VERANO12 • SUBNOTA
Hace doce años, la editorial Emecé premió su primer libro; desde entonces su nombre ha resonado, con infatigable persistencia en el ámbito intelectual argentino. Novelista, cuentista, guionista de muchas de las célebres películas de Torre Nilsson, esta santafesina apasionada envuelve a sus interlocutores en un torbellino de gestos y palabras, de frases que quedan truncas antes de finalizar, porque Beatriz Guido ya está pensando en otra cosa.
Muchos se quejan por la diplomacia con que encara sus relaciones sociales (“A cada uno le dice algo distinto, siempre queda bien con todos”); otros, en cambio, se escandalizan por su sinceridad, auténticamente temeraria. Durante su paso por Buenos Aires, de donde se fue para realizar otra película en Centroamérica dirigida por Torre Nilsson y financiada por un productor norteamericano, organizó una tumultuosa reunión en el 12º piso que alquila en la calle Santa Fe: más de 500 personas se apretujaban entre las vitrinas que contiene la fabulosa colección de imágenes religiosas coloniales que perteneció a su padre, el doctor Angel Guido. En medio de ese delirio, Beatriz Guido circulaba raudamente con un escotado vestido color turquesa con perlas y cartera del mismo color, interviniendo minuciosamente en las conversaciones de todos los grupos. En un momento quiso presentar a dos amigos comunes, que no se conocían entre ellos: “Fulano de tal, escritor, y Mengano de cual... (una imperceptible vacilación y como un relámpago la solución apropiada, justa, inverosímil)... Mengano de cual, un lector excepcional”.
Truculencia, trivialidad, tilinguería son los cargos más frecuentes que se han descargado sobre su obra. Penetración psicológica, imaginación exuberante, preciso reflejo de la decadencia de la clase alta argentina, los elogios más repetidos. En esos veinte días, que expiraron pocas horas después del cambio de gobierno, Beatriz Guido tuvo tiempo para prestarse a esta larga conversación con Horacio Verbitsky, jefe de Redacción de Confirmado.
CONFIRMADO: –¿Cómo caracterizaría a su generación?
BEATRIZ GUIDO: –Por el resentimiento.
C.: –Resentimiento ¿por qué?
B.G.: –Pertenezco a una generación marcada por el antiperonismo, por el fubismo.
C.: –¿Usted fue de la FUBA?
B.G.: –Sí, cuando estudiaba Filosofía y Letras, alrededor de 1941. Yo, David Viñas, el Che Guevara, Ramón Alcalde, pertenecemos a esa misma generación golpeada, resentida. No teníamos más remedio que ser antiperonistas, pero eso nos cerró las posibilidades de expresión. Hubiéramos podido publicar, pero a ninguno de nosotros se le hubiese ocurrido colaborar en la prensa peronista. Incluso nos llamaban, pero nos negábamos.
C.: –¿Por qué?
B.G.: –Eso es lo que nos preguntan todos los jóvenes de hoy, una generación que no tiene esa problemática. El Che Guevara luchó contra Perón, en las calles de Buenos Aires, en Bartolomé Mitre, en Cangallo. Era un fubista de la Facultad de Derecho. Los que hoy tienen entre 18 y 30 años no son resentidos ni se sienten enjuiciados como nosotros. Mi generación comenzó a hacerse conocer poco antes de la caída de Perón. Yo, en 1954, gané el premio Emecé, en un concurso en el que salió segundo Dalmiro Sáenz. Sé lo que cuesta ganar un concurso literario.
C.: –¿Qué le costó ganar ese concurso?
B.G.: –Muchísimo. ¡Fue tan fácil!: era amiga de todos los jurados. Los concursos son tremendos. A mí me premiaron por amiguismo, y cuando yo fui jurado premié también a amigos.
C.: –¿A quiénes?
B.G.: –Qué importa... lo grave no es eso.
C.: –¿Qué es lo grave?
B.G.: –Que por ayudar a amigos que eran escritores menores, dejé pasar un libro de Cortázar sin premiar. ¡Qué generación! Yo publiqué en el ’54, en el ’56 David Viñas ganó el premio Kraft, después Marco Denevi. Eramos todos los que nos habíamos abstenido durante el peronismo, como todo el estudiantado. Las únicas vías de expresión eran Sur y La Nación. Había que esperar años de turno.
C.: –¿Por eso son resentidos?
B.G.: –Es que todo lo que hacemos está manchado de antiperonismo. Hasta el libro de Sebreli sobre Eva Perón. No hay nada más terrible, está lleno de desprecio. En cambio, tengo fe en el libro de Viñas.
