Mar 14.02.2006

VERANO12 • SUBNOTA

GALVEZ

Entrevistado por Pedro Alcázar Civit
El Hogar, Nº 1103,
4 de diciembre de 1930


Manuel Gálvez, que escribe exclusivamente a máquina, parece que hablara a máquina también. Su palabra, en efecto, tiene algo del isócromo martilleo dactilográfico que produce quien compone impulsado por un pensamiento abundante, sólo interrumpido a veces para precisar un concepto.

–Yo nací en Paraná, pero no me siento entrerriano. Mi madre es entrerriana y mi padre santafesino. Solamente me sentí entrerriano cuando Entre Ríos se cuadró a Yrigoyen. Algunos sin embargo me han considerado como yrigoyenista, porque en Córdoba en una conferencia de mi querido amigo el doctor Ernesto Laclau, le presenté unas cuatro paginitas. La conferencia era un análisis filosófico de toda nuestra política; y en la presentación declaré que yo no actuaría jamás en ningún partido, para tener derecho a juzgar algún día con imparcialidad la política de mi país. Elogié tres o cuatro orientaciones del gobierno anterior de Yrigoyen, y esto bastó para que se me encasillara. Pero eso fue antes de las elecciones presidenciales. En el último año yo fui un entusiasta enemigo del gobierno de Yrigoyen... Un hombre aficionado a raciocinar y a juzgar está opinando constantemente sobre hombres y cosas: aprueba esto, condena lo otro. Estas opiniones no son adhesiones partidistas ni compromisos políticos. Hace ocho años escribí unas líneas acerca de la conveniencia de implantar la representación funcional. Lo preconiza, además, uno de los personajes de La tragedia de un hombre fuerte. Si ahora volviera a escribir sobre eso se diría que adulo al gobierno... (Apunta en sus labios una risita nerviosa.) No he actuado nunca en política, aunque la política me apasiona. No los hombres, sino más bien las ideas que los partidos y los hombres, a veces sin saberlo, representan...

Manuel Gálvez nació el 18 de julio de 1882. Cursó sus estudios primarios y secundarios en el colegio de los jesuitas, de Santa Fe, y en el Salvador, de Buenos Aires. La circunstancia de ser su padre, el doctor Manuel Gálvez, diputado nacional por Santa Fe, impuso a la familia una residencia alternada en la ciudad del mismo nombre y en la capital. El novelista, que tuvo una infancia feliz de niño mimado, fue un estudiante regular, cumplido, sin otras lecturas que las de los textos obligados. Tenía, eso sí, “extraordinaria abundancia de ilusiones e imaginaciones disparatadas, y le preocupaba dolorosamente la idea de la muerte”.

–En los preparatorios de Santa Fe, porque allá no había años, hice mis primeros estudios de griego, que he reanudado en 1926 y que sigo desde entonces con igual interés...

Se acerca a uno de los estantes de su biblioteca, inquieto siempre, movedizo, nervioso, toma un pequeño libro y nos lo muestra. Son los Evangelios en su lengua original. Lee unos versículos y traduce. Como algo también sabemos de eso, la conversación se generaliza, hasta que una nueva pregunta nuestra vuelve a encauzarla en el reportaje.

–¿Experimentó alguna influencia literaria en su niñez?

–Ninguna. El ambiente en que me crié fue en ese sentido completamente nulo. Sólo recuerdo que me haya hablado de estas cosas un primo de mi madre, Floriano Zapata, que escribía en un idioma castizo, ameno y socarrón, con bastante influencia de Valera...

A los quince años Gálvez entró en la Facultad de Derecho, sin la menor vocación, exclusivamente por rutina familiar.

–Nunca me sentí atraído –nos dice– por la abogacía, que logré cursar lánguidamente. Y mucho menos cuando empezaron a apuntar en mí las aficiones literarias, que fue, precisamente, en los primeros años de facultad. Me apasiona, en cambio, la arquitectura, sobre todo después de haber viajado por el extranjero.

De los dieciséis a los veinte años, mientras sigue mascullando de mala gana sus códigos, realiza serios estudios musicales en el conservatorio de Williams, y empieza a leer los clásicos españoles. Concentra principalmente su atención en el teatro.

–¿Su primera travesura literaria?

–Fue por esa época. El teatro me obsesionaba, y decidí escribir una zarzuelita, que estrenó en el antiguo teatro Rivadavia, hoy Liceo, la compañía de Angeles Montilla y Enrique Gil. Se llamaba La conjuración de Maza... El mismo asunto que utilizó luego Groussac en La divina punzó... Y tengo música nada menos que de Franco Paolantonio, el maestro ahora famoso, que era condiscípulo mío en el conservatorio.

–¿Usted tendría entonces?...

