Mié 15.02.2006

VERANO12 • SUBNOTA

VALDIVIESO

La Nación,
21 de enero de 1896


Nos ha venido otra embajada del desierto.

Los viejos dueños del territorio, desalojados por la civilización, vienen mansamente de vez en cuando, a pedir un pedazo de tierra que labrar para vivir tranquilos. El año pasado fue uno del sur, Namuncurá, el descendiente de una raza belicosa y terrible, que ha tenido en jaque al país, y cuyo vencimiento llaman algunos todavía complemento de la civilización argentina, pues sólo merced a él pudo el progreso desarrollarse sin trabas ni temores, y el pioneer no fue a las comarcas deshabitadas a exponer otra cosa que su trabajo.

Hoy es uno del norte, de la tierra caliente que produce los hombres pequeños de estatura y ardorosos en la pasión.

El cacique chiriguano Gregorio Valdivieso, coronel honorario según algunos documentos, pasaportes y recomendaciones que nos ha mostrado; capitán –en el concepto de jefe o mandatario– según otros, ha llegado ayer lunes muy de mañana a esta capital.

Lo acompañan catorce hombres, todos de su tribu, entre los cuales se destaca el lenguaraz o intérprete, José Manuel Ruperto, un mozo inteligente, “criado con cristianos” en Bolivia, donde fue a trabajar desde muy muchacho. Se hace entender, aunque esté lejos de hablar correctamente.

Los otros trece son más o menos parientes del cacique, como sucede por regla general, y unos llevan nombres del calendario, otros puramente indígenas: son Silverio, Aravera, hermano del cacique, Eustaquio, su sobrino, Ariyu, Valentín, primo, Barihueta y Yasickira, Purinda, Achorancki, Urakesa, Jesús, Avankti, Segundo y Eustaquio.

Entre ellos hay uno, hermano del cacique, hombre de cien años, y que no los representa a decir verdad: seco, enjuto, exangüe, de ojos vivos que lucen a la sombra de ancho sombrero de palma, tejido por las mujeres chiriguanas, envuelto en semicivilizadas y roídas ropas, en los pies la usuta, ojota o sandalia de cuero apenas curtido, con el labio inferior perforado, y en el hueco el trozo redondo de madera, señal inconfundible de raza, es todo un tipo. Grave, solemne, examina cuanto le rodea, con aire entendido pero sin demostrar exagerada admiración.

Han traído sus mantas de vicuña tejidas en los telares primitivos por sus trabajadoras mujeres, los sombreros de palma cortada y trenzada, el arco y las flechas con punta de madera dura, que usan en la caza de la pava del monte y de los cuadrúpedos de pequeña alzada que les sirven de alimento, los grandes cuchillos de industria alemana que les venden a peso de oro en los pueblos cercanos a su toldería, y la flauta de caña tacuara, en que tocan quién sabe qué melopea incomprensible y melancólica.

Son de una pobre raza agotada, que ni aun ha conservado el salvajismo primitivo, pues echa mano de las modernas prendas de vestir –si tal puede decirse de los guiñapos que usan– y está toda ella extenuada, clorótica, con una palidez anémica que es antítesis a la exuberancia de vida de las comarcas que habita. Esos jóvenes salvajes, cuyas tres cuartas partes no han llegado a los veinte años, muestran en sus caras vivas, sorprendentemente inteligentes, todos los rasgos de la vejez. Se confundiría a los más viejos con los más niños, por la decoloración de la tez, por sus arrugas prematuras, producto de una alimentación insuficiente y de lo enervador del clima –si esas arrugas no llegaran a términos de fealdad tristísima en los ancianos, y no parecieran puramente de pobreza de sangre y músculo en los jóvenes.

Llegaron a Buenos Aires en el más absoluto abandono. El gobierno de Tucumán, a cuya capital llegaron a pie después de dos días de viaje, los dejó en el tren que les ha traído hasta esta ciudad, pagándoles generosamente los pasajes –creemos que de su particular peculio–. Allí, en la estación Central, nuestros colaboradores artísticos tomaron un croquis del extraño grupo: los reyes del desierto entrando al núcleo de la civilización. La operación no dejó de parecerles rara, pero a indicación del vivísimo lenguaraz, se dejaron hacer, mansamente, seguros de que no iba a resultarles daño. Muy despiertos, el tren, que Gregorio no había visto nunca, les causó honda y satisfactoria sorpresa –no muy demostrada cual conviene a los altos personajes en villegiatura– pero conviniendo con exclamaciones afirmativas en que aquello era más cómodo que andar a pie. A la llegada no se turbaron, y a fuerza de la insistente pregunta del lenguaraz: “¿Dónde casa gobierno? ¿Dónde casa gobierno?”, llegaron y se instalaron en el cuerpo de guardia, a espaldas de la Casa Rosada, donde minutos después estaba un miembro de nuestra redacción en conversación corrida con Valdivieso, por intermedio de José Manuel Ruperto, hábil traductor y distinguido diplomático según se verá después.

