VERANO12 • SUBNOTA
› Por Enrique Raab
Porque esa casa de O’Higgins –durante décadas un legendario refugio para reuniones donde se intercambiaban boutades, calembours y bonmots que nutrían, luego, las secciones más frívolas de los semanarios de noticias– resulta ahora curiosamente desmantelada. Sólo una habitación, de bajos, que da sobre esa ruidosa calle del barrio de Belgrano, sigue reservada para Manucho. “Desde que me mudé a ‘El Paraíso’, en Cruz Chica, Córdoba, esta casa quedó prácticamente levantada... Arriba vive mi hijo Manuel. Al fondo, les he alquilado unas habitaciones a unos arquitectos amigos... Yo me quedé con esto...” El brazo señala, con imperial displicencia, cuatro paredes ornadas con los restos de una pinacoteca famosa: un Soldi recién llegado, uno de los famosos leones de Manucho, de esos leones que él regala como prueba irrefutable de amistad. “Ah, sí... Los leones... ¿Sabés que me encanta dibujarlos...? Pero yo los trabajo con marcador. Se borran, che... No he logrado aprender la forma de hacerlos durar... Será que quiero hacer cosas efímeras, cosas que el tiempo borre. Que no queden rastros, como querían los etruscos.”
Nuevamente esa suave ironía maliciosa, aunque extrañamente desprovista de crueldad. Ahora, cómodamente reclinado en un sillón, las piernas cruzadas como si fuera a quedarse allí toda la vida, pero el cuerpo firme, controlado: el gesto de aparente molicie disfrazando, aquí también, un permanente, tenso control de los gestos. La seguridad de una clase se traduce, inequívocamente, en ese manipuleo sin fallas del propio cuerpo. Como los actores para quienes la técnica ha pasado a ser un dúctil instrumento, Manucho deja que sus manos vuelen, que sus piernas se crucen y se desperecen, mientras el rostro impasible sigue fijo mirándole los ojos al interlocutor, como aquel otro rostro español fijado por Zurbarán.
Manuel Mujica Lainez: –Sí, no sé qué hacer... La muerte de mi madre me hace sentir un poco perdido en ese enorme caserón que es “El Paraíso”... Son muchas piezas, mucho espacio... Me siento bastante solo allí. Seis años hice esa experiencia de soledad... Pero ahora tengo ganas de volver a Buenos Aires, de mezclarme otra vez con la gente... No sé, estoy un poco desorientado.
Durante un año y medio, Manucho estuvo ausente de la Argentina. Apenas asumido el gobierno de Héctor J. Cámpora, en mayo de 1973, hizo sus valijas, invitó a un amigo cordobés a que lo acompañara y se embarcó en un carguero griego, rumbo al Pireo.
M.M.L.: –Me preguntás por qué me fui... Bueno... Era un poco la despedida de los viajes, ¿no? Porque ahora, ¿quién podría costearse un traslado de esos? Grecia... Primero tengo que decirte que elegí ese lugar porque me siento cómodo... Me gusta el clima, el cielo, la gente... Además, ese carguero es propiedad de una amiga, una viejísima señora griega y forzosamente, si quiero viajar gratis, tengo que ir al Pireo. Si vos me conseguís alguna otra señora que sea dueña de barcos que van a Marsella o a Indianápolis, bueno... encantado; iría a Marsella o a Indianápolis... Pero mientras la alternativa no exista, permaneceré fiel a mi vieja amiga griega y seguiré yendo al Pireo...
Ha comenzado el momento de la malicia. El imposible Nescafé que no terminó de disolverse en la taza ha sido dejado sobre la mesa, como un atributo ya innecesario para la conversación. Difícil no percibir que esa malicia traduce, en el fondo, las ganas de ser travieso de un hombre esencialmente feliz. Por eso –repentina revelación que uno siente en ese cuarto a medias habitado, a medias despojado de la calle O’Higgins– la literatura de Manucho fluctúa entre la serenidad y el mamotreto. Por un lado, la contemplativa belleza, la resignación nada trágica sino bucólica de las inolvidables páginas de La casa. Por el otro, los vanos esfuerzos por acceder a la tragedia, la hinchazón pedante y libresca de Bomarzo. ¿Por qué Manucho –la pregunta se hace inevitable– ha sentido la necesidad de pintar la tragedia, de mortificarse con palabras y más palabras en busca de un sentimiento ajeno a su propia, íntegra, ineludible felicidad?
