VERANO12 • SUBNOTA
› Por Guillermo Cabrera Infante
Por esa época, en ese país, Lorca debió vestir así y llevar el pelo envaselinado, aplastado. Moreno, como era, para Hemingway hubiera sido un niño rico cubano y sabría qué le pasaba a un niño rico cubano cuando jugaba juegos de muerte:
Cuando salieron los tres por la puerta de la derecha, vi un coche cerrado venir a través de la plaza hacia ellos. Lo primero que ocurrió fue que uno de los cristales se hizo añicos y la bala se estrelló entre las filas de botellas en el muestrario detrás a la derecha. Oí un revólver que hizo pop pop pop y eran las botellas que reventaban contra la pared...
Salté detrás de la barra a la izquierda y pude mirar por encima del borde del mostrador. El coche estaba detenido y había dos individuos agachados allí. Uno de ellos tenía una ametralladora y el otro una escopeta recortada. El hombre de la ametralladora era negro. El otro llevaba un mono de chofer blanco. Uno de los muchachos le pegó a una goma del coche y como a cosa de diez pies el negro le dio en el vientre... Trataba de ponerse de pie, todavía con su Luger en la mano, lo que no podía era levantar la cabeza, cuando el negro tomó la escopeta que descansaba junto al chofer y le voló un lado de la cabeza a Pancho. ¡Tremendo negro!
Lorca no conoció esa terrible violencia cubana ni a esos negros habaneros, esbirros excelentes. Sus negros fueron sonadores del son, reyes de la rumba. Lorca tenía por costumbre recorrer los barrios populares de La Habana, como Jesús María, Paula y San Isidro, y se llegaba a veces hasta la Plazoleta de Luz, al muelle de Caballería ahí al lado y aun al muelle de la Machina, donde ocurre la acción inicial de Tener y no tener. Pero nunca conoció esa noche obscena que amanecía con los mendigos dormidos y los niños ricos muertos. Aunque al final, como Hemingway, supo lo que era una muerte violenta al amanecer.
Otro americano que vino a La Habana en esos primeros años treinta para dejar una estela de arte fue el fotógrafo Walker Evans: “Desembarqué en La Habana en medio de una revolución”. ¡Estos americanos no sé cómo se las arreglan para caer siempre en medio de una revolución en Cuba! Como Evans estuvo en La Habana en 1932 y el dictador Machado no cayó hasta 1933 para ser sustituido por Batista meses después, Evans no pudo haber caído en medio de ninguna revolución, excepto las revueltas que da el ron pelión. Pero Evans insiste: “Batista tomaba el poder” y Evans tomaba Bacardi. “... Yo tuve suerte porque tenía unas cartas de presentación que me llevaron hasta Hemingway. Y lo conocí. Pasé un tiempo estupendo con Hemingway. Una borrachera cada noche.” ¿Qué les dije? Es la revolución del ron llamada Cubalibre. Dos de ron y una de Coca-Cola. Agítese. Da para dos. Hemingway, según Evans, “necesitaba una orientación”. Se explica. Esos son los años inciertos de Tener y no tener, su primera novela cubana. Pero Evans sí sabía dónde iba y sus fotos de La Habana son, como “Son de negros en Cuba”, un romance gráfico en que los negros de La Habana se revelan como donosos dandies de blanco. Ese es un testimonio que no puedo traerles esta noche, ni siquiera puedo intentar describir estas fotos maestras que ahora pertenecen a los museos. Pero hay un negro de dril cien blanco, de sombrero de pajilla y zapatos recién lustrados por el limpiabotas que se ve al fondo. Bien vestido con corbata marrón y pañuelo haciendo juego en la pechera, dandy detenido para siempre en una esquina de La Habana Vieja, junto a un estanco de diarios y revistas, su mirada aguda dirigida hacia un objeto oculto por el marco de la foto que ahora sabemos que es el tiempo, que hace de la fotografía un retrato, una obra de arte, cosa que Tener y no tener nunca fue, nunca será y que ese son sinuoso de Lorca es. Es es es.
Pero La Habana no era una ciudad ni tan violenta ni tan lenta.
