VERANO12 • SUBNOTA › ARIEL DORFMAN
...Y entonces se abre la puerta como un vendaval y él entra abrazándola y levantando a los niños en el aire y riéndose, por primera vez contento en ocho meses, sintiéndose de nuevo el hombre del hogar, el que asegura el billete y para la olla, y m’hijita encontré pega, me aceptaron, me aceptaron y mañana tengo todo el día un curso de preparación, el jueves me largo por mi cuenta, voy a ser vendedor, voy a vender la última novedad, y que ella fuera donde Don Fernando y le pidiera que nos fiara por última vez, que le contara que ya estoy contratado, que es seguro, tendré el diez por ciento de las ventas y esos aparatos se venden como pan caliente, y que nos hacen falta algunos fideos, unas cebollitas, harina, huevos, un poco de leche para los niños...
Felicitaciones. Ustedes han sido escogidos entre cincuenta mil postulantes para ocupar uno de los ocho puestos vacantes de vendedor de timbres. Como verán durante el transcurso de este cursillo, se trata de un timbre bastante especial, marca registrada, exclusividad de Higiene En Su Hogar, nuestra compañía, y que preselecciona cada visitante a una casa. Una pequeña demostración. ¿Algún voluntario? Gracias. Se acerca algún dedo tibio, una palma ansiosa, asimismo, eso es, que va a apretar el producto en cuestión con el objetivo evidente de finalmente penetrar en ese hogar. El timbre responde
a esta presión de dos maneras diferentes. La primera, normal, es dar curso al sonido para que los habitantes de la casa puedan percatarse de la presencia del amigo y acogerlo. La segunda –que es la característica que distingue a nuestro artículo de otros que se ofrecen en el mercado– es que el timbre rechaza la solicitud del pretendiente. Lo hace mediante una leve reacción eléctrica, así, asimismo, gracias, señor vendedor, por haber prestado el dedo graciosamente para la demostración, puede volver a sentarse, no hay daño permanente al cerebelo, sólo una frágil epilepsia en la piel, pero se ha administrado un correctivo a ese individuo inoportuno. Anoten en sus apuntes que esa descarga está autorizada por el Ministerio del Interior y supervigilada por el Ministerio de Energía y Fomento, y es de índole meramente pedagógica. Sólo sobreviene si este timbre percibe excesiva timidez en los dedos que tocan. En cuyo caso cerrará automáticamente el paso al jovencito de cuello y corbata apenas raídos que se apronta a prestar sus servicios, lavar los vidrios, pasear al perro, recoger las hojas del jardín, cualquier cosa que se le ofrezca, señora, señor, señorita, a sus órdenes. El artefacto está equipado con una nariz mágica que reconocerá en esa mano demasiado hambre disimulado, olfateará el hedor de los pies a esa hora temprana del día. ¡El solicitante tiene los pies hediondos!
Qué más prueba se puede exigir para verificar que esas extremidades han recorrido ya muchas cuadras en busca de otros mendrugos de pan, cargando biberones vacíos para guaguas jamás satisfechas, han callejeado su pobreza por los escaparates del centro engolosinándose con la pura imaginación, han zaparrastreado su albedrío desde poblaciones cada vez más lejanas sin pagar micro porque ya no se puede. El timbre es infalible, ha medido de acuerdo a leyes científicas que este idéntico joven va a molestar hoy no sólo este hogar sino otros también. Lo que según consta en el artículo 48 del nuevo código de trabajo –apréndanse de memoria ese párrafo– le da derecho a reconvenir al porseñoreo, al porfavoreo, al buscaempleos, al timorato que viene a fastidiar a la señora en medio de su aseo matinal justo cuando está escribiendo el menú del día para la cocinera y revisando las cuentas del chofer. Para eso se tiene timbre, para eso, para que ponga las cosas en su lugar, dando pequeños golpecitos casi indoloros, zumbidos aleccionadores. Ya son las nueve de la mañana y no faltará quien llegue con su cantito monótono: ¿acaso no tendría alguna ropita vieja, unos pisos para encerar, no necesitarán sus hijos unas clases particulares de matemáticas, de inglés, de botánica, de trigonometría?