M.M.L.: –Yo siempre he sido un hombre optimista. He creído, sigo creyendo, que todo iría a terminar bien. Buenos Aires... Ahora, cuando volví en abril, he visto la ciudad desde el puerto... El carguero iba entrando lentamente a la dársena y, ¿sabés?, todo me pareció una maravilla. Era una mañana de sol, las casas, los rascacielos relumbraban detrás del Sheraton. Me sentí feliz de volver, de estar aquí de nuevo... Luego, ya pasada la aduana, tuve como un sentimiento desagradable... En el puerto mismo vi a un camionero y de repente, al lado suyo, bajaron cuatro muchachos de un automóvil y lo amenazaron con sus ametralladoras. Me desconcertó esa violencia. Le pregunté a mi hijo Diego qué era eso. Y me dijo: “Pero, papá... Eso ocurre acá todos los días... No te alarmes...”. Le hice caso. No pregunté más.
Con la seguridad de quien divide los tonos de voz entre temas dolorosos y temas frívolos, Manucho se ha puesto serio. Pero todavía queda, buscando su válvula de escape, mucha malicia programada para el encuentro. Buen administrador, Manucho la prodiga en el relato de sus andanzas por Europa.
M.M.L.: –En Grecia vivía en la casa de José Rosa, el historiador. ¿Sabés que Pepe es el embajador argentino? Fue gentilísimo... Además, él es rosista y peronista... Yo, ni lo uno ni lo otro. Cuando acepté hospedarme en la embajada, quedamos de acuerdo en que nunca, ¿me entendés?, nunca hablaríamos ni de Rosas, ni de Perón... Y cumplimos el pacto. Claro, en Atenas es más fácil. Hay tantas cosas de qué hablar... Después, en Venecia, vivimos –siempre con este amigo cordobés– en el departamento de nuestro cónsul, Abel Parentini Posse... Abel sacó una vez el tercer Premio Nacional de Literatura por una novela notabilísima, La boca del tigre, donde cuenta la vida de los diplomáticos en la Unión Soviética. Su departamento está en un palazzo que da sobre el Gran Canal. Fue la casa –no sé si la conocerás– donde Josefina Beauharnais se reunió con el general Bonaparte cuando éste hacía la campaña de Italia. Faltan algunas estatuas... Claro, Josefina, como buena francesa, se llevó algunos Canova a París... ¿Viste esa manía que tienen los franceses de llevarse las cosas ajenas? Un tenedor en una cena, una toalla en un hotel... Josefina tenía la manía de las estatuas...
Este Manucho, el de la malicia verbal que puede bordear el delirio, coincide ya con su imagen pública. Las manos siguen marcando, parcamente, algunos recovecos irónicos perdidos entre las palabras, pero el control del cuerpo sigue tan perfecto como siempre. El torso está enhiesto, recostado pero no abandonado sobre el respaldo del sillón; las piernas siguen cruzadas. Sólo el brillo de los ojos prenuncia la alegría desenfrenada de lo que ahora va a contar.
M.M.L.: –Y después, España... ¿Qué te diré? En Madrid se me acabó el dinero y yo no quería pedirlo a Buenos Aires. Entonces me sinceré con los españoles. Les dije que estaba sin un peso, que patatín y que patatán. Me ofrecieron pronunciar unas conferencias, pero yo no soy como Borges, ¿viste?, que es un verdadero industrial de la conferencia. El otro día, de paso, hablé con él y me dijo que viajaría a Estados Unidos, pero que tenía que estar de regreso el 8 de octubre, para dar una conferencia en Van Riel. Me causó tanta gracia que alguien tuviese que volver de Nueva York para estar en Van Riel... Bueno, de todos modos, yo soy un perezoso y entonces les dije a los españoles: “Conferencias, no. No puedo. Pero si ustedes me consiguen alguno de mis libros, puedo leer mis propios cuentos”. Así fue: de algún lado salió un ejemplar de Misteriosa Buenos Aires y me mandaron a Granada, a Sevilla, a Jaén, por toda Andalucía, a leer esos cuentos de veinticinco años atrás.
