Mar 05.02.2008

VERANO12 • SUBNOTA

STEVENSON X SCHWOB

“The actors are, it seems, the usual three”, dice George Meredith. Hay una manière de relatar y de describir. La humanidad literaria sigue tan de buena gana los caminos trazados por los primeros descubridores que la comedia no ha cambiado demasiado después de la “maqueta” fabricada por Menandro, ni la novela de aventuras después del boceto que Petronio dibujó. El escritor que rompe con la ortografía tradicional prueba verdaderamente su fuerza creadora. Ahora bien, hay que resignarse: no se puede cambiar más que la ortografía de las frases y la dirección de las líneas. Las ideas y los hechos siguen siendo los mismos, como el papel y la tinta. Lo que hace la gloria de Hans Holbein en el dibujo de la familia de Tomás Moro son las curvas que él imaginó hacer describir a su cálamo. La materia de la Belleza continúa siendo la misma tras el Caos. El poeta y el pintor son unos inventores de formas: se sirven de las ideas comunes y de los rostros de todo el mundo.

Tomad ahora el libro de Robert Louis Stevenson. ¿Qué es? Una isla, un tesoro, unos piratas. ¿Quién relata? Un niño al que le ocurrió la aventura. Ulises, Robinson Crusoe, Arthur Gordon Pym no serían tratados de otra manera. Pero aquí hay un entrecruzamiento de relatos. Los mismos hechos son expuestos por dos narradores: Jim Hawkins y el Doctor Livesey. Robert Browning ya había imaginado algo parecido en The Ring and the Book. Stevenson hace interpretar el drama al mismo tiempo por sus relatores, y en lugar de hacerse más pesado sobre los mismos detalles captados por otras personas, no nos presenta más que dos o tres puntos de vista diferentes. Después se hace la oscuridad en un segundo plano, para concedernos la incertidumbre del misterio. No sabemos exactamente qué es lo que hizo Billy Bones. Dos o tres toques de Silver bastan para inspirarnos el pesar ardiente de ignorar para siempre la vida del Capitán Flint y de sus compañeros de fortuna. ¿Quién era la negra de Long John, y en qué posada de qué ciudad de Oriente encontraremos, con un delantal de cocinero, “the seafaring man with one leg”? El arte, aquí, consiste en no decir casi nada. Sufrí una triste decepción el día en que leí en Charles Johnson la vida del Capitán Kidd: hubiera preferido no haberla leído jamás. Estoy seguro de que nunca leeré la vida del Capitán Flint o de Long John. Descansan, informuladas, en la tumba del Monte Pala, en la isla de Apia.

And may I

And all my pirates share the grave

Where these and their creations lie!

Stevenson ha sabido utilizar estas especies de silencios del relato, que son quizás lo más apasionante en los fragmentos de Satiricón, con una extraordinaria maestría. Lo que no nos dice de la vida de Alan Breck, de Secundra Dass, de Olalla, de Attwater, nos atrae más que lo que nos dice. Sabe hacer surgir los personajes de las tinieblas que él ha creado alrededor de ellos.

