VERANO12 • SUBNOTA
› Por Carlos Ríos
Los que somos de la costa sabemos que para asegurarnos la comida no hay mejor cosa que aprender el trabajo de nuestros padres. Uno siente que ese trabajo ya nació con uno y entonces no hay que salir a buscarlo porque siempre estuvo ahí. Mi padre me llevaba a nutriar desde que era muy chico porque no le gustaba el trabajo en el pueblo, a mi madre no le hacía gracia porque era peligroso, pero él me escondía en el bote, abajo de unas lonas, y me llevaba dos, tres días, lo que duraba la caza en ese momento. Lo que sé lo aprendí de él. No era un cazador cualquiera. Era el mejor. Hay una historia que lo retrata de cuerpo entero. Palabras más, palabras menos, fue así. Entre los cazanutrias de la costa era muy comentada la existencia de un carpincho raro, distinto del resto, uno de color blanco, como una nube o un papel de tan blanco. Un carpincho que se le presentaba al cazador solitario, siempre al hombre solo, como una anunciación o algo por el estilo. Y como al primero que se le apareció era un paisano de lo más mentiroso, nadie se atrevía a decir que ese carpincho existía, porque si decían que sí todos iban a parecerse demasiado al paisano que mentía. El hombre decía que el carpincho cantaba con una voz de coro de iglesia. Eso nadie se lo creía. Otras veces decía que chistaba como un pájaro o una lechuza, el paisano sentía atrás de él un chistido y cuando se daba vuelta lo único que sentía era el ruido a pasto que hace el carpincho cuando se escapa de los cazadores. Cansado de que lo tomaran por loco, se fue a vivir al paraje La Garza por un tiempo, y cuando volvió empezó de nuevo a hablar del carpincho blanco, que si cantaba, que si chistaba. Mi padre decía que ese hombre mentía para sobrevivir. Yo nunca le pregunté a mi padre qué quería decir con eso. No sé, supongo que quería decir eso sólo, nada más. Que mentía para seguir vivo. Puede que haya sido así porque el paisano se hizo mayor, dejó de hablar del carpincho y de otras cosas, se le fue la costumbre de mentir y eso lo llevó más rápido a morirse, como que le faltaba el pan de cada día que era su mentira. Había otro paisano que al animal le decía capibara en vez de carpincho, porque su mujer era de Brasil, o era paraguaya; también decía que una vez había aparecido una familia de Estados Unidos y le pagaron por cazar un pichón de capibara y que se lo llevaron para criarlo en una casa de campo cerca de Disneylandia. Al bicho lo hacían trabajar, lo mostraban ahí nomás y la gente les pagaba para sacarse fotos. Hasta el ratón Mickey se había sacado fotos con el animal. Esta gente contaba que le habían puesto Gary de nombre y se había hecho mansito, le daban de comer en la boca. Como no tenían hijos, el carpincho aprovechó la oportunidad, se adaptó al modo americano de esta gente y en pocos meses ya era uno más de la familia. Dormía en el sofá y lo compartía con un gato. Hasta miraba televisión. Eso sí, se llevaba mal con las tortugas, si veía una en el jardín se ponía como loco y ahí los dueños le tiraban con un dardo que lo dormía. Eso lo supimos porque cuando se les murió volvieron a buscar otro y nos contaron que unos perros de la calle, unos cimarrones de ciudad, se metieron en el jardín de su casa y liquidaron a Gary a tarascones. Les pregunté qué habían hecho con el cuero. El dueño me dijo que lo tenía de cubreasientos en su camioneta. Le habían cosido una telita marrón que decía “Gary”. ¿Y la carne?, pregunté. La comimos, dijeron. A la parrilla. Yo los miré fiero. Enojado. Comerse a un amigo no está bien, dije. Se come al animal suelto, sin nombre. A ellos les hizo mal el comentario. Les pregunté si habían hervido la carne. Dijeron que no. Les expliqué que había que hervir la carne de carpincho una hora mínimo antes de tirarla en una parrilla. Y que había que aplastarla con una manopla de plomo. Mi padre se cansó de tanta charla de mi parte y me mandó a volar. No quería que le arruinase el negocio. Les cazó un carpincho y esta gente pagó cinco dólares. Fin del asunto. Yo nunca había visto dólares y cuando