Si a Manucho le causa mucha gracia esta travesura cultural, es evidente que todavía queda alguna malicia reservada para su memorial hispánico. En efecto:
M.M.L.: –Y luego, el acoso de los amigos... Cuando murió Perón, había que explicar a cada rato cómo era posible que esta señora lo sucediese... Querían saber detalles y más detalles... Claro, para los extranjeros, sobre todo para los periodistas, la señora es un personaje espléndido... Con ese pasado tan particular... Y yo qué iba a explicar si no entendía nada... Mirá, cada vez que me preguntaban por la señora, o por López Rega, me las ingeniaba para cambiar de conversación. Y así llegamos al fin de año de 1974. Solos en Madrid, sin saber dónde pasar la fiesta. Hasta que nos encontramos con otro muchacho argentino, también solitario, a quien le habían contado que los españoles solían recibir el año en el teatro. “¿En el teatro?”, pregunté. “¿Cómo en el teatro?” Y me contestaron que sí. Entonces lo llamé a Luis Escobar, amigo mío y dueño del teatro Eslava, y le pedí un palco. No lo vas a creer. Llegamos, eran como las diez de la noche del 31 de diciembre, y el acomodador nos recibió con un paquete de serpentinas, un antifaz y una botellita de champán caliente y un vasito de plástico. Comenzó la obra... Era un drama, muy malo. No me acuerdo de qué trataba... De golpe, suena un gong. Miré el reloj y eran las doce. Entonces los actores interrumpen el espectáculo, comienzan a intercambiar serpentinas con el público, se abrazan, se besan, gritan... Tanto en el escenario como en la platea se descorchan las botellas de champán. Gran jolgorio, gritos, pitos. Quince o veinte minutos después, no me acuerdo bien, vuelve a sonar el gong. Entonces los actores se vuelven a poner serios, el público también. Aparece, como por arte de magia, una escoba y se barren las serpentinas. En medio de un silencio mortal, como si nada hubiese sucedido, el drama continúa. ¿No te parece una maravilla?
Vieja obsesión de Manucho, la de la doble representación en el teatro y en la vida. O bien, con más coherencia, la vida vista como un espectáculo que, primero, hay que protagonizar para luego, al final de la representación, desentrañar su significado. Por eso también esa negación casi infantil a participar en la hechura del propio futuro: el futuro, incógnita misteriosa e indescifrable que alguien, algún Poder, nos tiene reservado sin que podamos participar con ningún acto, con ninguna decisión personal, en determinar el cariz que tendrá. Suave resignación de una clase, quizá, que está renunciando lentamente a forjarse un futuro y lo pone en manos de magos, augures, astrólogos y videntes.
M.M.L.: –Sí, cada vez estoy más supersticioso... Me preguntás si no me interesa “el destino y el futuro de la Patria”. (Voz solemne y engolada, que intenta satirizar sin maldad una pregunta formulada de otro modo.) Claro que me interesa... Pero, ¿quién sabe lo que va a pasar? ¿Quién es capaz de hacer un análisis lúcido? El otro día le pregunté a mi hijo Diego... Me habló durante media hora y no entendí nada. Por suerte, ahora, desde que vine a Buenos Aires, me han dejado en paz... Que la señora vuelve, que no vuelve... Para qué hablar de cosas que no se saben... Lo que sí sé es que dejaré Córdoba para instalarme otra vez aquí... Consulté el otro día a un vidente buenísimo (y la voz, ponderativa, convence como si estuviera recomendando a un cirujano o a un pedicuro de primera categoría) y por todos lados sale la mudanza...
Manucho otra vez en Buenos Aires: nuevamente, quizá, los cumpleaños famosos, las reuniones dominicales de la confitería Apolo, en Cabildo y Federico Lacroze, con esas profusas y promiscuas cortes juveniles que son, en el fondo, comparsas decorativas para resaltar la propia majestad. O quizá no: quizás el sentimiento mayestático se haya diluido con los años –sus sesenta y cinco serán cumplidos el próximo 11 de noviembre– y aflore, detrás del rol asumido, detrás de esa pesada tarea de llevar adelante un personaje, la carnadura de un hombre bondadoso, fundamentalmente hedonista, que suele perderse, de tanto en tanto, en fascinaciones inútiles por tragedias imaginarias. Los delirios librescos, vanos, de Bomarzo y de los Unicornios quizá cedan ahora ante la clarividencia de la edad. Pero para Manucho, el dilema no está resuelto. La acromegalia, el espejismo de los destinos grandilocuentes y acartonados siguen rondando, como una posibilidad pérfida, en torno de la sensibilidad de este hombre básicamente feliz.