¿Pero, por qué el mismo relato, fuera de la composición, y de los cortes de silencio que están bien aprovechados, tiene esa intensidad particular que no nos permite dejar un libro de Stevenson cuando lo hemos tomado en nuestras manos? Me imagino que el secreto de este poder se ha transmitido de Daniel Defoe a Edgar A. Poe y Stevenson, y que Charles Dickens vislumbró en alguna ocasión en Two Ghost Stories. Es esencialmente la aplicación de los medios más sencillos y más reales a los temas más complicados y más inexistentes. El relato minucioso de la aparición de Mrs. Veal, la redacción escrupulosa del caso de Mr. Valdemar, el análisis paciente de la facultad monstruosa del Dr. Jekyll, son los ejemplos más chocantes de este procedimiento literario. La ilusión de realidad nace de que los objetos que nos son presentados son los que vemos todos los días, a los cuales estamos del todo acostumbrados; la fuerza de impresión, de que las relaciones entre esos objetos familiares se modifican repentinamente. Pidan a alguien que cruce el índice por debajo del dedo medio y que se ponga una bolita entre los extremos de los dedos cruzados: sentirá que hay dos, y su sorpresa será mayor que cuando Mr. Robert Houdin hace surgir una tortilla o cincuenta metros de cinta de un sombrero preparado con antelación. Es que este hombre conoce perfectamente sus dedos y la bolita: no duda pues de la realidad de lo que está probando. Pero las relaciones de sus sensaciones están cambiadas: ahí es donde es tocado por lo extraordinario. Lo que es más sobrecogedor en Diario de la peste no son las fosas prodigiosas cavadas en los cementerios, ni los amontonamientos de cadáveres, ni las puertas marcadas con cruces rojas, ni las campanadas de los enterradores, ni las angustias solitarias de los fugitivos, ni siquiera “the blazing star, of a faint dull, languid colour, and its motion very heavy, solemn, and slow”. Pero lo espantoso es extremo en este relato: el guarnicionero, entre el profundo silencio de las calles, entra en el patio de la casa de correos. Un hombre está en el rincón, como en la ventana; otro en la puerta del despacho. Los tres miran, en el centro del patio, una bolsita de cuero, con dos llaves que cuelgan; nadie se atreve a tocarla. Por fin uno de ellos se decide, toma la bolsa con unas pinzas al rojo vivo, y habiéndola quemado hace caer su contenido en un cubo lleno de agua. “The money, as I remember –dice Defoe–, was abaout thirteen shillings, and some smooth groats and brass farthings.”

He aquí una pobre aventura de las calles –una bolsa abandonada– pero todas las condiciones de la acción están modificadas, pues el horror de la peste nos rodea. Dos de los incidentes más terroríficos en literatura son el descubrimiento de Robinson crusoe de una huella de un pie desconocido en la arena de su isla, y el estupor del Dr. Jekyll, reconociendo, al despertar, que su propia mano, extendida sobre la sábana de su cama, se ha convertido en la velluda mano de Mr. Hyde. El sentimiento de misterio de estos dos acontecimientos es insuperable. Y sin embargo ninguna fuerza física parece intervenir en ellos: la isla de Robinson está inhabilitada, no debería haber más huella que la de su propio pie; el doctor Jekyll no tiene en el extremo de su brazo, en el orden natural de las cosas, la mano velluda de Mr. Hyde. Son unas simples oposiciones de hecho.

Querría ahora decir lo que esta facultad tiene de especial en Stevenson. Si no me equivoco, es más sorprendente y más mágica en él que en todos los demás. Me parece que la razón está en el romanticismo de su realismo. Así cabría decir que el realismo de Stevenson es perfectamente irreal, y es por ello que es todopoderoso. Stevenson no ha mirado nunca la realidad más que con los ojos de su imaginación. Ningún hombre tiene la cara como un jamón: el destello de los botones plateados de Alan Breck, cuando salta sobre la nave de David Balfour, es altamente improbable; la rigidez de la línea de luz y de humo de las llamas de las velas en el duelo de El señor de Ballantrae no se podría obtener en una habitación de experimentos; la lepra nunca se ha parecido a la mancha de liquen que Keawe descubre en su carne. ¿Creería alguien que Cassilis, en The Pavillon of the Links, haya podido ver relucir en las pupilas de un hombre la claridad de la luna, “though he was a good many yards distant”? Ya no hablo de un error que Stevenson había reconocido y por el que hacía llevar a cabo a Allison una cosa impracticable: “She spied the sword, picked it up... and thrust it to the hilt into the frozen ground”.

Pero en realidad no son errores: son imágenes más fuertes que las imágenes reales. Habíamos encontrado en un buen número de escritores el poder de elevar la realidad por el color de las palabras; no sé si encontraríamos en otro lugar las imágenes que, sin la ayuda de las palabras, son más violentas que las imágenes reales. Son imágenes románticas, ya que están destinadas a acrecentar el estallido de la acción por el decorado; son imágenes irreales ya que ningún ojo humano sabría verlas en el mundo que conocemos. Y no obstante son, hablando con propiedad, la quintaesencia de la realidad.

