Mié 29.01.2014

VERANO12 • SUBNOTA

Los embargos

› Por Pedro Lipcovich

Cuando me embargaron a mi mujer fue muy duro. Nosotros teníamos deudas viejas, de cuando yo tuve el accidente y estuve sin trabajar tantos meses, y nunca podíamos pagarlas. Y no es que uno malgastara. Si yo nunca fui derrochador, y menos cuando estaba ella, que yo le daba el sobre cada quincena y ella se encargaba, escribía todo en un papel y hacía las sumas y uno sabía cuánto se podía gastar en cada cosa y si no se podía, no se podía. Y bueno, cuando fue el accidente, como nosotros no teníamos casa ni nada, hubo que hipotecarla a ella. Después yo volví a trabajar, pero ya los sueldos eran muy bajos y los intereses muy altos, no se pudo pagar. Así la perdí a ella, después de tantos y tantos años de estar juntos.

Cuando a ella la embargaron, nosotros vivíamos en un hotel casi vacío: los dueños pensaban venderlo y entonces no alquilaban las habitaciones desocupadas. Teníamos un baño para nosotros solos. A veces, cuando yo volvía de trabajar a la tardecita, nos poníamos a recorrer la casa grande y tan vacía, subíamos escaleras, visitábamos las piezas abandonadas donde siempre quedaba algo de los inquilinos anteriores, una tapa de revista clavada con chinches en la pared, un sonajero en un rincón. Subíamos hasta la terraza, yo me asombraba, todavía me asombro de las plantas que brotan en los huequitos de las paredes viejas y viven así sin lugar para las raíces, nomás con el sol y un poco de agua traída por el viento. Ella no se asombraba de esas cosas, es la vida, decía, y nos besábamos, me acuerdo, como si fuésemos novios, en la escalera del hotel tan viejo y tan solo, como si fuésemos jóvenes y ya éramos viejos, aunque todavía no decíamos que éramos viejos. Pero yo hablo como si hubieran sido muchas veces que recorrimos ese hotel y quizá fue una sola vez, que estábamos contentos por algo y paseamos por las piezas y las escaleras y nos besamos, pero uno recuerda las cosas buenas como más duraderas o más claras de lo que fueron, porque así es la memoria y en la vida llega un momento en que la memoria nos da de comer y nos acaricia como si fuera una madre.

Después de que a ella la embargaron, yo me tuve que ir de ese hotel. La plata me alcanzaba menos porque cuando mi mujer estaba conmigo siempre traía unos pesos que ganaba lavando ropa y esas cosas. Igual, el hotel ya estaban por cerrarlo y, la verdad, yo me sentía demasiado triste allí solo. Conseguí pieza en un hotel que estaba por el centro. Era una pieza muy chiquita en una especie de entrepiso, se subía por una escalera de mano. En la pieza de abajo vivía una gente con chicos que me miraban casi con miedo, seguramente de verme siempre serio y solo. Yo estaba poco allí, me iba a caminar. Miraba la gente que entraba a los cines, a los teatros, los veía vestidos de colores, me parecía que todos eran de colores y yo el único gris. Nadie se fijaba en mí, o si se fijaban no me importaba. Después fui viendo que había otros grises también, y hasta me distraía un poco distinguiendo los grises como yo que caminaban desparramados entre la gente.

Una noche, me encontré de repente en una feria de pájaros. Estaba en una avenida. Era un local nuevo, muy grande, contra las paredes había jaulas amarillas que llegaban hasta el techo. Estaba lleno de luces y los pájaros de colores cantaban como si hubiese sido de mañana. Yo me quedé no sé cuánto tiempo escuchando. De repente, me di cuenta de que me había olvidado de mí, y de ella, y me dio una especie de vergüenza. Nunca más volví a encontrar esa casa de pájaros.

Un tiempito después, cerró la fábrica y me quedé sin trabajo. Era una situación grave. Traté de distribuir el dinero que tenía como lo hubiera hecho mi mujer. Me compré varios paquetes de fideos para cocinar en el calentadorcito. Compré también unas botellas de querosén, y sal. Así podría vivir más tiempo. Yo sabía que a mi edad ya no podía conseguir un trabajo efectivo, y tampoco podía jubilarme todavía. Traté de hacer changas pero había poco y nada. Después de un tiempo me tuve que mudar a un hotel de camas para caballeros. Tengo el recuerdo muy feo de ese lugar. Yo dormía en una sala con seis camas. La gente cambiaba siempre y había que cuidarse mucho de los robos. A mí no me robaron nada allí. Yo había guardado todas las cosas que me quedaban en una valija, y la cuidaba mucho. No se podía dormir tranquilo: como la gente cambiaba tanto, cada noche había ruidos distintos. Ronquidos, hombres que jadeaban. Una vez llegó uno borracho a la madrugada y prendió la luz de la pieza; eso estaba prohibido. Se subió a su cama y empezó a hablar a los gritos. Decía que pronto iba a venir Dios a la tierra y nos iba a salvar a todos. Que nos quedáramos tranquilos; pero él no estaba tranquilo. Se puso a hablar como en secreto, dijo que Dios era un osito peludo, más o menos grande así, decía. Los demás empezaron a chiflar, a protestar. Vino el patrón y lo echó. A mí me gustó la idea de que Dios fuera un osito que se pudiese acariciar y cuidar para que crezca.