le pedí a mi padre que me los mostrara dijo que ya los había cambiado por pesos en lo del contador. Ahí se dio cuenta de que les había cobrado una nada, entonces se fue al pueblo a ubicar a los extranjeros y trató de reclamarles unos dólares más porque le había costado encontrar el carpincho y cazarlo vivo. Puras mentiras, no le había costado nada. Al final le soltaron unos dólares más. Tampoco me los mostró. A esta gente le describió las dificultades con engaños, les dijo que un carpincho era como un león y ellos, que habían criado a Gary como a un hijo, igual le creyeron. Para mí el carpincho es manso como una paloma, quiero decir que tienen el mismo carácter. Es un animal de lo más zonzo. Por eso les gusta a los americanos, digo yo. El carpincho no se sabe defender. No están preparados para la vida al natural. Hay que andarle atrás o ellos les andan atrás a otros bichos más avispados. Pero ese carpincho más blanco que una nube era otra cosa, era la excepción a la regla. Por eso todos hablaban de él. La mayoría de los paisanos lo había tenido cerca, a golpe de escopeta, pero era tan rápido que no daba tiempo a disparar. Cada tanto un puestero o un cazanutrias contaba que lo había visto enredarse en las totoras y de golpe desaparecer. Yo pensaba que si ese carpincho era de verdad tendría que estar muy viejo, porque hasta los paisanos de ochenta hablaban de él. Algunos decían que el carpincho era el resultado de la transformación de una monjita que se había ahogado en la laguna. La monjita estaba lavando su ropa cuando uno de esos trapos se le escapó, otros dicen que a lo mejor se metió en la laguna para refrescarse, el caso es que entró a lo hondo y así le fue. Apareció días después, del otro lado, sus pies atrapados por los juncos, toda blanca, bien blanca y con la ropa sucia de barro. El chico que la vio trató de sacarla y como no pudo fue a buscar ayuda, pero cuando llegaron al lugar ya no la encontraron. Al chico le dijeron que era más mentiroso que el paisano de La Garza y él lloró tanto que terminaron creyéndole recién cuando se lo contó al cura; también le quisieron creer porque la monjita había desaparecido de un día para el otro como si se la hubiera tragado la tierra. Es el día de hoy que nadie sabe de ella, qué fue lo que le pasó. A la laguna fue la gente de la iglesia a dejar flores, un par de albañiles hicieron un santuario como el del Gauchito Gil, el cura dio una misa a campo abierto, se hizo la denuncia, la policía rastreó la zona con unos perros capitalinos y luego todos se olvidaron. Con el tiempo alguien hizo la relación entre el carpincho blanco y la monjita, para muchos el carpincho venía a ser como su mascota, un aviso de que ella andaba por ahí, lo más bien, lavando su ropa; otros decían que era la monjita hecha animal. Volviendo a la cuestión del carpincho blanco y mi padre, lo cierto es que él nunca lo había visto y se lamentaba mucho porque era el mejor cazanutrias de la zona y había mucha gente dispuesta a pagar bien con tal de conseguir ese cuero blanco como una camisa. Los americanos habían prometido cien dólares. Ese carpincho es mío, decía mi padre mientras limpiaba su wincher mirando la laguna. Y empezó a hablar con los que decían haberlo visto, fue a esos lugares, digamos que se perdió en el asunto, descuidó tanto la caza de la nutria que tuve que hacer el recorrido de las trampas solito. El iba a la laguna o se quedaba mirándola durante horas, luego entraba a la casa, comía en silencio y se iba a dormir sin decir ni buenas noches. En el suelo blando del gallinero ensayaba mapas de la laguna. Los observaba rascándose la cabeza en el alambre tejido y de golpe borraba todo con el bigote de la alpargata. Dibujaba otra vez, borraba, hasta que al fin agarraba el wincher y se perdía entre los juncos. Mi madre lloraba por los rincones porque creía que se había vuelto loco, yo le decía que no, “es que tiene la idea fija nomás, ya se le va a pasar”, y con eso la tranquilizaba. Como dejaron de importarle los cueros de nutria llamé a un primo lejano, organizamos el trabajo