Dom 02.03.2014

VERANO12 • SUBNOTA  › JOSE PABLO FEINMANN

Un día en la vida de Barry Benavídez

Se llama Barry Benavídez. Anda cerca de los cuarenta. O algo más. Tuvo su momento de gloria: peleó con Sugar Ray Leonard en Los Angeles. Leonard le dio la paliza de su vida. Dicen que lo dejó medio idiota. No tanto, sin embargo. Habla de corrido. Y al que le toma el pelo, al que se burla de él, todavía lo sienta de un cross. No es mal tipo, pero tampoco es bueno. Es de temer. Pese a la paliza de Leonard, a veces se pone caviloso. Se le da por pensar. Y eso lo asusta.

Vive en una casilla de zinc, cerca de la vía. En lo peor de las villas que dominan las patotas, los que sirven la frula, las putas explotadas por los comisarios, los intendentes que manejan a todos. Sale todas las noches y anda por ahí. A ver qué onda. Nunca hay onda. Ahí, la onda se murió. La mató el crac. No hace mucho unos locos montaron un boliche de morondanga. La Nota Negra, se llama. Uno de ellos, que se la daba de viajado, explicó que en Nueva Short había un boliche bacanazo que se llamaba Blue Note, que vendría a ser Nota Azul.

–Nosotros, como somos unos negros de mierda, le pusimos La Nota Negra.

–Pero allá está lleno de negros –Barry Benavídez dice.

–Hay de todo allá. Pero los negros no son como nosotros. Nosotros somos gronchos. La mayoría, peronistas. Que es como decir grasas.

–¿Tocan hoy?

–Claro, huevón –dice Franklin, que es chileno–. Si no, ¿de qué morfamos?

–Bueno, vengo más tarde.

Camina calle abajo. En un umbral, con las piernas abiertas, pollerita cortona, está Pilusa. Toma cerveza. Barry Benavídez se le sienta al lado.

–Dame un poco.

Pilusa le alcanza la botella.

–No, boluda. Un porro. O merca.

–Eso cuesta guita. ¿Qué soy yo? ¿Garca?

–Sos puta.

–Mirá, ahí viene alguien. Cómo empilcha, eh. Perdió el rumbo el pajero.

–No, viene a buscar minas como vos. Es un enfermo. Un pervertido.

Pilusa se planta enfrente.

–Oiga, don. ¿No quiere pasar un buen rato?

El tipo sonríe, seguro.

–¿Y eso qué vendría a ser?

–Un polvito conmigo.

–¿Cuánto?

–Quinientos.

–¿Pero vos estás en pedo? ¿Quién te crees que sos? ¿Graciela Alfano?

–Estoy mejor que esa vieja.

–¿Qué vas a estar? Si te bañás tres veces por año es mucho.

Aparece Barry Benavídez.

–Oiga, a la señorita la va a respetar.

–¿Y usted qué mierda quiere?

–Soy el marido de la dama.

–¿Pero ustedes dos están en pedo? ¿Esto es una dama?

–Para mí, sí. ¿Para usted?

–Para mí es una puta de mierda. Y dejame pasar o te cago a tiros.

–Ojo, eh. Yo también estoy armado.

–Qué vas a estar armado, negro de mierda.

–Cuidado le digo, gilastro. ¿No descubrió quién soy yo? Soy el error de la sociedad.

–Te cago a tiros, ahora.

Saca el revólver. Antes, mucho antes, Barry Benavídez saca una botella de cerveza rota del tacho de basura y se la incrusta en la garganta. El tipo, sorprendido, abre los ojos, se le desorbitan, le sale sangre de todos lados. Pero de la garganta es un reguero. Cae a la vereda y se acabó. No se levanta más.

–Che, qué cagada –dice Barry Benavídez–. Dos horas que salí a la calle y ya amasijé a uno.

–Fue en defensa propia, Barry. El sacó el revólver. Te iba a matar.

–¿Matarme a mí ese infeliz? ¿A Barry Benavídez, que lo sirvió de un derechazo a Leonard?

–¿Y lo noqueaste?

–¿Pero vos estás en re pedo? ¿Yo noquear a Leonard?

–Digo.

–Mirá, ayudame. Aquí están haciendo una obra. Cavaron como treinta metros para los cimientos. Lo tiramos.

Lo alzan entre los dos. No es tan pesado el tipo. Lo tiran. Se oye un grito de terror. Barry Benavídez y Pilusa se miran entre la sorpresa y la incredulidad.

–Estaba vivo todavía. Ma sí, que se joda. Mirá lo que le saqué.

Era el revólver.

