Mié 07.01.2015

VERANO12 • SUBNOTA  › JAVIER CHIABRANDO

Dos brazos poderosos

Aquel domingo el tío Eduardo se apareció con una novia nueva. Novia no es la palabra exacta, pero todas las otras son menos exactas. Nunca supe de dónde sacaba a esas mujeres, cómo las conquistaba, cómo hacía desde la altura de su silla de ruedas para llamarles la atención. Tal vez eran clientas de su estudio de abogado, o las abordaría en la calle desde su auto importado, y cuando ellas se daban cuenta de que era inválido ya les había hecho saber que con él nunca les faltaría nada y que viajarían a Europa con los gastos pagos.

La novia de ese domingo se llamaba Carla. Si estaba incómoda, no se notaba. O tenía experiencia en situaciones incómodas. Yo tenía un libro en la mano cuando llegó. Me preguntó qué leía. Era el único libro que había en la casa: tres novelas de Simenon editadas en una colección de serie negra. Le mostré el libro y le conté cosas de Simenon y ella me dijo que no lo conocía pero se comprometió a leerlo.

El asado lo hizo Mario, un amigo de Eduardo que a veces le hacía de chofer. Ese día éramos quince a comer. Sumados dábamos como resultado tres novios, tres divorciados, dos casados en primeras nupcias, siete solteros, cuatro concubinos y una desconocida, Carla. Creo que además de ser el asador Mario era el encargado de negociar con las novias de Eduardo, darles plata o imponerles condiciones, lo que permitía que ellas se sintieran novias y no cortesanas. Un domingo se apareció con un primo también en silla de ruedas. Debe haber creído que dos inválidos se harían amigos con solo saludarse, que hablarían de las veredas más peligrosas y de marcas de pañales. Los inválidos se odiaron al instante, y en la sobremesa se desafiaron a una carrera de sillas que no se pudo hacer porque llovía.

Carla seguía dándome charla sobre libros. Leía bastante, aunque todos títulos de moda. Por la forma en que Eduardo le tocaba la mano y ella correspondía, se veía que la relación estaba en estado de exploración.

–Mirá –le dijo Eduardo en un momento en que ella me estaba preguntando si, además de leer, escribía–. Mirá que dos brazos poderosos.

Eduardo se levantó la manga de la camisa y mostró un brazo grueso como el de un estibador.

–Tocá.

Carla le apretó el brazo.

–Guauuu –dijo, quizá como compromiso, aunque el brazo de Eduardo era de verdad impresionante.

–Colgate –le dijo Eduardo, y me miró a mí–, vos teneme la silla.

Yo sostuve la silla de un lado para que no se diera vuelta mientras Carla se colgaba del brazo de Eduardo, que la levantaba con extrema facilidad, aunque el mérito era en parte mío. Mario anunció que el asado estaba listo. Antonella llegó en ese momento y se sentó en una de las puntas, lo más lejos posible de Carla. Aún traía puestos los guantes que usaba para limpiar la pileta. No sé si Carla sabía que Antonella era la hija de Eduardo porque nadie las presentó. Antonella había visto el acto de los brazos poderosos desde la ventana de la cocina y llegó riéndose para dejar en evidencia lo ridículos que éramos.

Almorzamos en una mesa armada con caballetes en una galería que daba a la calle donde Eduardo estacionaba el auto. Siempre lo hacíamos en el comedor o al lado de la pileta, pero ese día éramos demasiados o hacía mucho calor. O lo decidió Mario y nadie se opuso. Si Eduardo sabía cortejar a sus novias, más sabía cortejar a sus invitados. La mejor carne, vino caro. Whisky de sobremesa, o champagne, o ambas cosas. Con los restos del postre, quedamos Eduardo, Carla, Mario, mi suegro y yo. Por lo general, a las sobremesas se quedaba también mi mujer (la sobrina de sangre de Eduardo), pero ese día prefirió hacerle compañía a su prima Antonella. Mario trajo el whisky, que nunca era de menor calidad que Chivas; esa vez era justamente Chivas. El resto de las mujeres se había ido a la parte de atrás de la casa, y estaban sentadas en sillones de plástico alrededor de la pileta. Mi mujer tomaba sol en malla y Antonella se había abierto la camisa y arremangado los pantalones. Mi suegra y la esposa de Mario hablaban de ropa sentadas bajo una sombrilla.