C.: –¿No dijo antes que Viñas pertenece a esa misma generación resentida?
B.G.: –Sí, pero sé que tiene dudas, piensa muy bien y va a dar toda su verdad. ¡Es tan serio David! Mire, de Estados Unidos traje un contrato en blanco para editar su libro sobre Eva Perón, simultáneamente en inglés y en castellano. Y ¿sabe qué dijo? Que no, que tiene dudas y quiere madurar más el tema. Se pierde una punta de miles de dólares.
C.: –Hay algo que todavía no le entendí: ¿piensa que está bien o que está mal ese antiperonismo?
B.G.: –Ni bien ni mal. Lo que pasa es que nosotros, aunque querramos reconocer los méritos del peronismo, lo único que hacemos es pactar. Y es un pacto deshonesto. Somos una generación endeble: queremos acercarnos al peronismo, pero íntimamente no es más que una concesión, la concesión de los señores y los fubistas. Y al intelectual no se le puede pedir deshonestidad. Es falso. Prefiero leer a los jóvenes que dan su punto de vista. A Rodolfo Walsh, que era antiperonista y cambió por un shock emocional cuando los fusilamientos, o a Ricardo Piglia, autor de unos cuentos magníficos, porque no está comprometido afectivamente con el pasado. Para mí, el acercamiento al peronismo no tiene sentido. Cada peronista que he conocido dice: el peronismo salvará al país del socialismo. Eso me deshace.
C.: –¿Por qué?
B.G.: –Es como Franco, negar una ideología que rige a la mitad de la humanidad...
C.: –También se podría decir que el peronismo es lo más parecido al socialismo de todo lo que hubo en la Argentina...
B.G.: –No, de ninguna manera. El Caribe me ha dado una gran lección. Si no hay reforma agraria no sirve.
C.: –¿El único camino es la reforma agraria?
B.G.: –Exclusivamente. Sin eso no hay otros cambios. Perón significó 160 leyes obreras. Nada más.
C.: –¿Le parece poco?
B.G.: –Poco y mucho. Tan endeble como las 150 o 200 leyes obreras de Mussolini. ¿Cuál es la consecuencia? La nefasta Italia de hoy, el país más horrible de Europa. En cambio, Fidel Castro podrá caer, pero Cuba habrá cambiado y no podrá volver a ser como antes. Esas 160 leyes obreras de Perón beneficiaron, pero sin dar conciencia revolucionaria de estructura filosófica socialista.
C.: –Usted pregona la reforma agraria. Si ocurriera, ¿no perjudicaría a su familia?
B.G.: –No... ya venían en gran decadencia hace muchos años. En la década del ’20, por ser demasiado románticos habían perdido el parque Larrañaga de Montevideo. Pero le quiero contar lo que estoy escribiendo ahora. Es el encuentro entre el Che Guevara y un joven argentino en México, en Ciudad Juárez, una ciudad espantosa, como La Habana de antes, con prostitución y juego para extranjeros. Los dos se encuentran en Boutique Fantasque, un lugar espantoso, siniestro, con prostitutas enanas. Usted me dirá que me viene justo...
C.: –¿Por qué?
B.G.: –Como yo soy siempre así, cuando escribo, tan truculenta... Bueno, ahí se encuentran. Mi protagonista es un argentino de 26 años que estuvo junto con su hermano mayor para hacer un pacto con Perón. El hermano es un político poderoso. El muchacho es representante de lo pasivo. Viene de un hogar de viejos anarquistas, demoprogresistas, todos varones. Y se encuentra con el Che, que ya se fue a Cuba y está de incógnito, y él no sabe que es el Che. Se sientan a charlar en el umbral, se abre la puerta y los agarran las enanas. Ese muchacho es un producto de la desolación argentina, que es la herencia del peronismo. Ese desconcierto tremendo. Por eso es necesario que ese nombre de cinco letras sea reemplazado por un ideólogo. Quiero ideología, estructuras. No nombres.
C.: –¿Y si la realidad no los da?
B.G.: –Que los dé. Cuando estuvo Bob Kennedy en la Argentina, vino a casa, hubo una reunión de ilustres. También había peronistas. Ver a Cafiero hablando con Cueto Rúa... Qué impresión, están todos ligados. No puedo ver pactos. Como no puedo ver la honesta claudicación de Fidel Castro ante Estados Unidos y el sacrificio de Guevara. Por eso se desconciertan los jóvenes.
