VERANO12 • SUBNOTA › PEDRO LIPCOVICH
La veo por primera vez, en la cubierta del barco, con su sombrerito, preciosa. En su momento de mayor desamparo, a punto de ser expulsada de la gran cáscara sucia que la protegió durante dos meses. Después, años después supondré que su mirada, al saltar sobre el muelle como un pajarito que, picoteando entre piedras, constatara cada vez la ausencia de alimento, después imaginaré que en su mirada brillaba y se apagaba una determinación sin palabras.
Me quedé en el muelle. Pensaba que uno de los saltos de su mirada se fijaría en mí. Ella estaba vestida con ropas grises pero, en el escote, alguien podría pensar que ella se aventuraba. Su mirada rebotó sobre mi cabeza como sobre todo lo demás. Nadie había venido a recibirla y tampoco los movimientos de sus ojos tenían el ansia de quien busca a un ser querido. Sin embargo miraba, con una mano sobre la baranda y la otra agarrando una valija; no llevaba guantes y –no sé cómo pude verlo– tenía las uñas comidas.
La cubierta se vaciaba. Primero habían bajado del barco esos a los que nadie esperaba, apurados para no ofrecer el espectáculo de su propia soledad. Los otros, los esperados, saludaban primero desde cubierta como desde un escenario, y después había un rápido eclipsarse para salir desde la profundidad del barco por la planchada hacia los abrazos. Pero ella pertenecía a una tercera especie, que no esperaba a nadie pero esperaba; como si no esperara a una persona sino a una cosa, un objeto que no convocara otra emoción que la paciencia. La cubierta se vaciaba y yo sentí la soledad que ella no parecía experimentar.
Ya se iban los últimos cuando llegó un tipo bajo y robusto. Desde lejos alzó un brazo y chasqueó varias veces los dedos, como se llama a un animal o a un taxi. Ella tardó un poco en verlo y, sin otro gesto, levantó la valija y fue a la planchada.
El tipo dejó que ella cargara la valija hacia él. Cuando estuvieron cerca la saludó como si estuvieran lejos, llevándose la mano al ala del sombrero. El fue adelante, ella lo seguía con la valija. Dieron la vuelta al edificio de la Aduana. Yo me apuré tras ellos. El tipo le mostró un papel al guardia de la Prefectura, que los dejó pasar. Fue hasta un auto grande, un Chevrolet, y ella lo siguió. Yo, mientras se iban, como un único torpe recurso retuve el número de la chapa: 90.756.
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Después del entierro de mi madre yo no había vuelto más a Ramos Mejía. A veces imaginaba los deterioros en la casa cerrada. Era seguro que los yuyos habían crecido en el jardín delantero y, atrás, habían ocupado el patio donde jugábamos con mi hermano y, más atrás, sin piedad, crecían en la huerta de mi madre. Rodeando las plantas asfixiadas del jardín, los yuyos podían nacer también en las junturas de las baldosas y en las lajas, resquebrajadas desde siempre, del caminito que iba desde la puerta cancel hasta la casa. Allí, adentro, habían quedado la mesa grande, los sofás raídos y, en el gran ropero oscuro, la ropa de mi madre y todavía la de mi padre. Yo imaginaba hongos, alimentados por la humedad. Ya en vida de mis padres, y sobre todo cuando mamá quedó sola, había goteras, ya brotaban hongos en las paredes y, ahora, yo imaginaba que los hongos se alimentaban de la humedad del aire, y había dos especies. Unos hongos eran grises, largas vellosidades sobre mis libros que habían quedado en la biblioteca y algún libro tirado en el suelo, hongos sobre las sábanas revueltas en las camas, largas hebras sobre las frazadas. Otros hongos, la segunda especie, eran unas formaciones globulares, amarillentas o verdosas, que descendían por las paredes en largos avances inteligentes y se apoderaban de las cosas; cualquier silla, casualmente apoyada en la pared, iba a ser invadida por estos seres lentísimos, que, en un acto prolongado a lo largo de los meses y de los años pero que se representaba íntegro en mi pesadilla, ocupaban primero los travesaños del respaldo de la silla, grandes festones o frutos vacíos y, con el correr del tiempo en la casa perdida, los hongos globulares extendidos desde el cuerpo de la silla se encontraban con los otros, los vellones grises del aire y, entonces, antes que una lucha se trenzaba un maridaje: las dos especies se encimaban, aposentada cada una y sobresaliendo por las deformidades de la otra, en una cópula inmóvil.