–Dieciocho años. Pero en realidad no pensaba todavía seriamente en ser escritor... Hice también una comedia, En las redes del amor, que resultó una cosa abominable. Lo más abominable que pudo haber. ¡Póngalo así!, ¡póngalo así!

Y nos indica con un gesto insistente que tomemos nota.

La verdadera carrera literaria de Gálvez empieza en 1903, cuando tenía veinte años. Edita entonces con Ricardo Olivera, actual ministro argentino en Paraguay, una revista de Letras que debía producir sensación en la época. Ideas, publicación mensual, de carácter moderno, casi un centenar de páginas de material selecto, se mantuvo por espacio de dos años. Colaboraban allí firmas que han alcanzado luego consagración en el país: Julián Aguirre, escribía sobre música; Martín Malharro, sobre pintura; Emilio Becher, sobre libros franceses; Ricardo Rojas, sobre españoles; Juan Pablo Echagüe y el mismo Gálvez, sobre teatro argentino; Atilio Chiapori, Mario Bravo, Mariano Antonio Barrenechea y otros.

–Esa revista Ideas ¿es, desde luego, La Idea Moderna que aparece en El mal metafísico?...

–Efectivamente. En esa novela está reflejada la vida literaria de la juventud de mi época. Usted habrá reconocido a la mayoría de los personajes...

–Resulta muy fácil reconocerlos, hasta por la similitud de sus nombres fingidos con los reales: Almabrava, Almafuerte; el doctor Escribanos, el doctor Ingenieros; Juan Luis Heleno; José León Pagano; Carlos Noussens, Carlos Soussens, etc. Carlos Riga, el protagonista, ¿es usted?...

–Sí, soy yo. Yo era así: tímido, soñador. Pero nunca me dio por... (Con un ademán indica “empinar el codo”.)

–Ni tampoco anduvo muriéndose de hambre hecho un andrajo, como su pobre poeta. La coincidencia, felizmente para usted, es exclusivamente espiritual.

–¡Con muchos detalles materiales también, no crea! Hay escenas que son trasunto fidelísimo de la realidad.

–Pero usted es bastante menos haragán que él...

–Yo soy haragán, como todo criollo, pero tengo mucha voluntad, una gran voluntad.

–Eso es lo que lo ha salvado entonces del triste destino de su protagonista.

–Eso y muchas otras cosas –nos contesta el novelista con una risita nerviosa.

(Pensamos en que tal vez Gálvez haya tenido más suerte en el amor que Carlos Riga, pero no nos atrevemos a formularle una pregunta, seguramente indiscreta. Cuando los escritores, por otra parte, quieren hacer confidencias no necesitan del intermediario cronista. Por eso constituyen para nosotros los peores clientes. Su instinto profesional les impediría entregar a manos ajenas lo que pueden explotar directamente.)

Disloquemos un poco el cuestionario.

–Por esos años de adolescencia, ya definida su vocación literaria, ¿pensaba usted escribir novelas?

–Sí, pero a los treinta años, que es la verdadera edad para empezar a escribir novelas. Cuando tenía veinte tracé el plan de mi futura obra, que he realizado más o menos. Lo formaban un conjunto de veinte novelas argentinas, entre las que hasta había un libro de guerra. También he cumplido esta parte de mi proyecto al publicar las Escenas de la Guerra del Paraguay, que es mi obra predilecta. En esto del plan estaba sin duda influenciado por Zola...

–¿Usted fue un lector devoto de los “Rougon-Macquart”?

–Es verdad, pero la influencia de Zola que se me atribuye es absurda. Mayor influencia ejerció sobre mí Flaubert, que leí y estudié concienzudamente. También, por esa época, leía mucho a Galdós, a Eça de Quiroz...

Se graduó de doctor en leyes en 1904, con una tesis sobre La trata de blancas. Una tesis poco literaria, en la que algunos críticos han querido ver como un anticipo de Nacha Regules, la más leída de sus novelas.

–¿Alguna vez puso estudio?

–Tuve estudio de abogado, durante dos meses, con mi cuñado Roberto Bunge... Pero fracasé: la profesión no me interesaba en absoluto...

Un gesto delata que no quiere detenerse en el recuerdo. Con avidez retoma el hilo de su carrera literaria.

–En 1905 hice mi primer viaje a Europa. La inevitable vuelta por París, Italia y España. Llegué a Madrid precisamente cuando se casaba Alfonso XIII. Allí conocí a Valle Inclán, los Machado, Pérez de Ayala, Julio Camba, que era entonces anarquista.

–Algo se contagió también usted del sarampión rojo, ¿no es cierto?