C.: –La juventud de hoy no parece desconcertada ante el peronismo...
B.G.: –Es cierto, la juventud de hoy no tiene esos problemas. No le preocupa que un disco de Perón haga ganar una elección. A mí me deshace. En Nueva York escuché 60 horas de grabación de conversaciones con Perón, a lo largo de 15 días...
C.: –¿Qué grabación es ésa?
B.G.: –Para la revista Play Boy; tienen más material sobre Perón que la SIDE. No podía aguantarlo, lloré las 60 horas. ¿Usted se acuerda de La razón de mi vida, cuando dice: “Yo soy tu paloma, tú eres mi águila”. Intelectualmente podrá superarse el rechazo que eso inspira, pero emocionalmente, yo no puedo. Los jóvenes de hoy, en cambio, no se horrorizan por toda esa fantochada, han conseguido superarlo. Usted me preguntará por qué...
C.: –Sí.
B.G.: –Hay quienes dicen que porque no vivieron esa época. Sería ingenuo. Lo que pasa es que han llegado a una madurez ideológica que nosotros no tuvimos. Ellos saben en qué consiste el socialismo, saben que hay que quemar etapas y que no importa si en esas etapas hay fantochadas. Yo no puedo, aunque David Viñas diga que los escritores como Bioy Casares y yo nos deslumbramos con los obreros y los sirvientes, románticamente.
C.: –Pero usted sólo se deslumbró por los pulcros obreros norteamericanos...
B.G.: –Con los de Perón también, una sola vez.
C.: –¿Cuándo?
B.G.: –El primer 17 de octubre. Me impresionó tanto como un fresco de Siqueiros o Rivera.
C.: –¿Y por qué sólo se impresionó el 17 de octubre?
B.G.: –Porque esa vez no fueron obligados. Después los llevaban. Iban por miedo, por adulación, por obsecuencia. ¡Ay, pero yo no puedo seguir opinando sobre eso, soy tan parcial! Prefiero saber qué piensan los jóvenes. Estoy esperando un libro sobre el peronismo que me conmueva tanto como esos frescos.
C.: –¿A quiénes odia?
B.G.: –En primer lugar a Perón, por su falta de rigor en las estructuras filosóficas.
C.: –¿A quién más?
B.G.: –A Jauretche, a Alfredo Palacios, a Ezequiel Martínez Estrada. Son los grandes traidores de una generación que nos dejó sin maestros. A Martínez Estrada no le puedo perdonar que haya estado contra Lisandro de la Torre. Para mí, las personas se dividen en a favor y en contra de Lisandro de la Torre. Hay actitudes que marcan. Además, Martínez Estrada quiso renegar de la ciudadanía argentina. Se fue a Cuba justo cuando cayó Perón; ésa es una inmoralidad histórica. Pero igual, yo nunca puedo odiar más de diez minutos a nadie. A Martínez Estrada lo odio y, sin embargo, lo admiro como literato; siempre que viajo me llevo un ejemplar de Radiografía de la pampa junto con los discursos de Lisandro de la Torre.
También odio a Ramón Prieto, el hombre que estuvo junto a Perón y que ahora le hace ganar a Balaguer una elección que va a deshacer a la República Dominicana. Odio a Ramiro de la Fuente y a Juan Martín Biedma, los de la censura que secuestraron Morir en Madrid. ¿No vio la foto que tengo en este marquito los dos secuestrando la película? También odio a Pinedo y a Kelly, que perseguía a los judíos, y a los hermanos Cardozo.
C.: –¿Y a quién quiere?
B.G.: –Al general Paz, a Leguisamo, a Borges. ¡A tanta gente! Sobre todo cuando estoy afuera. Soy tan chauvinista. Soy capaz de aplaudir treinta minutos al Don Rodrigo de Ginastera, de llorar ante la ovación que recibió Marta Argerich, de emocionarme cuando entro en una librería en Nueva York y veo una edición en inglés de Rayuela, la novela de Cortázar. Me emociono con los éxitos de Accavallo, sufrí en Milán por la derrota de Independiente con el Inter. Cuando estoy afuera de la Argentina soy insoportable. Habíamos ido a las carreras en Nueva York, y encontramos un taxista argentino. El no sabía que éramos argentinos y estuvo todo el viaje cantando Mi Buenos Aires querido. ¡Cómo me olvidaba! A Gardel, lo adoro. Y a Sarmiento, por encima de todo. Y me fascina Cassius Clay.