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Ayer sentí vergüenza. Hacía mucho que no sentía vergüenza, es un sentimiento muy desagradable. Al contar lo que fui vuelvo a ser el que fui, el avergonzado. Las tetas de Anabel eran muy chicas. Escribí, Leonor, sin vergüenza, que las tetas de mi novia eran muy chicas. La cara de Anabel era larga y plana, sus manos eran grandes, también sus pies. Caminaba sin gracia pero su cuerpo tenía un encanto de animal macizo. Los hombres la miraban. Sin embargo las tetas eran casi planas aunque, quizá como reacción, manifestaban una sensibilidad exagerada. Sábado a la noche. En cuanto se apagan las luces del cine, la beso. A ella, quizá demasiado pronto, se le acelera la respiración. La primera vez que la besé, ella presentó la boca abierta, los labios sueltos, por eso me atreví a las tetas y las encontré planas y desnudas.
En realidad no siento ninguna vergüenza. Vos, Leonor, en tu trascripción obscena me atribuís vergüenza.
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Salí de la pensión y, en vez de ir a levantar pedidos para la imprenta, fui a buscar a la chica del puerto. Caminé sin saber por dónde, como si le hubiera ordenado a otro, a una especie de chofer de mis pasos, que me llevara hasta ella. El me llevó a la calle Junín.
Burdel, bordel, choza, bordell: en los bordes. Edad Media. En los bordes del pueblo. La choza tenía un techo pero que no era de chapa podrida sujeta con pedazos de hormigón: era de tablas embreadas y por debajo tenía que haber un aislante para que no entrara el frío, el terrible frío medieval y ¿con qué podían hacer las putas el aislante? Sábanas viejas, rotas, restos de ropa interior. Hilachas de paños del mes, pañales de los hijos, vendas de hombres que llegaban heridos al burdel. Ropas de hombres que en el burdel habían muerto y cuya muerte entre las putas debía ser disimulada; el cadáver, desnudo, se va lejos, y la vestimenta se esconde entre el aislante, revoltijo oculto por un lienzo combado bajo el peso de la masa irredenta, bajo el frío y a la lluvia que se meten por las tablas embreadas. Cuando la lluvia era muy fuerte, saturados los trapos, el agua goteaba desde el centro y las putas ponían un balde en el suelo. Ese goteo contenía la historia del burdel: ¿habría una bruja que lo preservara y lo destilara hasta su quintaesencia? No faltaría entre ellas porque, cuando la vejez pone límite a la profesión, el camino se bifurca entre la magia y la locura.
Yo conocía Junín. Cuando fui por primera vez, mi padre no había muerto todavía. Primero iba con un temblor, y después con la simplicidad del hábito. Ahora, en la media mañana gris, la calle parecía otra. Las mujeres entraban y salían de los mercaditos. Una con su bolsa de compra se perdió en una casa con puerta cancel. Otra dio vuelta una esquina. Yo no pensaba en la chica del puerto. Sólo mucho después ese día pensé en la chica del puerto.
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Imaginemos, Leonor, que, además de anotar estas memorias que te dicto cada mañana, vos escribieras otra cosa: la refutación de mis mentiras, lo que en verdad fue mi vida. Esa carne intragable, odiosa. Hay así dos textos: uno, el que me entregás cada tarde, y otro, al que yo jamás tendré acceso.
Pero a mí no me importa, Leonor, podés hacer mil textos diferentes y a mí sólo me importa el mío, el que te pago.
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El trabajo en ventas permite libertades: por ejemplo, aquella mañana que terminé vomitando al bajar del doble faetón me había tomado la libertad de, en vez de trabajar, ir a buscar a la chica del puerto. En realidad el trabajo del vendedor no sólo permite libertades, sino que plantea rectamente la cuestión de la libertad.
Mejor que vendedor, hombre de ventas: este término, nacido como uno de esos artificios del lenguaje propios de los vendedores, resulta ser nuestra mejor designación, ya que no sólo alude a la acción de vender sino al ser del hombre que la ejecuta. No hay mejor escuela de vida que la venta. El vendedor aprende, aprende sin saberlo y olvida que aprendió, en la medida en que se ha perfeccionado en su oficio, es decir, que ha pulimentado su ser, aprende, no que la verdad sea relativa, sino que las verdades son múltiples y sucesivas pero cada una de ellas, mientras rige, es absoluta. Las verdades acompañan la sucesión de objetos a vender y el vendedor debe creer en la valía de cada artículo, debe habérselo vendido a sí mismo, como suele decirse, pero esta fórmula implica un desdoblamiento: tras la fortaleza de cada vendedor late la candidez del comprador. En todo caso, el vendedor no es cínico sino creyente. Puede parecer cínico porque, en otro plano de su ser, sabe que su creencia tiene raíz pragmática y no ofrece garantía de perdurabilidad. Pero, ¿qué creencia podría ofrecer esta garantía?
