VERANO12 • SUBNOTA › JORGE CONSIGLIO
Me acostumbré también a los accidentes. En un principio horrorosos, fuera de lo común, una excepción a lo cotidiano. Al menos por un rato eran la posibilidad de vivir otra cosa, de ver una transmutación verdadera; no una oscilación entre dos alternativas, sino un cambio definitivo, irreparable en todos sus matices.
Pero el tiempo y la frecuencia consiguen siempre, con mayor o menor trabajo, doblegar lo extraordinario. Desde que el mundo es mundo vienen transformando en mueca lo aberrante: avanzan banalizando. Y esto, para no dar más vueltas, es la raíz de mi transformación. Si me llamaran cruel, hablarían con verdadera ignorancia. Teniendo en cuenta lo vivido, creo que mi conducta se relaciona, sobre todo, con la franqueza pura y dura. Y eso no es poco decir.
Después de estar desocupado por más de siete meses, mis pretensiones, como es de suponer, fueron decreciendo. Adquirí mi experiencia laboral en el campo administrativo: fui oficial de importaciones, cajero, encargado de cuentas a pagar y hasta me ocupé, durante dos años, de administrar una tienda de alta costura. Quería conseguir trabajo en alguna oficina. Pero en ese ámbito, por alguna razón, no le era útil a nadie.
En esos días, la frustración me llevaba a la inercia: no hacía nada porque sabía que tenía que estar haciendo otra cosa. Mi tiempo había dejado de ser mi tiempo. Estaba fijo. Me consolaba con una fantasía: la pérdida embellece.
Me ofrecieron trabajo en una estación de servicio. Acepté enseguida: hacía dos meses que fumaba cuando me convidaban. Me recomendó un conocido, pero el patrón me interrogó como si fuera un ladrón. No me acostumbré nunca a ese imbécil que disparaba una pregunta detrás de la otra.
Empieza mañana a primera hora, dijo de golpe, como si se tratara de un desafío. Hizo un gesto resignado. Salió de la oficina. Me quedé mirando la ilustración de un almanaque: un bosque tupido y una figura humana en el fondo, disimulada entre los árboles. Me sentí contento como pocas veces en mi vida.
Cumplía un buen horario: desde las seis de la mañana hasta las dos de la tarde. Para ir, tomaba el Roca de las 4:50. Caminaba ocho cuadras. Prefería hacerlas tranquilo. Llegaba diez minutos antes de las seis. Me cambiaba, tomaba dos o tres mates y me paraba cerca de los surtidores. Después de un par de meses, casi de un momento a otro, me aburrí de todo lo que hacía. No soportaba el ruido de la radio, el olor a nafta, la mirada del patrón. El viaje en tren era lo único que me rescataba. Un día me asusté: sentí que esa excepción se estaba debilitando. Traté de preservarla por todos los medios. Me ayudaron un par de asuntos. Uno, las frecuentes tragedias. Dos, conocer a un tipo que subía dos estaciones después que yo. Tendría unos cincuenta años. La primera vez que hablamos fue por un ciclista distraído. Nos demoró más de noventa minutos. De aquellos momentos, recuerdo más su voz que su cara. Dijo algo impreciso sobre otro impreciso: el accidente. Yo hice un gesto con la cabeza. El tipo parecía tener la ironía de las inteligencias superiores. Fue el inicio de nuestra amistad.
Los bomberos trabajaban en las vías. Despegaban el cuerpo de la bicicleta. Fuimos a tomar café a un bar chico desde donde se veían los movimientos en el andén. Me contó que había sido enfermero, pero no dijo a qué se dedicaba ahora. Tampoco le pregunté. Siempre llevaba encima revistas científicas, incluso en aquel primer encuentro. No sé con qué excusa me leyó una nota. Hablaba sobre las órbitas de los cuerpos celestes y de la disposición de los planetas. Lo interrumpí. Vi que se estaba por reanudar el servicio.
Después de aquel episodio, empecé a verlo con frecuencia. Prestaba atención cuando el tren llegaba a la estación en la que subía. Le hacía señas para que identificara mi vagón. Era genial iniciar el día con aquel tipo.
En los viajes ordinarios, las conversaciones duraban veinte minutos. Yo me bajaba primero. Nunca se nos ocurrió encontrarnos en otro lugar ni a otra hora. La relación tenía que ver con ese tránsito. En el momento del apuro, del límite, se daban las vivencias que nos salvaban.
Carlos Kózer, me dijo un día.
Me quedé mirándolo.
Me llamo así.
