VERANO12 • SUBNOTA › MONICA MÜLLER
Los testículos fabrican todo el tiempo espermatozoides en cantidades monstruosas. En un milímetro cúbico de semen se apretujan 60 mil, pertrechados para resistir como soldados japoneses sin alimento y sin agua en condiciones hostiles. Con cada eyaculación saltan al mundo exterior entre 200 y 600 millones. Primero vacilan un poco abombados, pero enseguida se lanzan a competir en un triatlón suicida. Un poco patinando, otro poco reptando y otro nadando contra la corriente, avanzan con una tenacidad ciega porque saben que sólo uno va a llegar a la meta que brilla allá lejos. Millones mueren después de agonizar durante días arañando las paredes del óvulo indolente, que ni se entera de su existencia. Un despilfarro demográfico que se reproduce sin pausa bajo el calzoncillo más elegante. En cambio, la mujer nace con una dotación de óvulos no renovable; unos 400 o 500 que le tienen que durar toda la vida. Elige uno por mes como quien saca de una vitrina un huevo esmaltado de Fabergé y lo libera con delicadeza en el tobogán de las trompas de Falopio. No lo dilapida con cualquier papanatas que pueda estropear el batido de ADN con información genética de calidad inferior.
Los psicólogos evolucionistas se apoyan en datos biológicos irrefutables para concluir que la estrategia masculina óptima es aparearse con muchas mujeres diferentes (total, el espermatozoide es mano de obra barata). Para la mujer, a su vez, es estratégico seleccionar un solo ejemplar fuerte y rico, capaz de proteger a su precioso huevo fertilizado. Por eso lo piensa dos veces antes de aparearse con un hombre y deja fuera de la lista a los vagos y los incompetentes. El eje de la estrategia femenina es ser monogámica y pretender que también lo sea su pareja.
La psicología evolucionista afirma también que los hombres se sienten más atraídos por mujeres jóvenes y bonitas que por mujeres viejas y feas. Se presume que esa extraña inclinación se debe a que la juventud y la belleza se asocian a la salud y por ende a la fertilidad.
Los evolucionistas postulan que los sucesos bioquímicos determinan el comportamiento de las personas a la hora de irse a la cama. Si aceptamos esa premisa sin someterla a un análisis más profundo, podemos incurrir en el error de pensar que hay razones biológicas para que las mujeres sean menos infieles que los hombres.
Sin embargo, debo decir que ni en la vida cotidiana de las personas con las inclinaciones sexuales más aburridas, las cosas son como las pintan los psicólogos evolucionistas. Fundamentaré mi disidencia presentando las conclusiones del trabajo multicéntrico realizado durante el año 2012 por investigadores de la Cátedra Libre de Sexología Aplicada de la UBA, en colaboración con el equipo de investigadores en Orgasmo Comparado que dirijo en la Facultad de Psicología de la Universidad de Palo Alto, California.
En total hemos investigado 201 casos de la Costa Oeste de los Estados Unidos y 305 en el distrito metropolitano de Buenos Aires, lo que nos permitió identificar tres patrones de infidelidad femenina de alta frecuencia que proponen un nuevo paradigma sobre las cuestiones macho/hembra y monogamia/poligamia en el ámbito de la sexología humana.
1. La infidelidad rutinaria
Aunque no es poco frecuente, resulta el patrón más difícil de detectar por el alto grado de entrenamiento físico y psíquico que este modelo de adúltera se ve obligado a alcanzar para llevar con éxito una vida extramatrimonial sigilosa. Los amigos, los parientes, los vecinos y en especial el marido engañado pondrían la mano en el fuego, como dicen ustedes acá, por su honestidad. Un caso típico es el de Claudia, un sujeto estudiado por el grupo argentino en el Gran Buenos Aires. Engañó a su marido desde el noviazgo con fugaces intervalos de descanso, y a pesar (o a causa) de esto fue siempre una esposa perfecta, objeto de envidia de los amigos casados. Estaba siempre de buen humor, la casa brillaba de orden y buen gusto, cocinaba con talento y placer, y los cuatro hijos del matrimonio no tuvieron problemas en la infancia ni en la adolescencia. Toda la familia era un modelo de armonía y optimismo en el country y un ejemplo edificante en misas y casamientos.