C.: –¿Lo conoce?
B.G.: –Lo vimos un día en Nueva York. Cuando subió al ring lo silbaron, lo querían linchar, lo odian.
C.: –¿Por qué?
B.G.: –Porque es antiamericano, es de los musulmanes negros y se hace el retardado para no ir a pelear a Vietnam. Me fascina. Y él goza con ese odio, se burla de todos. Subió al ring vestido de rojo, con un smoking rojo. Es un negro buenmocísimo. Soy muy nacionalista, yo. Mire, cuando yo me iba de Nueva York llegaba Sabato, que iba a un congreso del Pen Club. Soy tan nacionalista que si me lo cruzaba en la calle corría a abrazarlo. Con eso le digo todo.
C.: –¿Se lo cruzó?
B.G.: –No, que lástima, ¿no le parece? Ah, pero cuando estoy afuera también desprecio. Había un argentino que renunciaba a la ciudadanía argentina. Me acerqué y le pregunté por qué hacía eso.
C.: –¿Qué le dijo?
B.G.: –Que en la Argentina no se podía vivir, que los teléfonos no andan y las calles están llenas de baches, que no se gana plata. Allá, en cambio, tenía un restorán. Como decía Sarmiento: lo peor que tenemos en la Argentina son los argentinos, pero es lo único que tenemos. ¡Quejarse de los baches, fíjese! Como si en Nueva York las calles fueran mejores; cuando nieva no puede pasar nadie y se paraliza el tránsito; y los domingos, la basura en las calles. Claro, afuera también se ven cosas interesantes.
C.: –¿Por ejemplo?
B.G.: –La moda. Me encantaría entrar en una gran tienda norteamericana. Acá tenemos un gusto sensacional, un gran refinamiento, pero las grandes tiendas están en Estados Unidos o en Europa. También vi a los duques de Windsor. ¡Ay, los miré con una curiosidad!
C.: –¿Por qué?
B.G.: –Los miré fijo para entender. Se dice que él renunció a todo por amor. Más bien pienso que eligió el confort de no ser rey y salvarse de la guillotina.
C.: –¿De la guillotina?
B.G.: –Todos los reyes terminan así. ¿No le parece? Incluso los de Gran Bretaña.
C.: –Usted se queja contra los que se van del país, pero acaba de volver después de un año de ausencia y sólo para estar veinte días e irse...
B.G.: –Ah, sí, pero eso se acaba pronto. Hacemos una película más y volvemos para siempre. Es tan difícil estar lejos del país. Si hace falta vendo todo y empezamos a vivir como pobres. ¡Es que vivimos a lo loco, pero cómo extrañamos! A mí en realidad lo que me fastidia es esa clase media argentina capaz de entusiasmarse con un show espantoso en un hotel de Puerto Rico, y que acá no se digna ir al Nacional, donde las revistas son mejores. O me molesta Cortázar cuando se queja porque en todos lados dicen el escritor argentino Cortázar. Yo no me quejo de que me digan la escritora argentina Beatriz Guido o que a Torre Nilsson le digan el director argentino. Tenemos que comprender que estamos edificando Latinoamérica, como decía un poema tan lindo de César Fernández Moreno.
C.: –¿De qué manera?
B.G.: –Hay que comprender que todos nosotros estamos edificando Latinoamérica, y a eso contribuyen tanto las novelas de Cortázar como las películas de Torre Nilsson o la misma Eva Perón.
C.: –¿Eva Perón?
B.G.: –Sí, es tremendo, me angustia, pero es así. En Nueva York, todos los canales de televisión pasan un cortometraje sobre la vida de Eva Perón. A mí me revienta, pero también gracias a esas cosas allí ya saben que la Argentina tiene calles de cemento y que no está llena de indios.
C.: –Las reuniones en su casa son famosas. Se dice que usted es la más hábil encargada de relaciones públicas del país.
B.G.: –La humanidad me encanta.
C.: –Sobre todo la que escribe en los diarios.
B.G.: –Da la coincidencia de que esa parte de la humanidad se ha criado conmigo. Todos los amigos de mi padre eran periodistas e intelectuales. No he tratado a otra gente. Se dice que yo tengo una libretita de nombres clave para organizar las reuniones. Una vez, en broma, me la pidieron.
C.: –¿La prestó?
B.G.: –No tengo libretita. No me hace falta, porque conozco todos los números de memoria. Por eso todo me fue tan fácil. ¿Se da cuenta? ¿Cómo me voy a presentar a un concurso si todos son amigos y sé que me van a premiar?