Entendamos que se trata a veces de gente bien hablada, por cierto, gente que incluso estuvo bien calzada, con algún grado de cultura. Nadie debe afirmar que sean delincuentes porque están sin trabajo. Pero basta una desmedida excitación desaguándole por las uñas, una exasperante carraspera nublándole la garganta, y el timbre lo chisporrotea en forma implacable. Sabe separar la paja del trigo, conoce al dedillo los íntimos de la familia, a las personas de confianza les abre la puerta antes de que se acerquen y les pone música triunfal de Lully. Este producto tiene pedigree. Sabe que a las diez de la mañana los dueños de casa no quieren verse obligados a ensuciarse las miradas con tanta tristeza inevitable que deambula por las calles si el país ha de progresar y salir adelante. Para eso, tiene preclasificados todos los alientos, todas las huellas digitales. Para que la gimnasia tempranera y luego la sauna de pétalos japoneses no sean interrumpidos por la empleada número dos yendo y viniendo con recados inútiles y siempre igualmente aburridos y cuya respuesta debe ser desafortunadamente negativa. Hay que ahorrar esos labios, no es bueno gastar las cuerdecitas vocales en repeticiones. Que a media mañana no suene una campanilla impertinente, justo cuando Ricardito se está bañando en la piscina y a punto de dar su primera brazada y la cámara clic instamatic. Que sea el timbre el que conteste por la señora mientras ella degusta los coquilles Saint Jacques y los manda a retozar otros minutos en el horno antes de que llegue el caballero. No se olviden de estos ejemplos, porque constituyen motivaciones psicológicas para la compra, demuestran que ustedes respetan la vida y costumbres de sus patrocinantes. Recuerden que nuestro producto está entrenado para intuir esa aureola indesmentible de sentirse a la defensiva que traen los pobres, que vienen a vender el tenedor, la frazada, el cucharón, la silla, precisamente cuando la familia se sienta a almorzar, los rayos-X e infrarrojos del timbre adiestrados para distinguir la ropa consumida, el apuro con que se deterioran las mangas a la altura del codo, la corbata que no matiza bien con los calcetines, el marco de los anteojos con una tela emplástica para que no se caiga a pedazos. Aquí, sin embargo, ustedes tienen que aquietar algunas dudas de los jóvenes de la casa. De ninguna manera, dirán ustedes, puede esta maquinita bloquear la entrada a los que tienen los blue jeans gastados ni a los que exhiben multicolores parches en su hermosa indumentaria. ¡Se les ocurre! El Timbre está informado de los últimos adelantos en sastrería, tiene verdadero swing, además de punch. Fácil probarlo: es un prototipo para los fanáticos de la ecología, la fibra contemporánea que bien vale la pena hacer vibrar. Un diestro administrador de energía en estos tiempos de crisis petrolera dispone de un termostato interior que frena y regula el alcance de su capacidad instalada. Podría asar eso sí al cristiano más inocente. A los más insolentes, incluso, les aumenta el tratamiento. Su memoria magnética reconoce al reincidente, aquel que vuelve a tocar meses más tarde el mismo timbre vendiendo la misma sopera o este inigualable juego de auténtica porcelana china. Doble dosis, una por ser indigno de tocar ese botón ni una vez, y la segunda por imbécil más encima, para que esta chamuscada sea la definitiva, y no haya que acrecentarla aun más, la tercera la vencida, electrocutado el postulante. Así se educa al pueblo: esa huella digital de menos en el índice provocador será una lección y un faro para el resto de la vida. Ojo. Para los compradores que se sientan perturbados ante la violencia es hora de insistir en que tampoco se trata de aislar a la familia de la palpitante vida exterior, que debe introducirse en el seno de todo hogar que se precie de moderno. Este timbre, señores y señoras, es capaz de escoger un par de mendigos al mes a los cuales se les podrían regalar esas zapatillas viejas que ya no sirven, un poco de pan, mi buen hombre, algunos restos de la comida de antenoche. El instrumento dispone de la magnanimidad necesaria como para permitir que esos dedos roñosos, oliendo a grasa y a tizne, a flojera y a sufrimiento, rocen su augusta faz de Príncipe de los Mayordomos, su cromada superficie inmaculada. Cuando se ofrece este producto, jóvenes aspirantes a vendedores, hay que hacer hincapié en su sentido común, su disposición caritativa, dejando pasar una cuota razonable de indigentes de modo que los patrones puedan organizar una tómbola en su beneficio. En tiempos como éstos en que se estila que la dueña de la casa venda en sus tés canastas tarjetas en beneficio de los huerfanitos, garantizamos que el timbre pueda programar periódicas incursiones desde el mundo circundante. Para eso, detenta un sentido innato del drama. Qué más apropiado, en medio de la más ardua discusión conyugal de sobremesa, que un timbrazo desde la puerta principal para desviar la atención, aplacar los ánimos, para que la aparición de un muerto de hambre reconcilie a los esposos. Siendo respetuoso de la intimidad, también la vida se condimenta con la hirviente, apasionada, oscura existencia de quienes sufren emociones fuertes y tragedias conmovedoras. Asesorado por connotados psiquiatras, el Timbre profundiza en las preferencias y apetitos de sus clientes. Y ustedes, postulantes a vendedores, no pueden saber menos que el producto que ofrecen: deben dominar el mismo arte de disimular esos intereses, agradar cada capricho de la personalidad.