Un contemporáneo de Lorca, el escritor Joseph Hergesheimer, tan americano como Hemingway y como Evans, dice de La Habana en su San Cristóbal de La Habana, uno de los libros de viaje más hermosos que he leído:
Hay ciertas ciudades, extrañas a primera vista, que quedan más cerca del corazón que del hogar... Acercándome a La Habana temprano en la mañana... mirando el color verde de plata de la isla que se alza desde el mar, tuve la premonición de que lo que iba a ver sería de singular importancia para mí... Indudablemente el efecto se debe al mar, al cielo y a la hora en que tuvo lugar mi presciencia... La costa cubana estaba ahora tan cerca, La Habana tan inminente, que perdí el hilo de mi historia por un nuevo interés. Podía ver, baja contra el filo del agua, una fila de edificios blancos, a esa distancia puramente clásicos en su implantación. Fue entonces que tuve mi primera premonición sobre la ciudad hacia la que suavemente progresábamos. Iba a encontrar en ella el espíritu clásico no de Grecia sino de un período algo tardío. Era la réplica de esas ciudades imaginarias pintadas y grabadas en una rica variedad de cornisas de mármol, dispuestas directamente hacia el mar calmo. Había ya perceptible en ella un aire de irrealidad que marcaba la costa que vio el embarque hacia Citerea...* Nada me habría hecho más feliz que una realización semejante. Era precisamente como si un sueño cautivante se hubiera hecho sólido... Oí entonces la voz de La Habana. Una voz en staccato, notable porque nunca, según supe luego, se hundía en la calma, sino que cambiaba a la noche para un clamor nada diferente y no menos perturbador...
(* El traductor en una nota al pie aclara que Citerea era una isla en el Peloponeso donde se rendía culto a Afrodita. La adoración fue tal que otro nombre para Afrodita fue Citerea. A Afrodita la conocemos sus fieles devotos con el más perturbador nombre de Venus, diosa del amor entre los latinos.)
Estas son visiones poéticas, no históricas de La Habana. Pero –un momento– hay una segunda –o tal vez tercera– opinión sobre esta Habana ancien régime. Encontré esta descripción en la Enciclopedia Británica, a veces nuestra contemporánea:
Metrópoli capital y comercial y el mayor puerto de Cuba. La ciudad, que es la más grande de las Antillas y una de las primeras ciudades tropicales del Nuevo Mundo, queda en la costa norte de la isla, hacia su extremo occidental. Su situación en una de las mejores bahías del hemisferio la hizo comercial y militarmente importante desde tiempos coloniales y es el mayor factor responsable de su crecimiento constante desde los 235.000 habitantes que tenía en 1899 a los 978.000 desde 1959. Otros factores que contribuyeron a su crecimiento son su clima salubre y su pintoresca situación y esos alegres entretenimientos que la hicieron una vez meca del turismo. La temperatura media anual varía sólo en diez grados Celsius con una media de 24 grados. Aunque muchas mansiones de los barrios residenciales han sido expropiadas, desde un punto de vista físico la vista no es menos impresionante. El aspecto de La Habana desde el mar es espléndido.
Esa fue La Habana que vio Lorca. Allí compuso una de sus piezas más espontáneas y libres. Es una carta a sus padres en Granada publicada en Madrid hace poco. Lorca habla de sus éxitos como conferenciante, bien reales, y de su riesgo imaginario al presenciar una cacería de caimanes y participar en ella a sangre fría y a la vez enardecido. Afortunadamente Lorca no era cazador y nos exime del conteo de fieras muertas que habría hecho Hemingway. Tal vez a Lorca le entristecería saber que en esa región de Cuba, la ciénaga de Zapata, donde vio incontables cocodrilos, había circa 1960, apenas treinta años después de su relato, un encierro que era sólo una cerca baja de madera, donde dormía al sol un solo caimán inmóvil, como si estuviera disecado ya y fuera indiferente a su suerte. Un letrero al lado suplicaba al visitante: “Por favor, no tiren piedras al saurio”.
Lorca ve en La Habana, ¿cómo no habría de verlas?, a las que él llama “mujeres más hermosas del mundo”. Luego hace de la cubana local toda una población y dice: “Esta isla tiene más bellezas femeninas de tipo original...” y enseguida la celebración se hace explicación: “... debido a las gotas de sangre negra que llevan todos los cubanos”. Lorca llega a insistir: “Cuanto más negro, mejor”, que es también la opinión de Walker Evans, fotógrafo, para quien un negro elegante es la apoteosis del dandy. Finalmente Lorca hace un elogio de la tierra natal: “Esta isla es un paraíso”. Para advertir a sus padres: “Si me pierdo que me busquen... en Cuba”. La carta termina con una hipérbole extraordinaria: “No olvidéis que en América ser poeta es algo más que ser príncipe”. Desgraciadamente no es verdad ahora, tampoco era verdad entonces. No en Cuba al menos. He conocido a poetas pobres, poetas enfermos, poetas perseguidos, poetas presos, poetas moribundos y muertos finalmente. Eran todos tratados no como príncipes sino como parias, como apestados, sufriendo la lepra de la letra. Tal vez la letra con sangre entra, pero con sangre sale seguro. Para Lorca La Habana fue una fiesta y así debía ser. No hay que contaminar su poesía con mi realidad.