M.M.L.: –Ya sé... Hay quienes me reprochan el Bomarzo... Y me dicen: “¿Por qué no escribís otra cosa parecida a La casa?”. Estoy fatigado de que me hagan la misma pregunta. Yo no puedo escribir ni otra casa, ni otra casita, ni otra villa, ni otro chalet... Lo pasado está pasado... Tengo que empezar a buscar de nuevo... Mirá... En España, poco antes de volver, yo estaba bastante seguro de cuál podría ser mi próximo trabajo. Era una novela sobre Carlos II, el Hechizado. (El terror ante la posibilidad de una nueva bomarziada debe haber sido percibida por Manucho porque de inmediato rectifica.) No... No la voy a hacer... Para documentarme, he pedido a los españoles que me manden una biografía del monarca y mirá, llegó, pero me doy cuenta de que por un error de encuadernación tiene más de cuarenta páginas en blanco. Para mí es un signo de que no lo debo hacer... ¿Sabés lo que me gustaría? Contar un baile... Sí, un baile... vos no sabés, porque sos demasiado joven... Esos bailes, en 1932, o 1933, eran toda una historia... Primero, la familia que los programaba, siempre para diciembre... Luego, la confección de la lista de invitados... Las intrigas que había. Las averiguaciones secretas sobre quién sería invitado y quién no... Había un verdadero servicio secreto de espionaje... Después, poco antes del baile, la familia hacía cercar la casa para estar segura de que nadie que no estuviese invitado pudiese acercarse más de lo aconsejable... Y luego, la última semana, las visitas al famoso peluquero, monsieur Moussillon... Ese que era mufa... Las niñas tenían que ir a su salón de coiffeur, porque era el mejor, pero había que evitar mirarle la cara, porque traía desgracia. ¿Te imaginás el sufrimiento? Estar sentadas, una o dos horas, mientras Mousillon les moldeaba la cabeza y no arriesgar siquiera una miradita al espejo, por temor a lo que pudiese pasar... Yo mismo fui a uno de esos bailes, allá por 1933. Había llegado a Buenos Aires un famoso botánico inglés, un sir no sé cuanto... Descubrí que su mujer –ambos eran muy viejos– había sido en su juventud una famosa actriz shakespeareana. Entonces la visité con cierta asiduidad. Me acuerdo de que un día vi, pegada en el espejo, una invitación cursada a ese matrimonio para ir a un baile. Ellos me sugirieron que los acompañase... Acepté, encantado: nunca hubiese pensado que me tocaría participar de ese baile. Fui, entré del brazo de la vieja inglesa. Me acuerdo de las mofas, las burlas de los muchachos que no podían comprender mi actitud. Sufrí mucho... Para mí, aquello era una forma de felicidad... Por eso, quisiera contar uno de esos bailes. Claro, es mucho trabajo: habría que documentarse, buscar una intriga. Pero, no sé... Creo que es un tema... ¿O te parece un mamarracho?
No; el baile no es un mamarracho. Esa fascinación por el rito social debe ser la misma que Manucho describe, con transparente alegría, en su biografía de Estanislao del Campo. El 24 de agosto de 1866, en el viejo Teatro Colón, la compañía Pastelardo-Lelmi-Briol-Bonetti-Marinotti estrenaba el Fausto de Charles Gounod. “La sala chisporroteaba bajo las alegorías del plafond pintadas por Baldassarre Verazzi –cuenta el escritor–. En la lucerna, apodo de la gran araña central, ardían cuatrocientas luces. Por doquier, en los palcos, en las lunetas, en las galerías, brillaban las alhajas, las flores, las plumas. En la platea, sólo había hombres: de frac, naturalmente; de frac y guantes. Sólo había mujeres en la cazuela, que inspiró a Pallière una de sus composiciones más encantadoras. Arriba, en el paraíso, se apretujaban los hombres una vez más. El fulgor hacía allí de tal o cual rastra de plata, de tal o cual cabo de facón... De manera que damas y caballeros sólo se encontraban en los palcos. Y en uno de esos palcos estaban Del Campo, doña Carolina y Pepita Uriburu: él un poco atrás, rompiendo la negrura del fondo con el blancor de la pechera; ellas sonrientes, inquietas, mostrando la pureza de los hombros desnudos que a medias descubrían los transparentes chales.”
