicable, no estaba tirado de cualquier modo como a los que sorprende un ataque. Estaba muerto –esto lo había certificado cada uno de los vecinos–, pero apaciblemente acostado, con un brazo doblado bajo la cabeza y el otro apretando contra el cuerpo lo que después se supo era un mantel, muy viejo, de pliegues amarillentos. A su lado, una valija vacía. Absortos, algo ateridos bajo los largos sobretodos, los vecinos miraban el cuerpo del viejo y luego el cielo inescrutable, como buscando allí una respuesta. Cuando por fin se lo llevaron, la señora Concepta cerró la puerta de la terraza con llave.

Dos meses antes de la noche de San Juan, Galvano volvía a su casa desde la Papelera. Cruzó a oscuras el pasillo silencioso, subió el único piso y entró en su departamento. Cenó apenas y se acostó. Antes de dormirse alcanzó a pensar en una canilla rota en el garaje de la Papelera que él mismo debería arreglar; el otro sereno, el muchacho de la noche que escuchaba todo el tiempo la radio, no iba a ocuparse para nada. A la madrugada se despertó de golpe, parpadeando en la oscuridad. No recordaba haber soñado; sin embargo, algo parecido a voces o murmullos tan vagos como niebla que se deshace en el viento rondaba el viejo departamento de techos altos. Iba a encender la luz cuando oyó la risa. Una breve risa de mujer, como oída a través de lana espesa. Se quedó quieto, con la mano en el aire. “Quién anda ahí”, dijo sin convicción en la oscuridad. Unos pasos rápidos, furtivos, como los de un chico descalzo que corriera tableteando el piso, fue la respuesta. Encendió la luz. La chalina en el respaldo de la silla, el ropero oscuro, la forma de sus propios pies bajo la manta de la cama fue todo lo que vio. Galvano alzó la cara hacia el techo: la carrera se repitió y la voz en sordina gritó algo parecido a: “¡Nico!”.

Tanteó en el piso buscando las zapatillas. Le hacía falta un vaso de agua.

Cuando el incidente quedó sepultado en la suma siempre igual de los días, una tarde sucedieron tres cosas. La primera fue que se encontró buscando la valija. No recordaba de qué color era ni sabía muy bien para qué la quería; la otra ocurrió cuando en el fondo del ropero, debajo de una pila de ropa olvidada, dio con el mantel; la última, cuando bajó para ir a la Papelera: la señora Concepta hablaba con un vecino de la terraza y de los gatos. Galvano se decidió y le preguntó a la encargada si había escuchado algo raro unas noches atrás. La mujer, sorprendida no por la pregunta sino porque Galvano no era de detenerse en el pasillo a conversar, dijo que no, pero que vería que la puerta quedara bien cerrada, nunca se sabe con los ladrones. Cuando ella le preguntó qué había oído, Galvano ya salía.

–Ruidos –dijo.

A las once, cuando volvió, estaba demasiado cansado como para prepararse la cena. Tomó un café con leche y se fue a la cama. Un presentimiento lo despertó segundos antes de que las campanas del reloj de Santa Lucía dieran las dos. Encendió la luz y se quedó quieto, al acecho. Con la luz encendida las voces eran más reales, como seres pequeños y extraños que corrieran de un lado a otro de la terraza; porque no había duda de que de allí venían. Sin embargo, esa terraza era casi inaccesible por fuera. La casa, como muchas otras de esa parte de Barracas, tenía sólo planta baja y un piso en el cual existía un solo departamento: el suyo. Tampoco había vecinos linderos. A la derecha, hacía ya muchos años, habían construido un depósito de materiales; a la izquierda, los galpones grises de la Papelera. Todo desierto desde las cinco de la tarde. Galvano se levantó –cuando escuchaba las voces no podía quedarse quieto en la cama– y fue a la cocina. Se sentó en la oscuridad, el respaldo de la silla contra la pared. No sólo hay una mujer, pensó; también hay un hombre, y los chicos son, por lo menos, dos. Las voces se apagaban, se adelgazaban hasta casi desaparecer; sostenidas en el borde del silencio volvían, un poco más fuertes, pero igualmente confusas. Una y otra vez: el oleaje del viento las llevaba lejos y las arrastraba nuevamente hasta allí, sobre la casa. Como a lo largo de un campo de trigo, pensó Galvano. Apoyó la cabeza en la pared. Quiso imaginar una familia furtiva que vivía de noche en la terraza; imposible, en la oscuridad y el frío. Las voces se hicieron más opacas, más remotas. Se despertó cuando estaba a punto de caerse de la silla. Aterido y con dolor de cintura, volvió a la cama.

Dos días después se decidió a abrir la valija. No recordaba cuándo lo había hecho por última vez. Ropa vieja, fotografías amarillas sobre cartones duros como madera, caras de personas que tal vez había conocido pero que ya no recordaba, una navaja con mango de hueso, una postal con la imagen de un barco; del otro lado, a lápiz, alguien había escrito: América y, debajo: 1908. Guardó todo y se quedó pensativo. Esa noche reinó un silencio total. Con la espalda contra el respaldo de la cama, Galvano esperó inútilmente hora tras hora, sin moverse. A las cinco, sobre la sirena de la fábrica, consiguió dormirse.