–Sí, sí, tuve unos años de vago socialismo y liberalismo, entre los veintiuno y los veinticinco. Pero, salvo esto, he sido siempre católico practicante. He escrito libros católicos, como El diario de Gabriel Quiroga y El solar de la raza, cuando no era moda ser católico, cuando nadie se atrevía a nombrar a Dios en un artículo. Ortega y Gasset, en su primer viaje, me dijo que Angel de Estrada y yo éramos los únicos escritores argentinos que teníamos preocupaciones espirituales. Durante la guerra, indignado por muchas cosas, un gran sentido de justicia me inclinó hacia la revolución. Creí, como mucha gente, error que no tardé en reprobar, que la revolución era compatible con la Iglesia. Pero nunca fui bolchevique, como imaginan algunos enemigos que tengo. Creí en la importancia de la revolución rusa, en que ella influiría en todo el mundo para mejorar la situación de los pobres, pero después que empezaron a llegar las primeras noticias sobre los grandes crímenes de Lenin, Trotsky y sus secuaces, detesté a esos enemigos del género humano.

Una breve pausa y agrega:

–Me siento latino. Por eso no simpatizo con los Estados Unidos ni con Rusia. Por eso soy ahora reaccionario en lo político. Soy partidario del orden clásico, de la jerarquía. Quiero que los argentinos pertenezcamos a la cultura grecolatina.

Un salto violento.

–¿Nos dice que es usted un eximio bailarín de tango?...

–Lo bailo bien, a pesar de mi sordera. Puede hablar de mi sordera, que ya es trágica.

Las ideas vuelven a encadenarse.

–Sí, yo bailo. Eso le demuestra que soy un espíritu joven. Por eso mismo simpatizo con los escritores jóvenes y la nueva literatura. No los busco, sin embargo. Pero me interesan. Lamento que muy pocos de ellos trabajen; y sobre todo lamento su insolencia y su poco amor al estudio...

Un recuerdo lo obliga a atenuar un poco su severidad con respecto a la insolencia de los jóvenes.

–Aunque, a decir verdad, todos hemos sido insolentes. Me acuerdo con horror de una vez que, en casa de don Santiago Luro, elogiando Luro los versos de Gabriel y Galán premiados en unos juegos florales, citó en su apoyo la opinión de Miguel Cané, entonces de un prestigio inmenso; y tuve la osadía y la insolencia de decir que Cané “no era opinión”... Yo tenía veintidós o veintitrés años... No sé cómo Luro no me sacó de un brazo...

En 1910 Manuel Gálvez publica El diario de Gabriel Quiroga, “páginas de crítica social, que pasan casi inadvertidas”. Se casa con Delfina Bunge, escritora también, y emprende nuevamente viaje a Europa. Durante un año y tres meses recorre Francia, Alemania, Suiza, Italia, Túnez y Argelia. Representa a la República Argentina en la Conferencia Internacional contra el Paro Forzoso, celebrada en París, lo que le da ocasión para escribir una documentada monografía sobre La inseguridad de la vida obrera, que citarán luego los diputados Justo y Palacios en la Cámara y que inspirará los proyectos sobre creación de oficinas de colocaciones oficiales, del mismo Palacios y del diputado Bas.

En la Revista de América, que Francisco García Calderón editaba en París, toma a su cargo la sección de letras argentinas.

Circunstancias ajenas a su voluntad lo retienen cuatro meses en Argelia, donde, para matar su aburrimiento, empieza a estudiar árabe.

–Tenía un profesor muy pintoresco –nos dice el novelista–, un tal Fatah, director de una escuela, que no había oído en su vida hablar de la Argentina. No podía ni siquiera ubicarla en el globo terráqueo. Sobre los extraordinarios conceptos geográficos de monsieur Fatah he escrito hace algunos años un artículo en Caras y Caretas. ¿No lo leyó?

Poco después de su regreso al país, Manuel Gálvez empieza a ser conocido como escritor con la aparición de El solar de la raza (1913), realizado durante su viaje, y que un editor español había retenido oscuramente más de un año. Para obtener la devolución de los originales tuvo que solicitar la intervención del cónsul argentino.

Al año siguiente aparece La maestra normal, considerada como la obra maestra de Gálvez. Ella sola basta para colocarlo entre nuestros primeros novelistas. El libro, que pasa al principio un tanto inadvertido, alcanza verdadera celebridad a raíz de un artículo de Unamuno, publicado en La Nación en 1915. Una celebridad en los primeros tiempos, un poco extraliteraria, porque sus comentaristas –el mismo Unamuno y Lugones, principalmente– ven en él, ante todo, un ataque al normalismo. Surge con tal motivo una frondosa polémica nacional de la que dará una idea sumaria el párrafo que transcribimos de la obra de Olivari y Stanchina: “El éxito del libro es ruidoso, tal vez como no hubo otro en la literatura argentina. Publícanse artículos a montones. Los maestros normales, creyéndose atacados, piden la destitución de Gálvez del puesto que ocupa en el Ministerio de Instrucción Pública. Un riojano baja rabioso de su provincia a provocar al novelista, en virtud de inexistentes agravios que él viera en La maestra normal. En cada capital de provincia y ciudad importante se originan polémicas sobre el libro. En Paraná hasta tiene lugar una manifestación pública en contra de Gálvez. En Catamarca se funda una revista con el objeto de combatir la ya famosa obra. Se escriben un par de novelas que pretenden refutarlo y, para que nada falte, hasta se compone un tango con el título del libro”.