Fascinación de Estanislao del Campo ante “el teatro iluminado a giorno por el gas”, ante Carolina Lavalle que arreglaba, en su palco, los pliegues de su falda inmensa. Fascinación resurgida ahora, a casi treinta años de aquel relato deslumbrante de Manucho, en esa voz que anuncia un baile como tema de su próxima novela. Nada de duques vénetos, ni de crónicas reales, ni de tragedias retóricas ajenas a este hombre hedonista y feliz. Un baile, el mismo rito que Lampedusa eligió para retratar, en El Gatopardo, la agonía de una clase.
M.M.L.: –Sí, un baile... Creo que eso es lo que voy a elegir... Ahora no los hay más, pero a mí me gustaban. Estar con la gente, verlos bailar, olvidarse de todo... Entrar a esa casa donde todo parecía seguro, tan seguro, tan a salvo de todo, tan protegido de los desastres de afuera. Te puede parecer ridículo, pero esa historia de la señora que dice que si viene el comunismo se va a la estancia, no es un disparate... Claro, tiene su fondo de verdad. Quisiera escribir sobre ese baile y luego volverme más y más místico... ¿Renunciar ya mismo a los placeres...? No, todavía no... ¡Dadme tiempo... dadme tiempo... Dejadme beber un poco más del cáliz de la vida!
No se sabe por dónde reapareció, pero la malicia se adueña nuevamente de la conversación, la ironía apunta otra vez sus dardos. También algún leve resentimiento: la sensación de saberse relegado.
M.M.L.: –Yo soy un escritor póstumo... ¡Cómo se van a ocupar de mí después de muerto...! Mirá, a Borges lo filman a cada instante. Todo el mundo habla de él. Nunca, en cambio, se han interesado por una novela mía. Sí, una sola vez. Hará unos veinte años, la gente de los estudios Mapol me compró Aquí vivieron... Después, esa empresa se fundió... Aunque creo que si filmasen una película sobre un libro mío, pediría una aclaración explícita en los títulos de que yo no tuve nada que ver con la adaptación... ¿Que Borges no impone tantas condiciones, me decís? Pero m’hijito... Borges es ciego y no ve lo que hacen con sus libros... Yo, en cambio, a esas películas las tendría que ver...
Cuatro cuadras desde la calle O’Higgins hasta la estación ferroviaria de la barranca. Recompuesta la imagen del caballero de Zurbarán, el bastón displicente manipulado, el rostro firme con el bigote ya canoso. Manucho respira a sus anchas el aire primaveral de Belgrano. “¿Ves? –dice señalando a la gente que lo mira pasar, fijándose confusamente en esa imagen conocida pero, para la mayoría, inidentificable–. Eso es lo que extraño allá en Córdoba, en ‘El Paraíso’. Quiero salir a la calle y ver gente... Para mí, la soledad no es buena. Lo comprendí después de seis años de haberla experimentado. Son errores, pero siempre se los puede rectificar. Como, por ejemplo, las ingenuidades que uno comete. ¿Te acordás...? Cuando vino la Libertadora, en el ‘55, me nombraron director de Relaciones Culturales de la Cancillería. Apenas me hice cargo, vi todos esos corredores llenos de ejemplares de La razón de mi vida... Los había en idish, en húngaro, en árabe, qué sé yo... Los mandé quemar, creyendo que así destruía el Mal... Como si quemando algo se lo pudiera destruir... Entonces no lo entendía, porque era un ingenuo... Ahora veo claro que nadie puede quemar lo inevitable, lo que uno no comprende. Aquello que quizá no sea sino una parte ignota de la verdad.”
Este retrato está incluido en Diez años de periodismo antes del horror (1965-1975) de Enrique Raab.
(Editorial Hoy x hoy).
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