Al segundo whisky Eduardo comenzó a hacer otra vez su número de los brazos poderosos. Carla se excusó y dijo que iba al baño.

–¿Te desafío a una pulseada? –me dijo Eduardo.

–Dame un minuto y después te doy una paliza –le dije.

Sin Carla presente, llegaba el momento en que Eduardo volvería a contar que a pesar de su invalidez se podía coger a una mujer dos veces por día, lo que seguramente era cierto. Amagué ir hacia la pileta pero entré a la casa por la puerta de la cocina. Carla salía del baño. Nos sonreímos como si entre ambos hubiera un secreto, que no era más que un par de libros en común que ella había adorado y yo ignorado. Ella dejó la puerta abierta pero yo en lugar de entrar me quedé allí como un hombre que no tiene plan alguno, ni siquiera obedecer a las urgencias de su cuerpo. Le pasé la mano por la cintura y ella hizo algo parecido. De lejos nos hubieran confundido con bailarines en una pausa entre canción y canción. No sé si yo le gustaba. Creo que sólo buscaba verificar si era la mujer más interesante de la reunión. La primera impresión que daba era la de una típica visitadora de boutiques a tiempo completo. Tenía una belleza atemporal, el tipo de mujer que de joven promociona mallas y de adulta cremas. Era algo mayor que yo, rondaría los treinta, no demasiado alta, vestida de descuidada cuidada informalidad: jeans no muy apretados, remera corta, tetas sueltas, de las que van bien con cualquier ropa pero mejor con ropa de marca, la ropa que Eduardo le podía pagar. Yo tenía aún la mano en la cintura de ella. Con la otra le acomodé un mechón detrás de la oreja.

–Dos brazos poderosos –le dije.

Moví la mano de la oreja a la nuca. Ella plegó el cuello para apretarme la mano y me tocó la cara con un gesto parecido a cuando se limpia una mancha de dulce de leche en la cara de un chico. Yo no sabía nada de su pasado, y ella nada de su futuro. Esa duda, la de ella, era la que la había paralizado ahí, frente a mí, en la puerta del baño. Afuera la esperaba la solución a todos sus problemas, pero en la puerta del baño se sentía la misma de siempre, la mujer capaz de seducir a un tipo hablándole de libros o sin hablarle. El presente es poca cosa cuando se vive en la puerta de un baño. El nuestro era tan efímero que ni siquiera existía la posibilidad de que ella me contara cosas para que yo pudiera compadecerla, felicitarla o tratara de entender qué hacía allí pudiendo estar en cualquier otro lado. Ella se fue sin decir nada y yo entré al baño pensando en que la volvería a encontrar cuando quisiera, cosa que nunca sucedió. Esa fue la primera y última vez que nos tocamos.

Del baño me fui a dormir la siesta sin avisarle a nadie. A esa altura Eduardo ya estaría desafiando a otro a pulsear. Me acosté en la habitación pequeña, al lado de la de Eduardo, que tenía un baño con barras en las paredes y un televisor gigante donde miraba los partidos de Central. No sé si me dormí o no. Si estaba dormido me despertaron los gritos. De los gritos pasaron a sacudirme.

–Javier, Javier –me decía mi suegra mientras me sacudía–. Vení, por favor. Hacé algo.

Me puse de pie y la seguí. Mi mujer y Carla estaban refugiadas en la cocina como si granizara. Afuera, mi suegro y Mario no lograban impedir que Eduardo se subiera a su auto y atropellara la mesa de caballetes haciendo volar platos, copas y los restos de la torta milhojas. Pero lo que Eduardo quería no era atropellar la mesa, sino a su hija. Antonella se podía resumir en una sola idea: siempre estaba celosa de las novias del padre. El resto es anecdótico. No sé si era celosa de los novios de la madre o si celaba a sus propios novios. Pero los celos que sentía por las novias de su padre, a veces chicas apenas mayores que ella, más ambiciosas que ella también, la cegaban. Nunca supe lo que había dicho o hecho ese día para generar esa reacción de Eduardo. Seguramente se había superado a sí misma. Entonces Eduardo había acercado la silla a la puerta del auto, la había abierto, se había colgado con una mano del techo y, con otra del volante, había pegado un tirón y se había metido adentro. Por eso y para eso tenía dos brazos poderosos.