Habían pasado casi cinco meses y no sabía su nombre. No había tenido esa necesidad. Cuando hablaba de él a otros, que fueron bien pocos, le decía el viejo, a pesar de que el apodo no reflejaba su aspecto.
Una madrugada de julio, conversábamos cerca de las puertas. Sentimos un vaivén inusual. El accidente se dibujó en la cara de los pasajeros. Corrieron hacia las ventanillas de la derecha. Alguno habrá podido verla todavía con vida. Extraña gratitud la de los esos momentos. Fabricábamos una tregua con aquellas demoras. Oí a Kózer murmurar el enroque. No había forma de esquivar los pensamientos del otro. Bajamos del tren. Nos paramos al lado del cuerpo. Vimos al maquinista. Venía corriendo hacia nosotros. Miró a la muerta. Previsiblemente, se tapó la cara. Tenía manos grandes, uñas descuidadas. Con insólita firmeza, Kózer lo tomó de un brazo. Lo condujo hacia la estación. Le puso una mano en el hombro. Vistos desde atrás, eran un padre con su hijo.
Prendí un cigarrillo. Me entretuve reconstruyendo el cuerpo. Algo le sobresalía de la boca. Era una dentadura postiza. Faltaban algunas piezas. El llamado de Kózer me disuadió de buscarlas entre el barro y los durmientes. Me dijo que los bomberos estaban en camino. Me invitó a desayunar en un bar que quedaba a dos cuadras de la estación. En ese instante, cuando dejó de hablar, pasó algo que ninguno de los dos pudo definir. Y fue bueno ese silencio. Hay cosas que no deben ser dichas. No se deben invocar los temores. Los dos entendimos la necesidad de los ritos.
Esa mañana, Kózer habló mucho más de lo habitual. Contó que tenía una hija a la que no visitaba desde hacía varios años. No recordaba la edad, pero según sus cálculos ya era adolescente. No le interesaba verla, pero la madre de la chica insistía en lo importante que era la figura del padre.
Chantaje afectivo, recuerdo que dijo. Hablaba mordiendo las oraciones. Se reía a carcajadas de sus propios chistes. Terminó gritando. Las trató a las dos de putas.
Después de un silencio, preguntó: ¿Y usted?
No encontré otra cosa que contarle que los detalles de mi trabajo en la estación. Se aburrió. Empezó a bostezar. Pasaron unos minutos. Yo no sabía bien qué hacer con ese relato que, autónomo, me llenaba la boca como si fuera alquitrán. Ni bien pude, aproveché un silencio para la descarga: a qué se dedicaba. Se tomó tanto tiempo para responder que pensé que no había escuchado la pregunta.
Soy ajedrecista. Me gusta empezar a practicar bien temprano, por eso tomo el tren a esta hora, dijo sin mirarme. Habló bajo. Las palabras sonaron equivocadas, como si hubiera tosido en vez de hablar. Después se fue al baño. A la vuelta pasó por el mostrador. Pagó los cafés que habíamos tomado.
Caminamos despacio las dos cuadras hasta la estación. Cuando llegamos, los bomberos todavía estaban trabajando. Kózer dijo que se le hacía tarde, que no podía esperar más. De pronto lo vi impaciente. Me dio una mano esquiva, sin la costumbre del saludo. Se fue con paso rápido. Tomó una calle de tierra paralela a la vía. Pude ver que sus zapatos, en cada pisada, iban despertando polvo.
Al cabo de diecisiete meses, el tren atropelló a seis personas. Viví una sola de esas demoras sin Kózer. En las restantes, como por azar, repetimos los mismos actos: observamos a la víctima, discutimos si había sido accidente o suicidio, esperamos a los bomberos. Después buscábamos algún bar para desayunar. Mantuvimos intercambios más o menos animados de acuerdo al día.
No fue mucho lo que me enteré de Kózer durante nuestras charlas; más bien todo lo contrario. Las pocas certezas que tenía se me fueron desdibujando. La gravedad de su voz creció en sombra. En cada encuentro, desmentía lo que había afirmado en el anterior. En uno de los últimos, se entusiasmó hablando de su vida universitaria en Córdoba. Dijo ser médico. Había olvidado, seguramente, que un año antes trabajaba de enfermero en el Fiorito.
No, yo siempre soltero. Ni hablar de mujeres. Su certidumbre me dilató las pupilas. Yo pensaba en la hija que no quería ver y en la mujer que insistía. Del ajedrez jamás volvió a hablar, pero en su discurso se filtraban ciertos términos que usan aquellos que lo practican. Kózer estaba caminando hacia atrás. Tal vez habría decidido perderse en mi desconcierto, dejarme en el puerto, desorientado.