–La novela, Gálvez, demuestra que usted conocía muy bien La Rioja...

–Había estado seis veces allí. Además para poder describir la “Fiesta del Niño Alcalde”, que ocupa unas cuatro páginas de La maestra normal, hice un nuevo viaje, especialmente, a la provincia. Mi práctica es documentarme concienzudamente. Por eso no quise atenerme a lo que había leído en otros autores acerca de la curiosa ceremonia. Joaquín V. González, por ejemplo, le dedica muchas páginas en uno de sus libros. Pero ello no me bastaba, necesitaba verla...

Estas consideraciones le recuerdan sus interminables traqueteos de inspector de enseñanza.

–Es un cargo muy fastidioso el mío. He tenido que levantar sumarios en todos los rincones del país. Lo he recorrido desde Jujuy hasta La Pampa...

–Y ¿qué le parece?

–Que es el país más feo del mundo el nuestro. Sólo tienen carácter la Quebrada de Humahuaca y la ciudad de Salta antigua, cuando conservaba aún su arquitectura colonial. Los intendentes “progresistas” la han afeado después con las construcciones modernas...

–¿Debe perturbarle un poco el puesto para su obra?...

–¡Imagínese!... Además de esos viajecitos, algunos ministros me han hecho cumplir un horario realmente absorbente. Es una desconsideración para un hombre que ha hecho una obra como la mía, ¿verdad?...

Testimonios de su reputación universal, además de la cuantiosa bibliografía crítica, imposible de recordar siquiera en esta crónica, son las cartas y los libros con dedicatoria que posee de James Joyce, Georges Duhamel, Valéry Larbaud, Heinrich Mann, Jacques de Lacretelle, Romain Rolland, Georges Brandes, Stefan Zweig, Israel Zangwill, André Maurois, Francis Carco, Benedetto Croce, Jacob Wassermann, Max Jacob, Juan Margall y otros muchos.

En la actualidad es presidente del PEN Club, donde lucha denodadamente contra la falta de espíritu profesional, característica de nuestros escritores.

–Todos son socios del club –nos dice–, pero pocos van. Apatía, desgano, timidez, temor de encontrarse con Fulano que lo trató mal o a quien él trató mal, etc. Yo tengo que escribirles cartas, telefonearlos, verlos personalmente. Me dan un trabajo espantoso. Y luego las rivalidades, las pretensiones. No es un puesto agradable, pero he debido aceptarlo, a invitación del centro de Londres, porque los escritores argentinos no podíamos faltar en esta asociación internacional.

Otra pregunta y nos vamos.

–¿Le han producido mucho dinero, Gálvez, sus obras?...

–No, aquí los libros no producen dinero... El único que gana es Martínez Zuviría...

–Sin embargo, entendemos que usted también. Se dice que, después de él, es el autor más cotizado...

–Pero hay una gran distancia de Martínez Zuviría a mí... A ver, espérese, le voy a calcular...

Hace números y nos contesta:

–Habré ganado unos cincuenta mil pesos, sin contar los premios ni los artículos de diarios y revistas... ¿No es mucho, verdad, para un hombre que hace veinticuatro años que está escribiendo?... Y que no hace otra cosa que escribir. ¡Porque hay que decirlo, yo no hago otra cosa!

–Trabaja mucho, ¿verdad?

–Todo el día. Mi vida desde hace muchos años está por entero consagrada a esto exclusivamente. Tenía una sola diversión –el cinematógrafo– y ahora me la han arruinado con el sonoro. ¡Ya ve, no me queda ni eso!


Sylvia Saítta y Luis Alberto Romero, Grandes entrevistas de la Historia Argentina (1879-1988), Buenos Aires, Punto de Lectura, 2002.

“Se ha hecho todo lo posible para localizar a todos los derechohabientes de los reportajes incluidos en este volumen. Queremos agradecer a todos los diarios, revistas y periodistas que han autorizado aquellos textos de los cuales declararon ser propietarios, así como también a todos los que de una forma u otra colaboraron y facilitaron la realización de esta obra.”

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