VERANO12 • SUBNOTA › CARLOS CHERNOV
Cuando en 1975, la Editorial Viking Press publicó parte de la correspondencia de John Steinbeck, Nathaniel Benchley, amigo íntimo del escritor, a modo de glosa y homenaje, envió un largo artículo a la revista The New Yorker. En el artículo, Benchley evoca un episodio casi desconocido de la vida de Steinbeck. Dice el texto de Benchley: “Recobré el recuerdo de este episodio al leer la última carta de John –hallada por su esposa Elaine entre los papeles del escritor poco después de su muerte–. La carta, dirigida a Elizabeth Otis, su agente literario, comenzaba: ‘Querida Elizabeth: te debo esta carta desde hace mucho tiempo, pero mis dedos han evitado el lápiz como si se tratase de una herramienta vieja y envenenada’. La referencia a la herramienta vieja y envenenada trajo a mi memoria el incidente que Steinbeck llamó luego ‘El mal del lápiz’.
“En numerosas ocasiones John me había hablado de sus instrumentos de trabajo, era bastante quisquilloso al respecto. En una oportunidad destinó varias horas de insomnio a desarmar su sacapuntas eléctrico; decía que no funcionaba bien y que desde hacía tiempo quería echar un vistazo a su interior. Lo desmontó pieza por pieza, lo arregló y le puso aceite. ‘Ahora funciona perfectamente por primera vez desde que lo compré’, me dijo orgulloso. En sus cartas dedicaba largos párrafos a describir sus lápices: ‘Mi surtido de lápices va del Calculator negro robado de Fox Films, a este Mongol 2 3/8 F que es bastante negro y tiene un punto fino, mucho mejor que el de los lápices de Fox. Voy a comprar seis o quizá sólo cuatro docenas más para mi estuche de lápices’. En otra carta me escribió: ‘He encontrado un nuevo tipo de lápiz: el mejor que he tenido. Por supuesto, cuesta tres veces más que los otros, pero es negro y suave y la mina no se rompe. Creo que siempre usaré éstos. Se llaman Blackwings y, de verdad, planean sobre el papel’. Steinbeck siempre estaba pendiente de cómo sujetaba el lápiz –prosigue Nathaniel Benchley–; si el lápiz estaba a gusto en su mano, si estaba tenso o relajado en el momento de escribir. Para él esto se relacionaba con la fluidez con que circulaban hacia su mano lo que llamaba ‘jugos creativos’ que, según John, ‘luchaban por encontrar su camino hacia el exterior, como el semen’.
“En otra carta me comentaba preocupado: ‘En el tercer dedo de mi mano derecha tengo un gran callo que me ha salido por utilizar el lápiz durante tantas horas diarias. Se ha convertido en una gran protuberancia y no desaparece. Algunas veces es muy áspero y otras, como hoy, brilla como un espejo’. Este es el asunto al que deseo referirme –continúa Benchley–. Pocas semanas después de esa carta, vino a verme a Nueva York y fuimos a cenar. Durante la comida, John me mostró un callo en el dedo mayor. Era del tamaño de una perla pequeña y, efectivamente, resplandecía brillante de grafito. John comparó el color gris acerado del callo con las suelas lustrosas de roña prensada de las pantuflas de su padre. Me contó con una sonrisa: ‘Cuando mis hermanas y yo no le obedecíamos, por ejemplo, cuando nos demorábamos en ir a dormir, papá nos arrojaba las pantuflas. Era sumamente hábil con ellas; las lanzaba como un cuchillo, con tanta fuerza que parecía que se clavarían en el marco de la puerta. Luego nosotros teníamos que devolvérselas. Me acuerdo que eran unas viejas pantuflas azules, marca Pullman, con el cuero ajado y el relleno de estopa sobresaliendo por los labios descosidos del talón.’ Esa noche John también me contó que se había vuelto muy delicado respecto de los lápices; debían ser redondos, se quejaba de que los lápices hexagonales le cortajeaban los dedos.
“El episodio del callo no hubiera superado la categoría de mera curiosidad –o de insólita enfermedad laboral, calificación que habría enorgullecido a Steinbeck– de no ser por el cariz que tomaron luego los acontecimientos. Su esposa Elaine me llamó una semana más tarde. John se había limado el callo con piedra pómez y se le había infectado. La lesión estaba inflamada y caliente, y una trama de líneas rojas partía del dedo y recorría el antebrazo hasta el codo. John se negaba a consultar al médico. Aseguraba que la postergación de la visita se debía a la vergüenza; se sentía muy tonto de haberse lastimado a sí mismo. Convencerlo por teléfono no me costó demasiado esfuerzo. Simplemente le mencioné que debía cuidarla: era su mano de escribir.