–Sos un grande –dice Pilusa–. Pero decime: si está vivo, ¿no podrá ir a la cana?

–¿Ese? A los treinta metros se desangró. Ahora necesito merca. Si no, no voy a poder tocar con los boludos de La Nota Negra.

–¿Necesitás merca para tocar?

–No hagás preguntas al pedo. ¿Qué voy a necesitar? ¿Seven Up? ¿Cómo se llama el que vende la merca?

–Chupete Smith.

–Vamos.

–¿Vos sos Chupete Smith?

–Depende. ¿Vos quién sos?

–¿No me conocés? ¿Quién peleó con Ray Sugard Leonard en Los Angeles y le encajó unas buenas piñas?

Chupete Smith lo mira entero. Como si fuera un policía.

–Carajo, es cierto, maestro. Usted fue un grande. ¿Qué anda buscando, campeón?

–Frula.

–¿Cuánto tenés?

–Nada.

–¿Y cómo te voy dar algo por nada?

–Sos egoísta, eh. Si habrás disfrutado con mis peleas.

–Pero eso fue en el pasado.

–Esto es ahora.

Lo reventó a balazos. A los dos custodios que tenía, también.

Se llevaron toda la merca. De la cerveza no dejaron ni para muestra.

–Vení, Pilusa. Vamos a lo de Franklin. Yo toco el clarinete y vos hacés strip-tease.

–¿Dónde aprendiste a tocar el clarinete?

–Allá. Con los gringos. Sabía soplar yo. Sabía soplar.

–¿Aprendiste inglés?

–¿Inglés? Oíme, no me jodás. Mirá si yo...

–Pero, ¿ni una palabra?

–Dejame pensar. Sí. Fuck you.

–Son dos.

–Ellos la dicen como una. Toda seguida. Y te la largan por cualquier cosa. Se la dicen entre ellos. A las pandillas rivales. A las putas. A los viejos. A los padres. Que, después de todo, los trajeron al mundo, ¿no?

–Será por eso.

–A los canas. A los traficantes. Porque allí todo se trafica: merca, minas, pendejos.

–Qué país de mierda. Ni loca vivo ahí. Decime, ¿y qué quiere decir?

–Qué.

–Fuck you, salame.

–Qué sé yo. Creo que es una puteada que sirve para todo. Vos decís eso y chau, puteaste. Son raros los gringos. Se enculan fácil. Un día se enculan con nosotros y chau. Puré nos hacen.

Pasan una noche inolvidable en lo de Franklin. Barry Benavídez toca el clarinete como nunca. Franklin y los suyos lo acompañan. Pilusa se desnuda.

Entra la cana.

Franklin les hace frente.

–¿Qué mierda quieren? Está todo en orden aquí.

Un cana lo revienta de tres balazos.

–Tiene razón, oficial –dice Barry Benavídez–. Mire lo que tiene aquí, este delincuente.

El oficial –curioso– se distrae un momento.

Franklin tenía una granada en un bolsillo. Barry Benavídez se la tira a los policías. Vuelan por el aire. Algunos largan unos gritos horrorosos. Dos tratan de escapar. Pero, por increíble que parezca, todavía Barry Benavídez tiene dos balas en el revólver que se robó. Les dispara por la espalda. Los policías caen. No se van a levantar.

–Tranquilos, muchachos –les dice Barry Benavídez a los de la orquesta–. Sigan tocando que por hoy aquí no pasa más nada.

Se la lleva a Pilusa a su casilla. Se echan un par de polvos, tranquilos, como amigos. Ella, del oficio, conoce unos truquitos que a Barry Benavídez le gustan. Y mucho. A veces, le pide que se los haga de nuevo.

Quedan boca arriba, sudados, sin ganas de nada. O casi.

–Che, Pilusa.

–Qué.

–¿No habrá algo malo en todo esto?

–En qué.

–Un suponer, ¿a cuántos tipos amasijé hoy?

–Si no los contaste vos. Yo, te juro, no.

–¿Sirvió para algo?

–¿Estás vivo, no? Sirvió para eso. No es mucho. Que vos estés vivo o muerto le importa un reverendo carajo al planeta entero. Pero a vos no. Punto, salame. Te sirvió a vos.

–Tenés razón. Sin embargo...

–Ma qué sin embargo. No te hagás preguntas pelotudas o te vas a volver loco. Loco, entendés, loco. Cada cosa se te ocurre. ¿Quién te dijo que los yankis nos van a hacer puré? Tenés un tornillo flojo, negro. No te pegó al pedo Leonard. El día de hoy lo pasamos. Mañana, qué sé yo. Dormite y dejate de joder.

Barry Benavídez se duerme.

Nota madre

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