Mié 21.02.2007

VERANO12 • SUBNOTA

SIN PIEDAD

Su primera caja de óleos se la regaló una puta polaca. En los ‘60 le dio la espalda al Di Tella. Ganó los premios Municipal y Nacional, entre muchos otros, y una Beca Guggenheim. Aunque la crítica lo haya convertido en el arquetipo del pintor político argentino, reniega de esa etiqueta tanto como del “pietismo” y no cree que la pintura sirva para cambiar el mundo. Mientras se preparaba para una temporada movida, Carlos Gorriarena, recientemente fallacido, dialogó con Página/12 en su taller de San Telmo.

–¿Cómo sintetizaría el desarrollo de su imagen desde mediados de los ‘50?

–Comencé, como casi todo el mundo, haciendo naturalismo. Después pasé por una etapa corta de pintura “social”, donde el acento estaba puesto en lo ideológico, y adopté una actitud impostada: necesité estudiar mucho las corrientes contemporáneas para aggiornar mi lenguaje. El informalismo era una escuela muy potente en ese momento y de algún modo me ayudó a plantear las cosas en otra dirección. A partir de allí, a medida que avanzaba fui destruyendo la figuración de mi pintura hasta casi llegar a la abstracción. Cuando retomo el camino de la figuración, a fines de los ‘60, mi planteo es totalmente distinto.

–Mientras tanto, el Di Tella funcionaba a todo vapor, ¿cuál fue su actitud hacia ese fenómeno?

–Mi camino fue totalmente al margen, no tuve nada que ver. A lo mejor mi postura en esa época era un tanto dogmática. Hoy la podría resumir así: el Di Tella era como una gran fiesta en un país que no estaba de fiesta. Yo lo veía como algo coyuntural y fuera de contexto. Y no me arrepiento de haber pensado así. De todos modos, tenía amigos que trabajaban ahí, como Pablo Suárez, Ricardo Carreira o León Ferrari, con los que me encontraba en el bar Moderno.

–¿Es a fines de los ‘70 que su pintura se torna más precisa y personal?

–No soy un artista de grandes rupturas. Las modificaciones en mi trabajo se dan a través de los años. Si comparamos un cuadro mío de hace cuarenta años con uno de hoy vamos a decir: ¡qué cambio!, pero observando mi desarrollo año por año se verá que está todo encadenado, y que hay una coherencia. A mediados de los ‘60 me acerqué a la abstracción, pero se puede ver en mis cuadros de 1975 elementos de aquellas obras de 1965. Aunque es cierto que a fines de los ‘70 redondeo una cierta formalidad expresiva que seguramente se deba a una maduración de lo que venía haciendo.

–Hay un salto cualitativo en sus muestras individuales entre 1977 y 1981. Hasta entonces, los ‘70 estuvieron bajo la influencia de un realismo de paleta neutra y gesto calculado. Con la llegada de la “Nueva imagen” y los jóvenes pintores de la llamada “transvanguardia”, las aguas se agitan y usted ya es, en ese momento, un surfista experimentado que va montado sobre la ola más alta.

–Exacto. Me empiezan a invitar, antes nadie me invitaba. Hago también una gran cantidad de exposiciones, me premian... Entre 1984 y 1986 gano los premios Municipal y Nacional, y me otorgan la Beca Guggenheim. En esta etapa no modifiqué mi tarea de pintor (que es, dentro de mis posibilidades expresivas, siempre intentar el máximo) pero hay un mayor reconocimiento de parte mía a la importancia que tiene el aspecto promocional, cosa que antes despreciaba en un gesto un tanto anárquico y suicida.

–Sin embargo, por esa época, en un reportaje del semanario El Periodista usted declara que vivir del arte en la Argentina significa vivir de los alumnos.

–Ese es un problema común a cualquier creador en la Argentina, sea pintor, actor, escritor o músico. En Estados Unidos y Europa, el prestigio y la guita no van separados la mayoría de las veces. En la Argentina somos medio esquizoides: separamos esas cosas y nos ponemos nerviosos cuando un artista gana un poco de plata. Antonio Berni, con el cual ahora nos llenamos la boca, es un buen ejemplo. Para parar la olla tuvo que hacer una obra paralela, que fuera vendible. Como tenía una enorme facilidad para los golpes bajos (niños con lágrimas, maternidades, niños pobres con pecas), lo hacía fantásticamente bien. Pero su obra principal, la que cuenta, se fue acumulando en el taller, nadie se la compraba. Esa obra le quedó en la sucesión a su hija Lily. En cambio, tomemos el caso de Francis Bacon: la burguesía de su país le compró todo lo que produjo a lo largo de su vida. ¡Y era una obra difícil, a veces inaguantable! Bacon no tuvo que trabajar en otra cosa, ni tener alumnos ni hacer una obra paralela. Ahí está la gran diferencia entre un artista de país central y uno de país periférico.