“A la mañana siguiente Elaine me llamó para agradecerme. Habían consultado al doctor Williams, vecino de Sag Harbor. El médico dijo que sólo se trataba de un callo muy crecido y le indicó un antibiótico, una pomada antiséptica y que dejara reposar el dedo. Pero luego, tal vez por un exceso de celo profesional –estaba atendiendo a un Premio Nobel–, agregó que convendría tomar una muestra de tejido para mandarlo a analizar. John palideció. Que el médico le dijera que se trataba de un estudio de rutina no apaciguó sus temores. Mientras el doctor Williams seccionaba el callo con un escalpelo y bromeaba acerca de los médicos con vocación de pedicuros, John le preguntó alarmado por qué no sentía dolor. Williams le explicó que el callo era carne muerta: no dolía ni sangraba.
“Al parecer, Steinbeck luego se fue calmando. Elaine me contó divertida que John le había reprochado al doctor Williams la costumbre de los médicos de comparar los tumores, por su forma y tamaño, con frutas: aceitunas, naranjas, peras. Cuando llegaron a la casa, Steinbeck se encerró en su escritorio y no salió hasta la madrugada. Una semana más tarde, el doctor Williams los llamó personalmente para tranquilizarlos. Les dijo que el informe de la biopsia confirmaba el diagnóstico y que, si evitaba la presión y el roce del lápiz, el callo iría desapareciendo solo.
“Durante esos meses, mientras esperaba que su tercer dedo se curara, John aprendió a escribir con la mano izquierda y trabajó exclusivamente con ella. Elaine se comunicó conmigo un par de veces. Estaba asustada, su marido se recluía a escribir de catorce a dieciséis horas por día; un ritmo al que Steinbeck no estaba habituado. ‘Nunca me sentí tan sola al lado de John. Casi no come, revuelve la comida con el tenedor y de golpe se pone a anotar frases en papelitos, apenas me habla. Jamás se comportó de esta manera.’ Las quejas de la esposa me preocuparon: John se sentía feliz en su matrimonio, estaba muy enamorado de su mujer. ‘Dice que está escribiendo su autobiografía’, me informó Elaine. Intenté hablar con Steinbeck en varias oportunidades, al fin me atendió a regañadientes. Cuando le pregunté por sus memorias me dijo: ‘A cierta altura de la vida las ideas para escribir libros escasean y, por otra parte, los lectores quieren saber quién cree uno que fue. Mi autobiografía se sitúa entre la esterilidad propia y la demanda ajena.’ Le recomendé a Elaine que lo dejara tranquilo. La visita al médico lo había atemorizado, ya se le pasaría.
“En Pascuas, mi esposa y yo viajamos a Sag Harbor a visitar a los Steinbeck. Esa noche bebí demasiado y, como suele ocurrirme con el alcohol, me desperté muy temprano y ya no pude volver a dormirme. Al amanecer bajé a la cocina; encontré a John sentado leyendo. Cuando me vio entrar dejó el libro sobre la mesa. Era un tomito de poemas de Mallarmé. ‘Nunca pude entender Un golpe de dados, pero me gusta como suenan’, bromeó. ‘Plume solitaire éperdue’, recitó en voz alta, y de inmediato lo tradujo: ‘Pluma solitaria trastornada’. ‘¿Desatinada?, ¿apasionada?’ Me encogí de hombros, mis conocimientos de francés no bastaban para decidir cuál era la traducción correcta. ‘Pluma solitaria perdida’, insistió. ‘Creo que fue Mallarmé el que dijo que si alguien ejecuta la escritura totalmente se suprime. Lo he comprobado desde que escribo con la mano izquierda.’ El comentario me intrigó, lo invité a seguir hablando. ‘Acabo de dejar atrás un período de furor calami. No podía parar de escribir, fue una verdadera calamidad’, sonrió John.
“Me contó que en los últimos meses había trabajado en su autobiografía todas las horas en que permanecía despierto. El problema fue que recorrió y descargó su memoria con tanto ahínco, que pronto consumió todo su material; incluso los recuerdos que evocaba examinando fotos o hablando con sus familiares. Entonces comenzó a escribir su autobiografía en tiempo presente, como una especie de diario exhaustivo. Reconstruía en el papel cada día, hora por hora. Dado que su vida se limitaba a la sedentaria experiencia de la escritura, debía recurrir a una suerte de microscopía de detalles y asociaciones. Repasaba todos los pormenores externos al acto de escribir: estados de su cuerpo durante la tarea, cualidades del ambiente, preferencias por distintos instrumentos. Apenas se despertaba consignaba los sucesos de la noche; posiciones en las que había dormido, contenidos de sus sueños. Como un rumiante, cada mañana volvía a digerir lo que había escrito el día anterior; eran puntos de partida para nuevas digresiones. ‘Eso cuando podía entenderme la letra’, me aclaró.