Empecé a sentir miedo. Todo aquello que, hasta ese momento, había llenado de sentido mi vida se transformaba en estampido acostumbrado. Poco a poco, los accidentes se cargaban de ecos habituales. Tuve que admitir que sobre esos episodios también, y muy a mi pesar, avanzaba lo previsible. Vi con desesperación cómo se distendía, gradual, la incógnita.
El último día, no fue necesaria señal alguna. Kózer me vio cuando el tren entró en la estación. Cuando estuvo a mi lado, sonrió. Me contó por qué no sentía frío en mañanas como ésa. Parecía de buen humor. Recuerdo la tentación de preguntarle la razón y el esfuerzo por reprimirla. No quería encandilar la situación con un pie en tierra, con la disciplina de una supuesta verdad. Antes de Banfield, fuimos espaciando el diálogo. Al final, nos quedamos callados.
El tren no había tomado velocidad cuando los gritos nos alentaron la idea de una demora. Unos segundos después estaba confirmada: otro accidente. Ese día los hierros hicieron menos ruido al frenar. La gente no abandonó sus asientos, quizás por la llovizna.
Kózer había encendido un cigarrillo. Se refregaba los ojos, parecía extremadamente cansado. Yo había decidido bajar. Le pregunté si me acompañaba. Se negó con un gesto.
La víctima era un hombre joven. Sus vísceras estaban sucias de aceite y tierra. Llevaba un pantalón gris que desaparecía antes de las rodillas. Los cabellos largos se desparramaban sobre las piedras. Uno de sus pies había perdido el zapato. Una media roja cubría la punta de sus dedos. Me abstraje un buen rato observándolo. No sé qué quería encontrar en su cara angosta con esa tímida sombra de barba. Tenía las mejillas húmedas y rosadas. Cuando levanté la vista, Kózer estaba junto a mí. Le dije que fuéramos a refugiarnos bajo un tinglado: la llovizna se hacía insoportable. No me respondió. Cuando me fui hacia las chapas, sentí sus pasos siguiéndome.
Estuvimos parados uno al lado del otro más de veinte minutos. En ese lapso, Kózer respondió con monosílabos todo lo que le pregunté. Me sentí incómodo: lo odié como hacía mucho no odiaba a nadie. Esperar en el vagón a que se reanudara el servicio sería lo mejor. De una corrida me fui al tren.
No había pasado demasiado tiempo cuando escuché unos gritos desesperados. Eran de Kózer. Conocí su voz de inmediato. No entendía qué podía haberlo enojado para que insultara de aquel modo. Me apuré a mirar por la ventanilla: su cara era la de un loco. Estaba parado casi encima del cadáver. Le pateaba la cabeza. Se quejaba por la demora. Decía que no podía llegar tarde no sé a qué sitio. Descarté la idea de acercarme y detenerlo. Después, desde la estación, lo vi forcejeando con la policía. Miró a su alrededor. Noté la diferencia en sus ojos. Estaba encandilado por la locura. Cuando me alejé, traté de aclarar mis ideas. Esa mañana caminé por años, por todos los años que acababa de cumplir. Cerca de la noche, imaginé que abandonar el trabajo era lo único que podría aliviarme. Después, pude comprobar lo desafortunada que fue esa decisión.
Pasaron doce días. Estoy parado en el andén de la estación Pacífico del subte D. No tengo reloj. Sé que son las ocho de la mañana. Frente a mí, la gente se desplaza. Miro a una mujer robusta. Viste ropa de oficina: un traje azul. Lleva colgadas del brazo una cartera y una bolsa de plástico. Está leyendo un diario que mantiene abierto cerca de los ojos. Cada tanto hace un gesto con el mentón. Me enternezco: recuerdo a alguien que sé que no voy a volver a ver. Escucho el retumbar de los rieles. El tren viene desde la derecha. Veo el haz de luz. Imagino el frente de la formación. Huelo la grasa que cubre los engranajes. Es el momento. Predigo que dentro de poco la estación se convertirá en un lugar distinto. El movimiento tendrá otro sentido. La tragedia dispara en los ánimos algo impredecible y, casi siempre, relacionado con la supervivencia. Si alguien me incriminara, con mirada o gesto, me sobra voluntad para doblegarlo. Seré, como siempre, un testigo, un simple testigo. Cuando lo considere oportuno, buscaré un bar para paladear la demora. Soy partidario de pensar una idea por vez: sereno. Por mi bienestar, procuro no confundir jamás la duda con la esperanza.
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