Por esa época yo había empezado a ir a un comedor gratis en una iglesia. Daban un guiso con fideos, arroz y garbanzos. Había que hacer cola en el patio, donde había una palmera y unas plantas. Era en invierno, a veces había solcito. Yo creo que, Dios me perdone, alguna vez fui feliz esperando la comida caliente bajo la luz de agosto. Nos iban dando el guiso con un cucharón. Cuando ya teníamos la comida en la mesa, había que esperar a que una monja rezara. Algunos empezaban a comer antes o mientras la monja rezaba; al que hacía eso, otra monja le pegaba en las manos con un palito. La que rezaba tenía anteojos y la cara muy blanca. Daba las gracias a Dios, y le pedía. Nunca me gustó rezar o pedir.

Cuando se me acabó el dinero, ya no pude seguir en la cama para caballeros. Ahora, dormía en un banco de la estación. A la mañana, iba al baño de la estación, me lavaba lo mejor que podía y me peinaba. Yo contaba los días que me faltaban para la edad de jubilarme. No tenía dónde dejar la valija, la cargaba siempre conmigo. Por eso, casi no salía de la estación. Dejé de ir al comedor de las monjas. Qué cosa, me parece que en esa época yo no comía nada. Y no puede ser, porque fueron muchos meses. Sé que no tenía hambre. Estaba casi todo el tiempo sentado en el banco. A veces, me levantaba y caminaba despacito debajo del techo altísimo de la estación, me iba hasta el final de un andén y miraba las vías, largas y derechas hasta formar ellas mismas su horizonte, miraba los yuyos y hasta algunos árboles a los costados de las vías. Era como una cinta de campo llegando hasta el centro de la ciudad, y me hacía acordar de mi niñez.

El mismo día de mi cumpleaños fui a empezar el trámite de la jubilación. Caminé despacito con la valija. La ciudad me resultaba rara, me sentía desconcertado fuera de la estación. El trámite era en una oficina llena de humo. Había mucha gente. En un mostrador, me dieron unos formularios que tenía que llenar. Creo que eran muy complicados, y yo no podía leer bien las letras. Antes de salir de la estación, yo había sacado de la valija todos los papeles de los trabajos que tuve. Ahora yo iba con los papeles y los formularios y la valija preguntando a los empleados de las ventanillas, pero estos empleados estaban muy ocupados porque había colas muy grandes y además otras personas que se acercaban a hacer preguntas, y a los empleados los llamaban también desde atrás, eran jefes y hasta otros empleados que se levantaban de sus escritorios para dar instrucciones o hacer pedidos a los de las ventanillas, que, por todo esto, podían tal vez contestarme algunas preguntas pero no explicarme cómo se hacía el trámite. Yo había escuchado que el trámite de la jubilación no suele ser fácil, hacen falta personas cultas y para conseguirlas hay que tener relaciones o dinero. Estaba, entonces, parado en medio de la oficina de humo, con mi valija y los papeles, cuando una empleada, una chica joven, se levantó de su escritorio y me llamó: “Venga, señor”, así me dijo. Fue conmigo hasta un mostrador y llenó todos los formularios. Ella misma los llevó adentro. Después, cada vez que tuve que ir por el trámite, que duró muchos meses, se encargó ella. Cuando me jubilé, le regalé un canario cantor, porque ella una vez me había dicho que le gustaban los pájaros y otra vez que se despertaba triste por las mañanas.

Poco después de que empecé el trámite de la jubilación, me robaron la valija. Fue en la estación, de noche. Yo dormitaba, como siempre, agarrado a la valija. De repente me agarran del otro brazo y me tiran para un costado. Yo me caí, pero sin soltar la valija. Entonces me pegaron, me insultaban. Yo trataba de protegerme la cara con la otra mano pero no soltaba la valija. Entonces me patearon la mano hasta que se soltó, y se escaparon con ella.

Me quedó solamente lo que llevaba puesto. Lo que hice desde entonces fue: cuando lavaba la camisa en el baño de la estación, me quedaba en camiseta debajo del saco mientras la camisa se secaba, y al revés cuando lavaba la camiseta. En la valija tenía mi ropa y cosas, esos recuerdos tontos que uno guarda: un papel de cuando ganamos un torneo de fútbol hace cincuenta años, entonces yo tenía tu edad; una casita de madera pintada que compramos en un tren, me acuerdo, cuando todavía éramos novios; una foto amarilla de mis padres antes de que yo naciera, y fotos de ella, las fotos de ella. En realidad, las fotos yo prefería no mirarlas para no entristecerme demasiado. Fue mucha pena al principio estar sin la valija, pero después me sentí más liviano. Sin la valija, me animaba a salir de la estación. Caminaba despacito por la plaza de gente apurada y hasta me iba por las calles de alrededor. Miraba las casas y los hoteles viejos, los colores distintos de la ropa puesta a secar en los balcones, las plantas en los huequitos de las paredes que me hacían acordar de aquel hotel donde fui feliz. Yo ya tenía la esperanza porque el trámite de la jubilación había empezado, y ya pensaba que le iba a regalar a la chica de las jubilaciones el canario que después le regalé.

Cuando me jubilé pude venirme a vivir a este hotel, y de mi vida de ahora vos ya sabés. Tengo una cama, tengo mi calentador, el querosén, la sal, los fideos, el aceite. Salgo a caminar. Miro la gente, las plantas, fijate el sol que se pone detrás de la azotea y nos llena las caras de color, antes de que llegue la noche nos da la última luz.

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