En paralelo, Claudia mantenía relaciones eróticas con dos o tres hombres a la vez, coordinando los circuitos de horarios y encuentros con una destreza que envidiaría un señalero ferroviario. Por épocas agregaba suplementos más excitantes como quien le agrega chile a un plato desabrido. Frecuentó un club de swingers con uno de sus amantes y cuando agotó el stock de hombres nuevos, se inscribió en un sistema de búsqueda de parejas. Llevaba un archivo con planillas excel para no caer por error en citas con hombres repetidos. Para degustación basta con una vez, explicaba. Sólo aceptaba encuentros en hoteles entre las ocho y las once de la mañana, un horario que le permitía dejar a los chicos en el colegio y llegar a su casa relajada con el tiempo suficiente para preparar el almuerzo.
A una amiga íntima le confesó que no concebía la vida sin su marido. Es el eje afectivo para una vida interesante, le dijo, como si hablara de vigas de hierro o de columnas de hormigón. Lo que en ese momento parecía una declaración retórica se manifestó como cierto un año más tarde, cuando el marido de Claudia murió asfixiado con un pedazo de bondiola en una parrilla de González Catán. Primero un mozo y luego un médico que pasaba por azar le hicieron la maniobra de Heimlich, que consiste en lo siguiente: el reanimador toma desde atrás a la persona atragantada, le inmoviliza los brazos y le coloca ambas manos cruzadas sobre el pecho a la altura del extremo inferior del esternón. Una vez bien afirmado, aprieta con fuerza hacia sí varias veces para provocar la expulsión del cuerpo extraño. Los dos le aplicaron la maniobra con gran entusiasmo (especialmente el mozo), pero con poco éxito. Lo soltaron desmadejado y con la cara azul sobre los restos de asado y ensalada criolla. Como es natural, ya muerto agitaba los pies por mero reflejo medular, lo que durante varios minutos alentó en los presentes la falsa ilusión de que seguía vivo. Dos testigos casuales le vaciaron un vaso de agua en la garganta para reanimarlo. En la autopsia se halló que la maniobra de Heimlich le había fracturado seis costillas y el agua se había filtrado por los bronquios hasta inundar los dos pulmones (pero más el derecho).
Desde ese día, Claudia cortó las relaciones con sus tres amantes del momento y en seis meses se transformó en otra persona. Primero cambió el peinado: un corte austero con un jopo masculino en la parte superior de la cabeza. Y como dejó de teñirse el pelo, en tres meses lo tuvo todo gris. Más tarde se hizo vegetariana estricta. Reemplazó la carne por tofú orgánico y milanesas de soja, y en un año aumentó trece kilos de peso. Fue a talleres literarios donde recibió críticas crueles a sus textos, hizo un curso online de psicología social, asiste a cafés filosóficos, organiza tertulias y recibe en su casa a psicoanalistas franceses que visitan Buenos Aires. Descubrió la problemática feminista: ya no dice sexo sino género, y en lugar de torta dice lesbiana. Los últimos reportes consignan que Claudia repudió el soutien, descartó sus blusas escotadas y usa blusones hindúes tres talles más grandes que compra en un importador de la calle Larrea. También ha reemplazado su colección de zapatos exquisitos por un único par de sandalias Birckenstock. Los informes especifican que las usa sin medias en verano y en invierno con zoquetes de lana rústica.