y nos empezó a ir bien, mejor que con mi padre. Nosotros hacíamos la plata mientras él volvía con las manos vacías. Hasta dejó de ir al boliche a preguntar a los que habían visto el carpincho, porque la gente es dañina, y ya empezaban a meterle la mula, a decirle puras mentiras. De cazar nutrias mi padre pasó a estudiar el movimiento de los carpinchos. Eso sí, no tocaba ni uno, confiado en que lo llevarían hasta el más blanco de todos, el de la monjita. O a la monjita, como decían los cazadores cuando hablaban del animal. Alguno hasta llegó a decir que mi padre tenía algo que ver con la muerte de la monjita y que le había entrado una obsesión por encontrar el cuerpo, ¡qué disparate! Hay gente que habla por hablar, no tiene paz esa gente, busca ensuciar lo que está limpio y después todos se hacen los que no saben nada. Una mañana bien temprano mi padre dijo “vení, Lisandro, acompañame”. Entramos en el bote y antes de que saliera el sol estábamos del otro lado, donde la laguna se hace puro junco. Almorzamos unas criollitas con salamín y mi padre se tomó, sin convidar, una cajita de vino tinto. No recuerdo cuántas horas esperamos así, a mí se me acalambraron las piernas por el movimiento del bote, igual tuve que aguantar nomás porque a mi padre nunca le falté el respeto, y estaba en ese pensamiento cuando lo que él esperó durante tanto tiempo se insinuó a unos metros de nosotros: una silueta blanca como la espuma, me sale decir lo blanco como una montaña de azúcar, en un día sin sol. Ahí estaba el carpincho blanco, la monjita capibara, todo junto, animal y persona. Todas las nutrias de la laguna asomaron sus cabezas para ver a ese bicho que de tan blanco desordenaba el paisaje, haciendo que todo eso que nos rodeaba y conocíamos mejor que la palma de la mano se convirtiera en un misterio. Mi padre dudó un segundo. Con un ademán de rama caída acercó una mano al interior del bote, agarró el wincher de mi abuelo y se lo fue calzando como quien se pone una media o un guante. Aspiró hondo y apagó el cigarrillo en la culata del wincher. El carpincho blanco miró para los lados como quien va a cruzar una avenida, ajeno a la curiosidad de las nutrias que lo miraban como se mira a Jesús cuando hay que andar rogándole para que te cure cualquier enfermedad. Mi padre se puso el wincher en el hombro y su cuerpo agarró otra postura, la del hombre cazando, esa forma de entreverar los pies y alzar los codos como si fuera un pichón a punto de levantar vuelo, el wincher prendido al cuerpo maltratado por esa vida de campo que llevábamos. Encañonó al bicho y los dos se empezaron a mirar como si fuesen viejos amigos. Parecían dos carpinchos cómplices. Al momento esa postal feliz se rompió con el cric del wincher. Mi padre abrió un ojo al máximo, cerró del todo el otro. Ojo por ojo, pensé. Me puse contento porque iba a recuperar a mi padre. También por los cien dólares. Por ahí se escuchó un venteveo. El viento entró en la escena, dio una vuelta como de espiral y regresó por donde había venido. Un hilo de sol cortó las nubes y el carpincho iluminado agachó la cabeza. Era tanta la blancura que daban ganas de llorar. Mi padre desvió el wincher y dijo “mirá, llenate la vista porque no era mentira, ¡no es mentira!”. Su cuerpo se desinfló en el bote. El carpincho no dejaba de mirarnos. Agarré un remo y enterrándolo en el barro desprendí el bote del pajonal y despacito nos fuimos alejando en dirección al monte de talas, un poco tristes por el desenlace del que nunca hablaríamos con nadie, ni siquiera entre nosotros. Se hizo grande el silencio. La claridad cambió los tonos del cielo en la superficie de la laguna. Nos quedamos ciegos. Es el día de hoy que siento la presencia de ese carpincho que nos seguía con su mirada medio tonta, de pura tranquilidad, como de alguien que sabe lo que hace y por eso lo hace bien. Es una presencia que estremece, que te dobla en dos. A veces, muy de vez en cuando, mi padre me mira y después dice, con la vista en el suelo, que nos faltó capacidad.
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