Expuesto el deseo de ver al cacique, se le llamó, y concurrió al punto llevando bajo el brazo un lío de papeles que presentó solemnemente a nuestro enviado.

Es Valdivieso un hombrecillo enjuto y doblado por la edad, de rostro abotagado pero de ojos brillantes, muy picado de antiguas viruelas, con ligeras hinchazones que deforman sus líneas generales, blancos pelos erizados y aislados de barba, cabellos largos, lacios, negros y apelmazados, ceñidos con una vincha y cubiertos por un ancho y bien tejido sombrero de palma. El labio inferior está perforado entre la barbilla y el labio propiamente dicho, y el agujero circular está llenado por un botón común de mosaico blanco y negro, que él ostenta gustoso estirando la piel con ayuda de los dientes. A eso le llaman ellos temeta y otros nombres de tan extraña enfonía, que renunciamos a trasladarlos por ahora al papel.

José Manuel Ruperto venía con el cacique, y al primer golpe de vista creímos hallarnos frente a un antiguo indio soldado. El se explicó. Se había criado en Bolivia, entre cristianos, por eso sabía hablar, quizá por eso sabía muchas otras cosas.

Los papeles eran, todos, a modo de pasaportes, cuidadosamente conservados durante años, y que parecen establecer la ilustre prosapia e indiscutibles prerrogativas del cacique; allí se habla de “coronel honorario”, de “capitán” y de otros títulos, por jefes de guardias nacionales, dueños de ingenios y haciendas, etc., etc. Pero lo interesante es la palabra del cacique por intermedio del lenguaraz, y vamos a ellos:

–¿A qué han venido? les preguntamos.

–A ver goberno, contestó el intérprete en su media lengua. Goberno bueno, cacique decir goberno bueno cuando pusimos tren Tucumán. Antes, decir goberno malo, tener que ir caminando –do día a Tucumán, pero goberno Tucumán bueno, él dice (señalando a Valdivieso) caminar mejor.

Como tendríamos que traducir esta jerigonza, a riesgo de dejar de otro modo en ayunas a los lectores, preferimos hacer síntesis, considerando que la muestra basta.

–¿Cuántos vienen con Valdivieso?

–Catorce hombres.

–¿Quiénes son?

El intérprete enumeró bien hasta nueve. Faltaban cinco. Buscó, y dio dos nombres más. ¿Y los otros tres? Buscó de nuevo, no halló, se embrolló, y luego, en cuclillas, se puso a hacer rayas en el piso, ensimismado, absorto:

–¿Están Urakesa, Avankti y Eustaquio? –preguntó por fin, hallando las fallas en la fila ideal que había formado.

–No.

Completó la lista con un procedimiento mnemónico tan sencillo como eficaz, y la entrevista continuó:

–¿Cuántos hombres manda Valdivieso?

–Dos mil; contando hombres, mujeres y chicos, todos, son dos mil.

–¿Son amigos de los argentinos?

–Amigos, sí, pero quieren que el gobierno los defienda, porque vienen cristianos que se los llevan a trabajar de balde, y ahora nosotros somos argentinos.

–¿Dónde viven, pues?

–En Itapua, en Tacuarenda, en Isenda, en Chareti, toda la comarca se llama la Kiriquirigua, y está en la costa del Bermejo, donde pescamos; nosotros queremos que el gobierno bueno nos ayude, porque nosotros somos buenos.

–¿Y quieren tierra?

–Sí.

–¿Cuánta tierra?

–Serán unas cien leguas.

–¿Y qué van a hacer en esa tierra?

–¿A hacer? Plantar cañita, plantar batata, plantar cositas para comer.

–¿Tienen animales?

–Algunos, pocos, tienen vaquitas, nada más.

En esto el cacique Valdivieso, que escuchaba sin entender, curvaturado, apoyado con ambas manos en el bastón, pues había dejado el sombrero en el suelo y sólo las greñas negras y apelmazadas encuadraban con la vincha su rostro abotagado en que sólo vivían los ojos, se adelantó un paso y con una verbosidad inconcebible, comenzó a endilgarnos una serie de palabras guturales, con sonidos monótonamente repetidos, rasgos de quechua y de guaraní para un oído no versado, en un discurso que escuchamos con el aire más entendido que nos fue posible adoptar. Cadenciosa y rápidamente dejaba caer las sílabas, con apoggiaturas y calderones, notas largas, en el monosilabismo aquél. En vez del ¡bravo! que podía esperarse, después del esfuerzo oratorio, nuestra exclamación, dirigida al intérprete, fue:

–¿Qué dice?