–Ya que menciona a Bacon, ¿podría hablarse de algún punto de contacto entre su obra y la de él?

–No, no lo veo. A Bacon lo conocí por reproducciones, cuando yo ya era un pintor formado. En general siempre me interesaron pintores cuya obra descubrí a través de reproducciones. Cuando era joven estaba fascinado con Goya, me pasaba los días estudiándolo, copiándolo, haciendo grabados a la manera de él. Gutiérrez Solana es otro español que me gustó mucho. Entre los alemanes admiré a Kirchner y Beckmann. De los alemanes de ahora, aunque me parezca inferior a aquéllos, me interesa Kiefer. De los ingleses, Lucien Freud me resulta más atractivo que Bacon.

–La crítica de arte lo ha calificado a veces como un pintor político o pintor social...

–Los críticos han dicho cosas muy extrañas sobre mi obra, y por lo general a uno le cuesta identificarse con los encasillamientos que hace otro. Por ejemplo, cuando se dice que soy un pintor político y que mi origen es expresionista. De alguna manera lo acepto, pero siempre pensé que un pintor político es aquel que utiliza la pintura como herramienta o vehículo para manifestar ideas: en ese caso, yo sería un pintor político pero de la clase que no cree que la pintura sirva para transmitir ideas que cambien el mundo. ¡Creo que nunca pensé eso! Aceptaría el rótulo de pintor social, si tuviese que colocarme una etiqueta, siempre y cuando hagamos la salvedad de que nunca hice “pietismo”. No he pintado gente desamparada: di vuelta la cosa e intenté retratar situaciones de los poderosos. Por supuesto que esto no define mi obra, pero yo lo que cambio es el objeto elegido para describir una situación de tipo social.

–¿Se podría decir que Berni sí hizo “pietismo”?

–Sí. Desde el punto de vista del objeto elegido, él es un pintor clásico que retrató a los pobres del mundo. Claro que no es un clásico desde lo formal, ya que modificó bastante la idea que uno tiene de la pintura social, si bien seguía pensando al arte como agente pedagógico.

–La mayoría de sus cuadros están poblados de personajes, y éstos hablan a través de una retórica corporal: se saludan, caminan seguros de sí mismos y llevan inscriptos en su vestuario datos emblemáticos de su posición social. Las caras son a veces sólo una mancha y los fondos una descripción sumaria del ambiente que los contiene. Pero los cuerpos no.

–Yo parto casi siempre de una imagen realista: puede ser un objeto, una persona o simplemente una fotografía. Esto me da pie para ensayar una imagen que es figurativa en la superficie pero abstracta en el interior. Las sombras o los cortes de la forma no corresponden a una determinada luz, ni a una anatomía particular, sino que se constituyen pura y exclusivamente en un recurso pictórico. Mi intención es construir un contrapunto entre una legalidad y una ilegalidad. El aspecto exterior de mi pintura sería la parte legal, que es transgredida constantemente por elementos de muy distinta extracción, que utilizo para jugar como contrapunto entre la figuración y la abstracción, entre perspectiva y plano, entre color real y simbólico. Esas cualidades dificultan una lectura textual de mis cuadros. Y eso es precisamente lo que pretendo, que finalmente se vean como lo que son: pinturas.

–Retomando el tema del mercado de arte, ¿qué opina de la instalación en la Argentina de Sotheby’s y Christie’s?

–Tiene un aspecto positivo que es casi obvio: ningún pintor puede negarse a participar de un mercado más grande donde la obra de los artistas argentinos se venda más y mejor.

–¿Y el lado negativo?

–Este mercado internacional es diferente al que rigió desde fines del siglo XIX, que marginó a los Van Gogh, a los Gauguin y a los Cézanne. Aquel era un mercado selectivo, que se restringía a aquella pintura que estaba bendecida por los cánones aceptados por las academias. Hoy, el mercado internacional es mucho más permisivo y de una amplitud inimaginable hace cien años. Por eso puede ofrecer lo mejor y lo peor del arte contemporáneo. Y también es difícil para los buenos artistas sobresalir en esa maraña. Es una especie de supermercado, donde se vende de todo, para todos los gustos y presupuestos. Además, no olvidemos que las grandes galerías tienen las bodegas abarrotadas de pintura de buen nivel y necesitan colocar esa mercadería.

–Si la llegada de estos grandes marchands se debe a que vienen a vender, no a comprar, ¿dónde está el beneficio para los artistas locales?

–Creo que también van a trabajar con los artistas de cada país. Y el acceso al mercado internacional va a ser beneficioso para los buenos artistas argentinos. Pero se impone una aclaración: cuando digo “supermercado” lo digo en sentido metafórico, aunque haya pintura que es de supermercado, hecha en base a un marketing... claro que eso es otra historia.

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