Ha llegado el momento de colocar sobre la mesa, además del modelo mismo, todo un aparataje adicional, acompañado de catálogos.
Éste, señora, deja marcas de látigo, éste en cambio se llama Modelo Cicuta y pincha a los recalcitrantes no en el dedo sino que en la lengua, éste tuerce la mano de todo el que se atreve a ponerse guantes de goma para burlarse de la electricidad. He aquí, caballero, un magnífico ejemplar Bofetada, innovación rotunda. Hay que desplegar este material cuando el ama de casa vacila, cuando busca otras ventajas.
Ahí es cuando deberán jugar con su complejo de superioridad: no se trata de mercadería barata, el hogar no pierde un pordiosero, sino que gana un amigo, un verdadero hijo. Es un privilegio tener acceso a este producto, no lo andamos entregando a cualquiera.
Este Timbre marca la línea divisoria entre los que sí y los que de ninguna manera, entre los que tienen derecho a cortejar a su hija y los que no deben estar ni a una legua de ella. Luego, para remachar, ustedes dramatizan ante el cliente diversas solicitudes típicas: dígale que estoy dispuesto a arreglarle algún desperfecto en la cañería, tengo título de mecánico, de ingeniero, de sabio nuclear, usted sabe señora ahora con la tasa de cesantía, dígale que tengo voz bien bonita y mis clases de canto las cambio por un plato de porotos cada quince días, dígale a la señora que si quiere comprar peines, queso de cabra, autitos plásticos, faroles coloniales. Neuroticen al cliente con esas intrusiones posibles.
Y ahí interviene el Timbre en persona, como un camión lleno de carabineros, como una suave y silenciosa ráfaga de metralleta, el Timbre olfatea y husmea el aire en torno al dedo ofensor, y casi, sólo casi, no prometemos milagros, casi ni necesita sentir las yemas de los dedos en el botón, basta que meramente se aproxime para que reaccione, basta que perciba que éste viene a pedir, a ofrecer, a rogar, a importunar, éste no tiene trabajo y ya son las cuatro de la tarde, las cuatro y no ha comido bocado en todo el día, ni desayuno y tiene el descaro de toquetear a una mercadería de tanta alcurnia. Y nadie lo engaña con modales gentiles ni ademanes galantes, no se deja engatusar por poemas de la Mistral acerca de rondas infantiles ni por fotos de un hermano sordomudo que tiene que operarse.
Nada de eso. Un verdadero juez que sentencia: éste perdió la pega hace ocho meses, éste perdió la pega hace un año, a éste se le murió el niño porque no pudo pagar al doctor, éste ya ni se la puede en la cama, éste estaría dispuesto a limpiar el wáter con la lengua con tal de que le regalaran unas verduras, éste tiene las encías como pasto molido. Bien computados todos los postulantes.
Abre sus pequeñas agujitas deliciosas, su lengua salivante y puntiaguda, y pincha el dedo que quisiera introducirse sin recomendaciones de presentación vestíbulo adentro, pincha y picotea la piel. Sabe parar con firmeza esas voces ingratas, desconectarlas para que no suenen adentro: yo soy arquitecto, señora, no quiere que le construya una casita para los pájaros, yo soy obrero, señora, pongo inyecciones para gatos, nada de eso debe cruzar los tímpanos ni contaminar la placidez de los colchones que están hechos para acontecimientos más gratos. Para eso está el Sr. Timbre, su excelencia el umbral, su porterísimo la electricidad, y muestren entusiasmo, muchachos, eso siempre gusta a los clientes, para que los intrusos sepan que no se llama a semejante portón con tamaña impunidad, que estamos en contra de las injerencias extranjeras en los asuntos internos. Y la precisa jeringa caliente corcovea en el dedo anheloso, les desgarra la tela amapola de la piel, les histeriza los tejidos, les estropea por unos segundos la respiración, dejándoles el cuerpo como la larga espalda del buey al fin de la temporada, esa sensación de insensibilidad dolorosa que el vendedor voluntario acaba de probar, el timbre haciendo sonajera de campanas ciegas en el interior de la cabeza, en las raíces del estómago, en los vagidos del pene, en el crujir de una vértebra. Para que sepan que no se trata de enfadar así como así a las seis de la tarde cuando el caballero se acerca al bar a escoger los aperitivos de la tarde, es imposible que lo reciba, no insista, vuelva la semana que viene, el año pospasado, tenemos ya personal que se ocupe de los crisantemos, el timbre sonando adentro de los transeúntes y no en la delicada epidermis de la casa, nada más que un latigazo leve para advertir que estas cosas no se hacen por mucha hambre que se tenga, juzgarlos con severidad, dónde está su dignidad, hombre, acaso es puta usted, señorita, que anda ofreciéndose así de casa en casa, no es de gente honrada solicitar empleo sin haberse conocido previamente, ¿dónde están sus credenciales, su tarjeta de visita? El Timbre enfoca con su ojo reflector a tanta sombra que se agolpa temerosa afuera a las ocho de la noche, mientras la familia cena unida.