En su visita a Buenos Aires, Borges acusó a Lorca de un crimen de lesa ligereza. Lorca le dijo al joven Borges que había descubierto un personaje crucial, en el que se cifraba el destino de la humanidad entera, un salvador. ¿Su nombre? ¡Mickey Mouse! Es extraño que Borges, con su sentido del humor, no descubriera que detrás de la declaración de Lorca no había más que un chiste, esas salidas de un poeta con sentido cómico de la vida. A Borges la broma se le hizo bromuro: Lorca quería asombrar, pour épater le Borges. En La Habana, por el contrario, Lorca deleitó a sus amigos habaneros, fanáticos del cine mudo, con su pieza El paseo de Buster Keaton, compuesta sólo hacía dos años. Buster Keaton no es aquí un redentor que trata de volver a Belén en su segundo viaje. Pero tampoco es el sollozante Mickey Mouse, con sus ojos siempre abiertos, sus guantes de cuatro dedos y sus zapatos de ratón con botas. Mickey es insufrible, Keaton es insuperable. El lema de esta piecita es “En América hay ruiseñores”, que es otra manera de decir que los poetas pueden ser príncipes. Lorca en La Habana, al no querer asombrar a nadie, asombró a todos.
Un autor anónimo de entonces describe la estancia de Lorca en La Habana como “el agitado ritmo de su existencia habanera, llena de agasajos, de charlas y de homenajes y abrumada por la dulce tiranía de la amistad”. Pero Lorca no estuvo solamente en La Habana. Tanto declaró Lorca en La Habana que iría a Santiago, que por poco no va nunca. Hay todavía mucha gente que duda de si Lorca fue a Santiago de Cuba de veras. Esos son los que consideran la poesía como una acción metafórica. Hay que señalar, con un hito de carreteras, que Lorca, después de varias tentativas falsas, fue por fin a Santiago. No en un coche de aguas negras ni con la rubia cabeza de Fonseca, pero en Santiago de Cuba se hospedó en el Hotel Venus. Lorca era el poeta del amor. Los que duden lean “La casada infiel”. Hay pocos textos tan eróticos escritos en español.
Como poeta Lorca fue una definitiva influencia para la poesía cubana, que después del abandono modernista iniciaba una etapa de cierto populismo llamado en el Caribe negrismo. Era una visión de las posibilidades poéticas del negro y sus dialectos un poco ajena, enajenada. Exótica sería la palabra, sólo que exótico en Cuba es una marino escandinavo, no un estibador de los muelles. Los mejores poetas de esa generación, que tendrían la edad de Lorca, cultivaban el negrismo como una moda amable y amena, otros eran como Al Jolsons de la poesía: blancos con cara negra. El poema devenía así una suerte de betún. La breve visita de Lorca fue un huracán que venía no del Caribe sino de Granada. Su influencia se extendió por todo el ámbito cubano. Esa clase de poesía estaba hecha para ser recitada, con la boca cantando coplas. Esa es una de las magias de la poesía (y de esa otra forma de poesía, las letras de canciones) que exige a la vez la lectura silenciosa y el recitado en voz alta y aun soporta la declamación. La poesía, entonces, es otra música, como quería Verlaine: «De la musique avant toute chose”. Lorca en su “Son de negros en Cuba” musita una música exótica que se hace enseguida familiar. “Iré a Santiago” es efectivamente el estribillo de un son. Como en la Obertura cubana de Gershwin, la música es familiar pero la armonía es exótica.
Lorca llegó a La Habana por el muelle de la Machina. Hizo el viaje al revés de Crane: venía de las tinieblas a la luz, incluso al deslumbramiento poético. En el tiempo que vivió en Nueva York, aunque escribió allí La zapatera prodigiosa, pieza llena de sol andaluz, también compuso su tenebroso Poeta en Nueva York, que comienza con una premonición, “Asesinado por el cielo”, y termina con su “Huida de Nueva York”. Casi inmediatamente, en el libro y en la vida, el poeta compone su “Son de negros en Cuba”, en que invoca como un sortilegio a la luna: “Cuando llegue la luna llena / Iré a Santiago de Cuba”. Su poema, que tiene la forma poética del son, brota aquí como una flor: natural, espontáneo y excepcionalmente bello. El poeta huye de la civilización a la vida nativa, naturaleza exótica. Casi como Gauguin. Aunque me parece estar oyendo al Shakespeare de La tempestad:
La isla está llena de ruidos.
Sonidos y aires dulces,
que dan deleite y nunca dañan.
Lorca ahora quiere completar el bojeo de esa isla:
Cantarán los techos de palmera,
Iré a Santiago...
Iré a Santiago...
Con la rubia cabeza de Fonseca
Iré a Santiago
Y con el rosal de Romeo y Julieta...
¡Oh Cuba! ¡Oh ritmo de semillas secas!
¡Oh cintura caliente y gota de madera!
¡Arpa de troncos vivos, caimán, flor de tabaco!
Hay un son tradicional que canta:
Mamá yo quiero saber
de dónde son los cantantes...
(Mañana, continúa parte II)
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