Al día siguiente, por primera vez en años, no fue a la Papelera. Esa noche, las voces volvieron. Mientras cenaba en la cocina, le pareció que los chicos peleaban. Seguía con atención dolorosa los sonidos por momentos nítidos, por momentos mezclados y confusos. Creyó llegar a comprender algunas palabras en un idioma a la vez familiar y extraño. La voz enérgica de la mujer dio fin a la pelea. Galvano dejó de comer, buscó la linterna y salió del departamento. El frío y el olor a humedad de la escalera casi lo hacen desistir. El haz de luz perforó la oscuridad cerrada, inspeccionando cada rincón y cada recoveco. Tuvo la sensación, vaga al principio y definitiva después, de estar violando un lugar sagrado; era como si alguien o algo se hubiera escondido al percibir al intruso. El relámpago negro de un gato cruzó veloz el rayo de luz y se trepó a la cornisa. La terraza, sin embargo, no estaba sola; o al menos no había estado sola hasta hacía un momento. En la luz fulguró un objeto pequeño y brillante, como de níquel, debajo de una de las piletas de lavar. Dio unos pasos en esa dirección pero, de pronto, atemorizado por no sabía bien qué sensación de algo desconocido, bajó la linterna y volvió a su departamento.

Durante la semana siguiente Galvano casi no durmió. Las noches se habían transformado en días. Cuando estaba en la Papelera, contaba una a una las horas que le faltaban para salir, como si alguien, en su casa, estuviera pendiente de su llegada. Las cosas de la valija ocupaban ahora su lugar: las fotografías amarillas sobre la cómoda, la navaja de afeitar en el botiquín del baño. Galvano, en el espejo, pensó que tal vez su padre había llegado a tener una cara tan vieja como la suya y le pareció recordarlo una mañana de sol y viento, en un patio, contra un horizonte de olivos, afeitándose. Si una de esas noches la señora Concepta hubiera podido espiar a Galvano habría reflexionado, con facilidad, que a la larga los viejos se vuelven un poco locos. Galvano deambulaba a oscuras por el departamento con la cara vuelta hacia arriba, hablando solo y tropezando con las sillas. De algo estaba seguro: arriba era de día. No sabía bien cómo había llegado a esa conclusión, pero no tenía dudas: él estaba ahí abajo, a oscuras y en invierno, pero arriba era de día, había sol, un tremendo sol que le cegaba los ojos y le disolvía la niebla que el tiempo había ido depositado en su cabeza. A partir de ese descubrimiento, todo cambió: las palabras condescendientes del muchacho de la Papelera que antes lo ofendían en secreto, el saludo de doña Concepta y las preguntas sobre su salud que lo impacientaban, esas cosas le parecieron desde ese momento pura tontería. Nadie se daba cuenta de que algo extraordinario estaba pasando en esa casa: Galvano se sentía cada vez más vivo; más despabilado y despierto, como si todos esos interminables años hubiera estado muerto.

La noche de San Juan regresó de la Papelera especialmente inquieto. En el apuro por llegar a su casa apenas si reparó en la fogata que los chicos del barrio habían encendido en la esquina. Cuando abrió la puerta supo que las voces estaban allí, desde antes de que él llegara.

Tarde, en la noche, las palabras empezaron a cobrar forma. Entendió la voz de la mujer, hablaba de un mantel blanco y bordado. Parecía ser lo único que quería en el mundo. La voz del hombre sonaba amable y cansada. Galvano abrió el ropero. Sacó el mantel blanco, sin usar, doblado en innumerables pliegues amarillentos. Lo había comprado poco después de llegar a Buenos Aires, hacía más de sesenta años. Se sacó los zapatos y se acostó vestido. El hombre, arriba, cortaba pan sobre la mesa. Una mesa de madera desnuda, muy vieja y con marcas, a la sombra, en el patio. Más atrás están los olivos y un carro que cruza, lejos, entre las hileras. La mujer de pelo negro y trenzado, Nico y el hombre rodean la mesa bajo el arabesco de sombra de racimos y hojas que el sol estampa sobre el suelo de tierra y las paredes blancas. El hombre sirve un poco de vino en el vaso de Galvano. Se diluye la imagen. El silencio cubre la casa como una campana y Galvano se despierta por completo. Los golpes, en la puerta, suenan nítidos y menudos. Sin apuro se levanta, busca la valija y dobla cuidadosamente el mantel. Por debajo de la puerta se filtra luz. No se sorprende al ver al chico; su cara extraña y angulosa tiene algo recónditamente familiar. Igual que él, Nico está descalzo y sube ya el primer escalón. Galvano cierra la puerta a su espalda y lo sigue.

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