C.: –¿Tiene alguna idea definida sobre el amor?
B.G.: –Tiene que ser absolutamente monogámico. Es el único. En la India, un hombre se había enamorado de su chiva y la llevaba al cine. Eso también es amor. Que sea de cualquier tipo, pero monogámico.
C.: –¿Y el sexo? Porque el ejemplo del hindú lo excluye, supongo.
B.G.: –Leí un artículo de León Rozitchner sobre el sexo como problema burgués.
C.: –Pero usted, ¿qué piensa?
B.G.: –¡Estoy de acuerdo con él! Puedo decir que el sexo neurótico, femenino, no me interesa en absoluto. Me interesa cuando se da en amor, con funcionalidad. En la era atómica, con la horrible guerra de Vietnam y todo lo demás, la humanidad no puede estar detenida en un diván de psicoanálisis. Sin embargo, ¡qué curioso! En Nueva York, Leopoldo me mostró un diario: un héroe de la guerra de Vietnam había sido asesinado por su mujer, que lo encontró con otra. Y me dijo: “¿Ves?, en medio de los bombardeos aún queda lugar para lo pasional”. De todos modos, a mí no me interesa. Yo jamás me suicidaría por amor. En los últimos cinco años la nueva generación me ha enseñado que se puede morir de pena, por una ideología o por no tenerla, pero jamás por amor, wertherianamente. Lo burgués no me interesa más.
C.: –¿Ahora la gente se muere de pena?
B.G.: –Sí, porque no puede soportar el desengaño, el fracaso de sus creencias. Otros, por sus claudicaciones.
C.: –Usted es bastante snob.
B.G.: –Terriblemente snob. Me doy cuenta. Pero tomar el té en el Plaza, ¡me inspira tanto! O comer pizza en Los Inmortales, que también es tan snob. Lo que pasa es que soy muy burguesa.
C.: –¿No dijo que lo burgués no le interesaba?
B.G.: –Sí, claro, no me interesa. No me interesa para nada.
C.: –¿Entonces?
B.G.: –Lo que pasa es que cuando debo elegir entre la libertad y la justicia elijo, por autodefensa, el país de la libertad. Por ejemplo, si fuera a Checoslovaquia me deslumbraría: la justicia, el socialismo, las industrias, el cine. Pero después terminaría protestando por la mala comida.
C.: –Una buena contradicción...
B.G.: –Terrible. Usted no sabe cómo me duele. Me espanta ser así. Como intelectual es tremendo, ¿no? Pero como creación literaria me divierte. Verme a mí misma como personaje. Mi fuente de inspiración viene de tomar el té en el Plaza y no de la incomodidad de un ómnibus en Avellaneda. ¿Qué le puedo hacer? Elijo la libertad.
C.: –Pero dijo que la guerra de Vietnam no le gustaba.
B.G.: –No, claro, ¡qué horrenda es! En Estados Unidos me hicieron un reportaje, y me escapé por la tangente.
C.: –¿Cómo?
B.G.: –Les dije que me asustaba ver con qué terror o ingenuidad ellos no comprenden por qué se suicidan los monjes budistas.
C.: –¿Ahora también se quiere escapar por la tangente?
B.G.: –Sí, claro, ¡qué gracioso! Usted sabe que vivíamos detrás del Waldorf Astoria. Siempre vamos cerca de uno de los grandes hoteles, así aprovechamos las paradas de taxi y todas las comodidades. Y allí vimos toda una humanidad hablando contra la guerra, manifestando contra Johnson. Y también escuché por radio a un cadete recién salido de la Escuela Militar de West Point: decía que lo de Vietnam estaba bien porque era una capacitación para la próxima guerra. ¡Siniestro, siniestro! Pero yo admiro a los norteamericanos.
C.: –¿Por esas cosas que cuenta?
B.G.: –Sí. Son maravillosos. Hay una mayoría que llora a Kennedy y no quiere la guerra. Antes de conocer Estados Unidos odiaba a los turistas yanquis porque son antiestéticos, los operan de cáncer y viven cien años, usan lentejuelas, las viejas se visten de nenas. Pero cuando conocí al pueblo norteamericano, ¡qué maravilla! Los norteamericanos quieren llegar al poder total por la destrucción del enemigo. Como las historias sobre los self made man, que suben a costa de los demás. Por eso son un pueblo tan triste. ¡Y si oyera las cosas que le dijeron a Johnson esa noche!, una maravilla.
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