No me fue fácil convertirme en hombre de ventas. No había nacido yo para esta vida. Mi timidez y una especie de ingenua rebeldía no me destinaban a triunfar. Mi tránsito a la condición de vendedor sólo se produjo a partir de un laborioso aprendizaje. Y esto responde –aunque sea una respuesta provisoria, mentirosa, de esas que nos gustan a los vendedores– la pregunta que, Leonor, he venido haciéndome desde que empezamos: ¿cómo aquél pudo convertirse en éste? Cómo aquel que había visto a la chica con su sombrerito, preciosa, en la cubierta del barco, sintiendo la soledad que ella parecía no sentir; cómo, incluso, aquel que había entregado a una mujer la casa llena de hongos y culebras de sus padres; cómo, todavía, aquel vendedor no del todo domado que quiso desafiar al encargado de La Piedad, cómo aquel pudo transformarse en este que soy.
La tienda La Piedad estaba en una esquina de la calle de la Piedad, a tres o cuatro cuadras de la iglesia de la Piedad. Yo había entrado, yo entro para levantar un pedido. El encargado, que es un hombre de mandíbula saliente, habla con modales de dueño, utiliza un “Nosotros” que le entibia el alma para referirse al sujeto de la compra que está por hacer. Es que él está, como se dice, habilitado: retira un pequeño porcentaje de las ganancias, que incrementa mediante pequeños desvíos en la facturación, en complicidad con empleados, aprovechando las áreas borrosas propias del ramo, los centímetros de más o de menos que corta la tijera. Esa tijera grande para las telas que en verdad no actúa como tal, ya que el operador no la cierra y abre, no tijeretea, sino que la mantiene en ángulo fijo, más que tijera es un par de cuchillos en cuya intimidad la tela, con docilidad que asombra, se deja abrir. El encargado ha de tener la habilidad de que el empleado cómplice resulte más comprometido que él mismo, pero está la cajera, que es persona de confianza del dueño. Mujer mayor, incluso parienta del dueño, ella es inasequible a toda sugerencia corrupta y en realidad a toda sugerencia del encargado. Los desvíos deben efectuarse a espaldas de esta mujer, lo cual no es fácil. Hace falta un doble juego de facturas, un servicio que la imprenta del señor Asencio está en condiciones de brindar.
El vendedor de la imprenta, todavía no hombre de ventas, sólo hace efectivo el previo acuerdo entre el encargado y el señor Asencio. Su inteligencia, la mía, la del que fui, su inteligencia, aunque distraída, es suficiente para discernir el pacto pero él carece del poder o la astucia que habiliten a gozar de los beneficios.
Las empleadas de La Piedad, a diferencia de los empleados, no tienen contacto con el público. Trabajan en una oficinita del primer piso. Entonces, Leonor, mal pude haber conocido por boca de mujer la historia del encargado con la chica extranjera. Sólo pude reconstruirla desde el falaz relato masculino.
La historia la divulgaban los otros, los empleados; él, con su mandíbula saliente, sólo agregaba unos detalles. A la chica extranjera, él le producía repulsión. El mismo lo dijo. Le producía una repulsión que él no trató de vencer, sino de preservar y cultivar. Su alarde no era haberla conquistado, sino haberla doblegado.
Los empleados hablan de dinero, dinero de melodrama, papeles pintados pero eficaces. El sólo interviene en el relato para desnudarla ante mí. Ella se resiste. Hay un pudor que se ilumina en la derrota y yo respondo. Responde en mí, por la extranjera, un amor conmiserativo. Pero en este amor se presenta un cuerpo extraño. Desde mi propia carne. Pequeño monstruo entre las ingles. Yo soy dos, y uno de ellos es cómplice del hombre de mandíbula saliente.
Ella, a quien yo en vano había intentado distinguir desde la calle, en mañanas de sol o en una tarde de lluvia, transido, alzando los ojos a las ventanas del primer piso de La Piedad, ella, me dijo el encargado una mañana, fue despedida. Que él, después, la había despedido. Dijo él.
Yo, vendedor, no todavía hombre de ventas, imaginé a la extranjera que en la cubierta, al llegar al puerto, había hecho el fácil cálculo de su futuro sin prever que unas palabras, “Se busca empleada”, en el idioma que todavía no conocía, escritas con lápiz tinta por los mismos dedos que una tarde se le meterían en el cuerpo, esas palabras apenas descifrables la descifrarían a ella. Ella se presenta y sí, es la empleada buscada, se apoya en la contabilidad, la lógica sin fronteras de las ganancias, se hace un lugar.
Después, con sonrisa de villano se asoma el encargado. Ella lo aceptó aborreciéndolo, con meditada precipitación. Yo le imagino un desfallecimiento alto. No hubo un cálculo material, por justificado que hubiera podido serlo, sino una decisión absoluta. Y para mí la infamia era, antes que lo sucedido, el relato del encargado. En mi alma lo desafié, peleamos, lo vencí mil veces. Soñé que no aceptaba la humillación de la chica que ya era la del sombrerito, preciosa, pero no, no debo decir que soñé, porque la rectificación mental de lo vivido no es sueño sino placer mezquino.
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