2. El síndrome del chajá
El segundo patrón de adulterio femenino también fue descripto por mis colegas de este país y lleva el nombre de un fenómeno observado por primera vez en un campo de Hornos, al oeste de la provincia de Buenos Aires. Dos cazadores encontraron por azar a una hembra de chajá (no sé si lo conocen: es un ave tradicional argentina) al lado del cadáver de su pareja, a la que presumiblemente habían matado involuntariamente mientras cazaban perdices. Me han comentado que, según la sabiduría popular pampeana, los chajás son monógamos y que, cuando muere uno, su pareja deja de alimentarse y languidece hasta morir. Los cazadores no quisieron abandonar a la chajá viuda: la metieron en una bolsa de arpillera y llevaron a la casa. Antes de soltarla en el parque le cortaron las plumas largas de las alas. Temían que volara hasta la ruta y se parara delante de un camión para suicidarse. Al día siguiente seguía viva y a partir del tercero devoraba con ganas una fuente entera de carne, avena y maíz todos los días. Un mes después le habían vuelto a crecer las plumas de volar, pero no manifestaba la menor intención de irse del parque. Se pavoneaba como una reina entre las gallinas y cuando una ponedora distraída invadía su área, ella la ponía en fuga corriéndola a una velocidad increíble para sus patitas cortas y tirándole picotazos feroces a la cabeza. Los cazadores le daban todos los restos de la cocina y ella no le hacía asco al cuero de chancho ni a los chinchulines ni a los piolines de los chorizos, dieta que le hizo brotar un plumaje inusual para la especie: dos plumas verdes en cada ala y cuatro largas, como de plumero fino, en el copete.
Esa experiencia histórica le dio el nombre criollo de síndrome del chajá al fenómeno que los investigadores clásicos de mi país llaman infidelidad post-mortem. El nombre alude a las mujeres que al quedar viudas después de una vida de discreción y monogamia no se marchitan por efecto del duelo sino que florecen en una forma inesperada. Aunque técnicamente no se trata de infidelidad, porque el potencial traicionado ya no existe, el empeño con que las viudas-chajá recuperan las oportunidades perdidas las hace sospechosas de no haber sido en realidad esposas devotas sino verdaderas ninfómanas reprimidas por los votos matrimoniales. En ese sentido, hay quienes consideran que se trataría de un verdadero adulterio retrospectivo.
Toda mujer que queda viuda a una edad en que todavía es visible para los hombres, descubre con sorpresa que a su alrededor proliferan plomeros simpáticos, amigos audaces de sus hijos y profesores de Pilates dispuestos a hacer menos árida su soledad, lo que puede llevarla a conductas escandalosas. Mientras todos esperan que se recluya, se deprima o se enferme, ella va sufriendo una transformación inversa. Se le borran las arrugas, moderniza su vestuario, se hace conocedora de vinos y habitué de restaurantes. Estadísticamente, sólo un porcentaje mínimo de viudas recuperadas vuelve a introducir la cabeza en el cepo matrimonial, lo cual nos sugiere que el síndrome del chajá es una de las experiencias de infidelidad más satisfactorias.
3. La infidelidad imaginaria
Como algunos de ustedes saben, tengo el honor de ser descendiente del Dr. Edwin John Chatanooga I, creador de la Terapia Orgásmica, puesta en práctica con gran éxito en mi país, los Estados Unidos, durante la década del ’20. Mi abuelo paterno, médico ginecólogo de ideas avanzadas para su época, intuyó con genial perspicacia que la casi totalidad de los problemas ginecológicos de sus pacientes se debía a un bloqueo de su capacidad orgásmica.
Los invito a entrar en el contexto: créase o no, en aquellos años, el concepto de que el orgasmo femenino es tan fisiológico como el masculino era una idea revolucionaria y provocadora. Los trastornos sexuales femeninos como el vaginismo, la anorgasmia o la frigidez se atribuían a factores anatómicos o a particularidades orgánicas. Sobre la irritabilidad y la depresión, tan frecuentes entre las esposas de aquella época, se pensaba que la única causa posible eran los problemas laborales o económicos de sus maridos.
Fue mi antepasado quien se propuso actuar con estímulos vibratorios directos sobre los clítoris de sus conciudadanas en pos de una mejor sociedad estadounidense. Su razonamiento era muy sencillo, como lo son todas las grandes ideas. Veamos el esquema con que presentó su invento en el II Congreso de Ginecología, Texas, en 1924. Este típico gráfico en cascada propone como punto de partida el OFU, Orgasmo Femenino Universal, que se proponía alcanzar con su invento, el Chatanooga Vibrator. Una vez logrado el OFU, en los pasos siguientes aparecen sus consecuencias: una mejoría neta del psiquismo y una disminución radical de síntomas crónicos en todas las esposas americanas, lo que se proyecta en el paso 3 como una franca reducción de los conflictos intrafamiliares, lo que a su vez influye, como vemos en el paso 4, sobre un mejor rendimiento laboral de toda la población masculina y en la fase 5 en una mejoría cuantitativa de la producción industrial del país, lo que por lógica culmina en el último cuadro con el crecimiento económico de toda la sociedad americana.