“Fue hasta su escritorio y volvió con una gran pila de papeles sin encarpetar, calculé que superaban las quinientas páginas. Evidentemente, John había intentado transformar su vida en palabras. Las dejó caer ruidosamente sobre la mesa, escogió algunas páginas al azar y me las mostró; estaba en lo cierto, la letra –nerviosa, infantil–, resultaba ilegible por completo. ‘De chico tenía una letra espantosa, la única que la entendía era mi mamá; no sé cómo se las componía, pero leía mis jeroglíficos de corrido.’ Me explicó que al principio no le importaba, se divertía descifrando su letra; trataba de interpretar qué había querido decir como si fuera su propio lector. Pero pronto se dio cuenta de que el inconveniente trascendía la mala letra, lo escrito no tenía ninguna calidad literaria. Al parecer, se había propuesto romper con toda intencionalidad estética. ‘Justamente, porque la intencionalidad se queda en las intenciones’, me dijo. Había escrito sin ocuparse de la arquitectura del texto, del aburrimiento de un posible lector, ni de las reglas de composición. ‘En fin, ahora trato de extraer de este revoltijo algún elemento útil para otro libro, pero es una sopa de letras, no sirve para nada. Me sucedió por escribir con la mano izquierda, cuando escribía con la derecha era más ordenado. Desde la visita al médico entré en la etapa izquierda de mi vida.’
“Me arrepentí de haberlo convencido de que fuera al médico. John se levantó de la mesa y empezó a preparar café; mientras llenaba de agua la cafetera le pregunté cómo estaba del callo. ‘Bien, en verdad no era nada’, me contestó mirándose el dedo. ‘Lo más molesto fue la infección. La red de líneas rojas en el antebrazo me recordaron las líneas negras de la sarna. Cuando tenía siete años mis hermanas y yo nos contagiamos sarna. Un mal común con el estado de la higiene en el pueblo de Salinas a principios de siglo. El médico nos inyectó tinta china para ver los túneles de los parásitos bajo la piel. De ese modo llegaban al diagnóstico en aquellos tiempos. Era chico, tal vez deduje que por mis venas podía circular sangre o tinta indistintamente.’
“Remató la frase con una extraña sonrisa melancólica, se dio vuelta y puso la cafetera al fuego. Yo me quedé sentado a la mesa observando la desprolija masa de papeles. ‘Se burla de mí’, pensé. ‘¿Cómo un médico va a inyectarle tinta?’. Siempre creí que la tinta era una sustancia tóxica. Recordé que los japoneses la convertían en ladrillos y luego volvían a diluirla para escribir. Probablemente John había sentido que el callo obstruía el canal de la tinta. Petrificada en sus venas, la tinta ya no se transformaría en palabras. Traté de volver a la realidad. Steinbeck era un escritor prolífico, nunca supe que padeciera de impotencia creativa, pero quizá después de tantos libros su imaginación se había secado. En resumen, no entendía qué le había sucedido, pero decidí que no tenía mayor importancia. El caso es que no había querido renunciar, aprendió a escribir con la mano izquierda y pasó del atascamiento al desborde.
“John tomó un huevo de Pascua de una cesta y empezó a comérselo pellizcando el chocolate. Se paró frente a la ventana, afuera el sol de abril comenzaba a evaporar el rocío sobre el pasto. Me contaba cómo le gustaba el principio de la primavera, sobre todo ver el despuntar de los pimpollos tempranos, y qué afortunado se sentía de estar con Elaine, que cuidaba las flores; cuando, de repente, el café empezó a hervir y a brotar a chorros de la cafetera, derramándose sobre el enlozado blanco de la cocina. John saltó de su asiento y apagó la hornalla.
“Mientras lo observaba tomar un trapo y, entre lamentos y gruñidos, limpiar las manchas de café, volví a formularme la pregunta que me había hecho cientos de veces: ‘¿Qué tienen los escritores en la cabeza?’ ‘Una cosa que mancha’, me respondí de inmediato. ‘Si los acompaña la suerte, sale como tinta.’”
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