–Dice “que goberno muy bueno”. Que él “quiere mucho a goberno, y que en su tribu no quiere que haya gentes malas, que peleen ni roben, señor”, dice. Dice “señor, nosotros somos gente buena que quiere trabajar, que tiene hambre y que no come, ni tiene cigarros, señor”. “Qué ahora, señor –dice– no puede ver goberno, y su gente tiene que tener comida y cigarros, señor”, dice. “Que do peso necesita para comer y para la gente, señor”, dice.

Recalcaba el señor, atribuyéndolo siempre al cacique, pero con tan manifiesta intención diplomática de agradar, que le contestamos:

–Dile al capitán que está muy bien. Antes de irme, le daré algo. Ahora, contesta: ¿cómo viven ustedes en el Chaco?

–En ranchitos chiquitos de paja, señor. Cazamos pavas del monte con flechas, pescamos en el río. Pava linda, como gallina grande negra.

–¿Cuántas mujeres tiene el cacique?

–Una sola. Otros jefes tienen cuatro, seis; él una sola. Tiene un hijo y una hija, nada más; otros muertos; el hijo se llama Apolinario. El capitán (el cacique) ya tiene más de noventa años. Pero nunca tenido más de una mujer.

–Y ese agujero que llevan en el labio, con un pedazo de madera ¿qué es?

–Quiere decir que es chiriguano, pero ahora no se hace.

En efecto, entre los jóvenes sólo vimos a uno que lo llevara; los viejos, todos.

–¿Y es buena la tierra que piden?

–Buena, buena; linda, linda; mucho agua, buenos campos con árboles; allí sale todo lo que se siembra.

Vino en seguida, otro discurso del cacique, tendiente a manifestar cuánta era su esperanza en el gobierno y cuánta su resolución de manejar a su tribu con daño y condenación para los malos que en ella aparecieran. Y concluyó, siempre según la traducción del lenguaraz, diciendo:

–Yo soy muy viejo, y no he querido morirme sin ver al gobierno de mi tierra, y pedirle que me proteja. Yo no volveré más porque estoy ya muy cerca de morir, pero desearía que no abandonaran a mi gente. ¡Yo ya soy muy viejo y no volveré más!

Parece que entre los indios es conocido el refrán de que las cosas de palacio van despacio, porque el lenguaraz agregó en seguida, hablando esta vez por su cuenta:

–El no vendrá más, yo vendré, yo vendré después; él quiere que yo vuelva para que todo esto quede arreglado.

Y por eso decíamos que el hombre era diplomático: los hechos lo manifiestan.

–Bueno, veamos a los demás. ¿Dónde están?

–Allá, allá.

No sabía decir dónde, como es natural. Salieron él y el cacique, guiando, acompañónos el teniente de guardia, amabilísimo, y atravesando la vía fuimos a dar a los informes restos de la Aduana, donde a la sombra de las construcciones demolidas estaban los trece chiriguanos restantes mirando fijamente la casa de gobierno, sin demostrar en su rostro la admiración que les causaba ese, para ellos, prototipo de la arquitectura más grandiosa que quepa en cerebro humano. Calentaba el sol en la atmósfera húmeda, y ellos estaban tranquilos, sin una gota de sudor, en el cinto la pesada cuchilla alemana, al lado de las mantas de lana multicolor, indiferentes a la curiosidad indiscreta de los pocos que por allí pasaban, peones y carreros. –¡Dice que esto es un gusto! –exclamó el intérprete refiriéndose al cacique y señalando el frente posterior de la casa de gobierno, que se está pintando ahora. Los demás dicen también.

Dimos una corta suma al cacique, quien no hizo siquiera mención a agradecer el presente. Preguntó, eso sí, el valor de los billetes al lenguaraz, se ocupó de su curiosa caravana, y nosotros aprovechamos el momento para irnos, pues el sol picaba, y ya hubiera sido difícil obtener mayores informaciones.

Ayer se presentó el cacique en el ministerio de la Guerra con el objeto de iniciar sus gestiones; pero no pudo ser recibido por haberse retirado el Sr. Villanueva. Hoy probablemente será atendido.


Sylvia Saítta y Luis Alberto Romero, Grandes entrevistas de la Historia Argentina (1879-1988), Buenos Aires, Punto de Lectura, 2002.

“Se ha hecho todo lo posible para localizar a todos los derechohabientes de los reportajes incluidos en este volumen. Queremos agradecer a todos los diarios, revistas y periodistas que han autorizado aquellos textos de los cuales declararon ser propietarios, así como también a todos los que de una forma u otra colaboraron y facilitaron la realización de esta obra.”

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