Típico hombre de acción, el doctor Chatanooga I no se limitó a la teoría sino que la puso en práctica, diseñando su primer vibrador a pedal y aplicándolo a sus pacientes con tanto éxito que –según relata su esposa, mi abuela, en una carta personal– “en la vereda y en el vestíbulo se forma todas las mañanas una fila de mujeres ansiosas por ser tratadas”. La utilización del Chatanooga Vibrator tuvo una aceptación tan rápida que en menos de dos años mi abuelo, su creador, se retiró de la práctica clínica y montó una pequeña fábrica artesanal con la que surtió de vibradores a pedal y eléctricos a toda la comunidad médica norteamericana de aquellos años.
El uso no terapéutico que el cine pornográfico ha hecho de ellos influyó en su difusión, de forma que hoy una mujer de cualquier edad, estado civil y condición económica puede surtirse de ellos sin receta médica y –lo que es más importante– puede aplicárselos ella misma como autoterapia en la comodidad de su hogar. Y es en ese punto donde aparece el tercer modelo de adulterio femenino con el que quisiera cerrar esta exposición. La novedosa facilitación del orgasmo en tiempos mínimos, donde y cuando lo desee, prescindiendo de cortejos, escenas de celos y sin siquiera tener que reírse de chistes malos, ha provocado en la población femenina una inclinación a hacer uso de estos elementos no sólo en el hogar sino también en lugares como oficinas, teatros, cines y medios de transporte, constituyendo en algunos casos un verdadero abuso.
No es la nuestra una consideración de tipo moral, antes bien, es una luz de alerta para la comunidad, que pronto tendrá que tratar con legiones de mujeres autoabastecidas sexualmente, con las consecuencias imprevisibles que ello puede acarrear. Por ejemplo, el grupo de estudio que dirijo en California ha podido detectar un número significativo de mujeres que se entregan a la masturbación vibratoria una o más veces al día y justifican su hábito con el pretexto de “la desaparición de contracturas y dolores musculares”, “un cambio positivo en el humor”, “un mayor rendimiento en el trabajo y en las labores domésticas” y hasta “un mejoramiento de la calidad de la piel”.
El caso Jenny S es representativo de esta compulsión que para los académicos se perfila como una forma alienada y masiva de infidelidad. Por su profesión, la señora S viaja constantemente fuera de los Estados Unidos y no se va de ninguna ciudad sin llevarse una curiosidad o un recuerdo vibratorio. Es poseedora de la más importante colección de estos adminículos, que atesora con una atención que jamás le ha dedicado a su marido, ni a sus hijos. Los conserva en perfecto estado de higiene ordenados por tamaños, colores y consistencias en fundas de distintos materiales que hace confeccionar a medida por su propia modista. Le ha dado un nombre a cada uno, casi siempre masculino, salvo en tres casos en que –ella no ha sabido o no ha querido explicar la razón– llevan nombres femeninos. Relata Jenny S que cada día selecciona uno o dos para que la acompañen en la cama y que durante esa intensa actividad sexual su fantasía crea las situaciones y los protagonistas más inesperados. Una noche elige uno de los vibradores más grandes y compactos, y se concentra en imaginar que el príncipe Charles de Inglaterra le provoca seis orgasmos consecutivos; un día selecciona un pequeño vibrador de silicona blanda con depósito de lubricante incorporado y se entrega a imaginar que el escritor Salman Rushdie le efectúa una práctica oral con secreción de abundante saliva. “Dudo que haya otra mujer más feliz en el mundo. Poseo lo mejor de los hombres y puedo estar con el que quiero y pedirle que haga lo que quiero sin tener que escucharlos y sin darle explicaciones a ninguno”, testimonió Jenny S ante los profesionales de Palo Alto que tomaron su testimonio.