–Ahora vas a ver, hija de puta, ahora vas a ver –había dicho, resoplando por el esfuerzo.

Y había atropellado la mesa. Pero en la mesa ya no había nadie a quien lastimar. Eran mundos que iban a velocidades diferentes. Mientras Eduardo llegaba al auto, hubiera sido posible sacar los platos de la mesa, y hasta lavarlos. Por eso Eduardo atropelló la mesa vacía. Porque sabía que podía hacerlo y porque sabía que estaba vacía. Y la hija era la que más lejos estaba de la posibilidad de ser atropellada. Pero estaba ahí, para que la furia de Eduardo tuviera sentido, pudiera existir. Ahora que lo pienso, durante los tres meses que ella estuvo de viaje por Europa, Eduardo no había llevado ninguna novia a los asados de los domingos.

La mesa voló por los aires y se rompieron platos y vasos. La torta milhojas de deshojó, fiel a su constitución. Atropellada por el auto importado, la mesa se encastró en la puerta que yo debía cruzar para tratar de resolver el lío. Tuve que salir por la puerta de la cocina. Cuando llegué a la galería Eduardo ya había atropellado la mesa por segunda vez, acto a esa altura totalmente inofensivo. Supongo que si los otros me habían elegido para arreglar el problema era porque yo era el tipo capaz de anticipar lo que iba a suceder. Pero no lo anticipé. (Me pregunto ahora en qué momento los habría convencido de que ante una emergencia yo era la persona a la que convenía llamar.) Todo lo que logré fue llegar para verlo desde un lugar de privilegio y en primer plano; eso es todo. Lo que sucedió fue que Antonella abrió la puerta de conductor y se tiró llorando sobre los brazos del padre.

–No, papito, no, papito –decía–, perdoname, por favor, perdoname.

Eduardo respondió al pedido de perdón cerrando el brazo alrededor del cuello de Antonella.

–Ahora vas a ver, hija de puta –repetía.

Yo conté tres trompadas en la cabeza. Antonella retrocedió buscando escapar, volver al lugar de donde había venido, donde no corría peligro alguno. Tiró y tiró y lo que logró fue arrastrar a Eduardo que, antes de caer, alargó los dos brazos poderosos en dirección al volante.

Eduardo se había tomado el asunto de la fuerza de sus brazos como un desafío extra, lo mismo que hacía con el sexo. No descarto que haya hecho ejercicios en secreto, levantando enciclopedias o a sus novias, compromiso incluido en el contrato verbal aceptado por las partes. Dos domingos antes nos había vencido a todos en una competencia de pulseadas. La única condición que ponía era que nosotros levantáramos los pies sobre una silla para no aprovechar el efecto palanca de tenerlos en tierra. Desde el momento en que te agarraba la mano ya te dabas cuenta de que sería imposible ganarle. Esa vez, luego de vencer a todos los hombres que comíamos en su casa, me otorgó el dudoso privilegio de ser el que lo llevara por el barrio a desafiar a los vecinos. En esa zona de quintas en las afueras de Rosario apenas había veredas. Aun así logramos llegar a la casa de tres vecinos. Los dos primeros aceptaron el desafío y fueron vencidos. Aceptaron porque era una buena anécdota para contar. O porque es difícil decirle que no a un inválido acompañado por un lazarillo, ambos en estado de inimputabilidad alcohólica. Que un inválido te toque el timbre para desafiarte a pulsear se volvería el comentario del año, un mito que suplantaría al de los gitanos que roban chicos.

En cambio, el tercer vecino no aceptó. Eduardo insistió. El vecino volvió a negarse.

–No, vecino –le dijo–. No me parece que debamos hacer eso.

Creo que interrumpimos algo que al vecino le interesaba más que hacer el pavo con nosotros. Un partido de fútbol, la siesta con su esposa. Tal vez creía que ganarle una pulseada a un inválido era como robarle un caramelo a un chico. Era alto, debía ser karateka o remero. Por muy poderosos que tuviera Eduardo los brazos, a éste no iba a poder vencerlo así nomás. ¿O el vecino se negó por miedo a ser vencido por un inválido?