Timbre nuestro que estás en la puerta, en las rejas, en los puentes levadizos, en las torres de control, santificado sea tu sonido, Timbre que sabes distinguir al hombre del animal, al acaudalado del mendicante, Timbre que nos alivias de nuestros complejos, que nos permites usufructuar de la tele, del cóctel nuestro de cada atardecida, del disco-hifi.
Timbre que cumples nuestros rezos al pie de la letra y que no incurres en sentimentalismos baratos como una de estas tontas domésticas de corazón de supuesto oro pero de dientes postizos de verdadero plomo. Timbre sabio en sermones, Don Timbre que eres justo, recto y altivo, que no te dejas llevar por las súplicas de nuestros enemigos, Timbre suave con los descarriados, que nunca has dejado tullido ni mudo ni paralizado por mucho que nuestros competidores inescrupulosos nos acusen de todo tipo de contravenciones para así bajar nuestras ventas, que simplemente apartas de nuestro sendero a los borrachos, a los sucios, a los cesantes, a las viudas, a los pintores de brocha gorda, y de brocha angosta, a los que piden por el favor de Dios y los que piden por favor no más y los que piden a secas, los que invocan tu Timbre en vano y contestas por nosotros, Timbre cuya perfección llega a tanto que sabes incluso cuándo efectivamente se necesita limpiar los vidrios, poner nuevos azulejos al balcón del tercer piso, que conoces las leyes de la oferta y la demanda, y dejas ingresar sólo al mejor postor. Apréndanse de memoria este rezo, muchachos, es el abecé de la compañía. Y ahora, señores y señoras, ya todos duermen menos el Timbre, el mejor mosquitero contra los sueños desagradables, impenetrable, guardián de las buenas costumbres, nochero de sus ronquidos porque pesadilla que se asome la electrocuta en el acto, harapo que se le quiere descolgar por la almohada porque no pudo entrar por la puerta ancha lo manda preso ahí mismo, disparándole una franquicia de temblantes e inolvidables andanadas, éste sí que es Timbre, su particular toque de queda, su estado de sitio hecho a medida, que ya a las seis de la mañana está listo para entrar en acción, listo para chillar su advertencia en la primera palma que viene a golpetear indiscreta un poco antes de las ocho, protector de la virginidad de sus hijas, de los abultados y satisfechos sexos de sus vástagos masculinos, de las tumbas plácidas de sus antepasados, de los retratos del árbol genealógico, y hemos dado vuelta al reloj, veinticuatro horas en la vida de un Timbre, cada minuto de servicio aprovechado, debería haber uno en cada casa de gente bien, en toda casa pudiente de este país un instrumento semejante y se acabaron los problemas de delincuencia, de la vagancia, se regula de una vez la economía de esta nación, se acabó toda esta caterva de mendigos que no dejan vivir en calma, a esos criminales se los refugia allá, lejos, y a los demás, los que tienen trabajo para que no jodan en el futuro, se les coloca como a las vacas un timbre de éstos en torno al cuello, vigiladitos los perlas, adentro de las circunvoluciones del cerebro, ahí sí que masificaríamos el producto, señores, ahí sí que la venta sería gigantesca, para la exportación. ¿Tienen todos los folletos, tienen sus instrucciones claras, tienen ganas y disposición? Bien. Buena suerte a cada uno, el curso se da por finalizado.
...Y un momento antes de llamar a la puerta parece darse cuenta, quiere retroceder, algo olfatea, ve cómo su dedo se acerca ineludible como si ya no lo controlara, será la primera venta de la mañana, se aproxima con excesiva ansia, y antes de tocar el timbre recibe ese definitivo alarido en su carne que le hace entender meridianamente que en esa casa, y para siempre, no va a poder vender esta mercadería.
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