Ahora es el momento de preguntarnos: ¿es esto infidelidad? Pasar cada noche con un hombre diferente como lo hace el caso Jenny S, aunque sea en el terreno de la imaginación, ¿es o no es la conducta de una adúltera? Mi pregunta no es retórica. Me la formulo con frecuencia y he llegado a la conclusión de que la respuesta a esta incógnita pertenece al dominio de la antropología más que al de la psicología, y sólo puede contestarse en el contexto de una cultura determinada.
Así también me pregunto: ¿me es infiel Ana María, mi esposa, cuando su amigo Omar le practica un cunnilingus neumático, esa especialidad árabe en que la boca no establece contacto directo con el clítoris sino que sopla sobre él, desencadenando una de las respuestas orgásmicas más poderosas que se conocen? Al no haber contacto físico entre ella y él, ¿estamos ante la figura de adulterio? Y cuando pasa toda la tarde con su amiga Babette y al volver me describe los juegos eróticos que compartieron con sus respectivos juegos de vibradores, y aun cuando vuelve de ver a su amigo Pierre y me aclara que sólo estuvieron practicando esa especialidad francesa llamada masturbation á deux, ¿debo considerarme un cornudo, como dicen ustedes los latinos, tan suspicaces y proclives al machismo? Yo opino que no, así como tampoco cuando, aprovechando que estoy en esta gira de conferencias, ella se va diez días a Cuba con mi joven discípulo Mervin.
Oigo risitas allá en el fondo, y eso me sugiere que ustedes tal vez entienden esto como una infidelidad, así que debo aclararles que para mí, nacido en una cultura anglosajona, no lo es, desde el momento que ella no me lo oculta sino que me lo anticipa, y al regreso me relata con naturalidad y lujo de detalles tanto las excursiones turísticas como las experiencias eróticas que tuvo con Mervin durante sus pequeñas vacaciones.
No es mi deseo inquietar a los hombres de vuestra sociedad monogámica, machista y mayormente católica, pero como científico tengo la obligación de difundir estas conclusiones con absoluta objetividad. La realidad es que los informes de los psicólogos evolucionistas sobre comportamiento sexual tienen pocos puntos de contacto con los hechos reales. Los resultados de nuestro trabajo de campo nos autorizan a afirmar que, según a qué le llamemos ser infiel, el 100 por ciento de las mujeres lo ha sido o lo será según uno de los modelos descriptos o de otro que aún no ha sido observado.
¿Estas conclusiones han respondido a las incógnitas que ustedes trajeron a esta conferencia? Espero que no, porque mi especialidad no es dar respuestas sino plantear inquietudes. Y de las que les he propuesto esta noche debería quedar una sola, repiqueteando en la mente pragmática de cada uno de ustedes: “¿Sabe usted qué está haciendo su mujer en este momento?”.
Veo que mis jóvenes colegas de profesión y de género están abandonando la sala en masa y hasta con cierta precipitación. Eso está muy bien: dudar de todo es el primer principio que debe respetar un científico. ¡Vayan a su casa, duden, desconfíen, crean sólo en lo que pueden ver con sus propios ojos y palpar con sus dedos de hombres de ciencia! Antes de despedirme, y ya que quedan en la sala únicamente colegas mujeres, quisiera referirme sintéticamente al tema de la poligamia masculina. La mayor complejidad física y psíquica de la hembra humana comparativamente con el macho hace que toda investigación sobre infidelidad femenina requiera métodos elaborados para llegar a conclusiones certeras. En cambio, en el hombre –tal vez porque se trata de un organismo infinitamente más sencillo que sólo puede concentrarse en una cuestión por vez–, las señales de la infidelidad son casi siempre evidentes. La más común y universal es la compra inexplicable de calzoncillos nuevos.
Eso es todo. Estimadas colegas, buenas noches y gracias por su atención.
* Transcripción de la conferencia dictada por el Prof. Dr. Edwin John Chatanooga III en el marco del XXIV Congreso de Sexualidad Aplicada en la Ciudad de Buenos Aires, mayo de 2013.
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