–Si querés te dejo poner los pies en el suelo –le dijo Eduardo.

–Ya tengo los pies en el suelo –dijo el vecino y cerró la puerta; había terminado la transacción pero no con triunfadores o derrotados en el antiguo arte de las pulseadas sino en el de la retórica, también antiguo.

–Vamos –me dijo Eduardo como restándole importancia al asunto–. ¿Viste a ese tipo? El padre era el dueño de medio barrio pero tuvo que ir vendiendo hasta quedarse con esa casita donde ahora vive el hijo. Apenas pueda la compro y lo dejo en la calle.

Un mundo dividido en cosas que se podían pulsear, cosas que se podían atropellar, cosas que se podían comprar.

Recuerdo que pensé que Eduardo era una ameba. Un lobo marino a kilómetros de la costa. Nunca vi a un hombre más inválido que ese inválido desparramado en el suelo. Sacudía los brazos como boquean los pescados cuando se rompe la pecera. Pero todo estaba lejos. La cabeza de la hija, la silla, el auto, la novia, los vecinos para pulsear. Era la venganza de Antonella, mostrarle a su padre lo inválido que era. Porque ese día éramos muchos para levantarlo del piso, pero la mayoría del tiempo estaba sólo ella y nadie más que ella. A veces Mario, pero Mario tenía sus hijos y nietos, y sus propios problemas, a tal punto que un día dejó de aparecer en los asados. En cuanto a las novias de Eduardo, Antonella sabía que se irían distanciando a medida que la invalidez fuera en aumento y el dinero en detrimento. Antonella, en cambio, estaría ahí, era su condena y su derecho. A cambio de la lección había recibido tres tremendas trompadas en la cabeza. Poco a pagar por demostrar un poder que sólo se extinguiría con la muerte de una de las partes.

Mario y yo levantamos a Eduardo del suelo, uno de cada axila. Me llamó la atención lo liviano que era. Brazos poderosos, piernas de caña. La silla de ruedas sin conductor se había desplazado sola hasta el portón de calle por el terreno en declive o quizá la había empujado el auto. Mi mujer y mi suegra estaban consolando a Antonella y el resto estaba levantando la mesa. No había nadie más para ayudar, así que no tuvimos más remedio que volver a dejar a Eduardo en el suelo para que yo pudiera ir a buscar la silla. La otra posibilidad era que Mario lo sostuviera en brazos como un bebé, pero ponerlo en el suelo nos pareció menos humillante. Mario se quedó cuidando que nadie lo pisara por error mientras yo fui a buscar la silla en el límite entre la casa y la calle. Desde allí vi a Carla caminando hacia la esquina. Buscaba un colectivo o un taxi que la sacara de allí. U otro hombre en otro auto, más modesto pero más previsible. Los zapatos coquetos se le clavaban en las huellas de la calle. Huía del presente y del futuro al mismo tiempo. Había llegado en un Mercedes último modelo y se iba caminando envuelta en una polvareda. Toda una lección si sabés leer entre líneas, algo que no se aprende con los autores que ella elegía.

Mario y yo sentamos a Eduardo en la silla. Su último gesto de dureza fue preocuparse por el auto, que no tenía ni un rasguño. Eduardo, yo, Mario y mi suegro nos sentamos a la mesa rearmada. Mi mujer levantó los restos de la torta milhojas y la tiró a la basura. Después desapareció. Desde la ventana de la cocina vi cómo ponía hielo en la cabeza de Antonella. Eduardo le pidió a Mario que trajera otra botella de whisky. La anterior se había roto y además estaba vacía. Mario trajo un Ballantines. Eduardo contó que en Estados Unidos un hemipléjico había logrado caminar después de que le instalaran un aparato de titanio en los huesos; el aparato se conectaba al cerebro, o algo así, según él.

–En dos años estoy caminando de nuevo –dijo–. Y en cinco me cojo a una mina de parado.

Levanté el vaso a manera de brindis y todos me imitaron. Eduardo insistió en ser él el que rellenara cada vaso. Nunca preguntó por Carla. Le había hecho el numerito de sus brazos poderosos y podía pasar a otra cosa. Cuando la botella de whisky estaba por la mitad me desafió a pulsear.

–Te dejo poner los pies en el suelo –me dijo.

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