En efecto, lo que nos queda de Alan Breck, de Keawe, de Thevenin Pensete, de John Silver, es esta camiseta de botones plateados, esa mancha irregular de liquen, estigma de la lepra, ese cráneo calvo con su doble mechón de cabellos rojos, este rostro largo como un jamón, con los ojos centellantes como dos pedazos de cristal. ¿No es eso lo que los anuncia en nuestra memoria, lo que les da esa vida ficticia que tienen los seres literarios, esa vida que sobrepasa de tal manera en energía la vida que percibimos con nuestros ojos corporales que anima a las personas que nos rodean? Porque el encanto y el interés que encontramos en los otros es excitante, la mayor parte del tiempo; por su grado de parecido con estos seres literarios; por el matiz romántico que se extiende sobre ellos. Nuestros contemporáneos existen con tanta fuerza, se nos aparecen con tanta individualidad, que los vinculamos más estrechamente a estas creaciones irreales propias de los tiempos antiguos. Este aliento literario hace florecer todos nuestros afectos por la belleza. Raramente vivimos con placer en nuestra verdadera vida. Intentamos casi siempre morir de otra muerte que de la nuestra. Es una especie de convención heroica que da resplandor a nuestras acciones. Cuando Hamlet salta a la tumba de Ofelia, piensa en su propia saga y exclama: “It is I, Hamlet the Dane!”

Y cuántos se han enorgullecido de vivir de la vida de Hamlet, que quería vivir de la vida de Hamlet el Danés. Acordémonos de Peer Gynt, que no puede vivir de su propia vida y quien de vuelta a su país, viejo y desconocido, ve vender en subasta los accesorios de su propia leyenda. Deberíamos estar agradecidos a Stevenson por haber alargado el círculo de esos amigos de lo irreal. Los que nos ha dado están señalados tan vivamente por su realismo romántico que corremos el gran riesgo de no encontrarlo jamás en la tierra. A menudo vemos a Don Quijote: “de composición recia, seco de carnes, enjuto de rostro”, o al Hermano Jean des Entommeures, “hault, maigre, bien fendu de gueule, bien advaintagé en nez”, o al príncipe Hal, con “a villainous trick of his eye and a foolish banging of his nether-lip”: todos los rasgos de la cara o del cuerpo que la naturaleza nos ha reservado, y que nos irá mostrando a menudo. El valor imaginativo resulta de la elección y del color de las palabras, del corte de la frase, de su apropiación al personaje que describen; y esta combinación artística es tan milagrosa que estos rasgos comunes y frecuentes denotan para la eternidad a Don Quijote, al hermano Jean, al Príncipe Hal: les pertenecen, es a ellos a quienes estamos obligados a ir a pedírselos.

No hay nada parecido para los que nos ha creado Stevenson. No podemos modelar a nadie a su imagen, porque es demasiado viva y demasiado singular, o está ligada a un traje, a un juego de luz, a un accesorio de teatro, podríamos decir. Recuerdo que cuando interpretamos la obra de John Ford, “Tis a Pity she is a Whore, supusimos que sería necesario pinchar un corazón sangriento de verdad sobre el puñal de Giovanni. En el ensayo, el actor entró luciendo en la punta de su daga un corazón de cordero fresco. Nos quedamos estupefactos. Más allá de la rampa, sobre la escena, entre los decorados, nada se parecía menos a un corazón que un corazón de verdad. Ese trozo de carne parecía un trozo de carne de carnicería, toda violeta. No era de ningún modo el corazón ensangrentado de la bella Annabella. Pensamos entonces que, ya que un verdadero corazón parecía falso en escena, un corazón falso debería parecer verdadero. Hicimos el corazón de Annabella con un trozo de franela roja. La franela estaba recortada como la forma que se ve sobre las imágenes santas. El rojo era de un resplandor impecable, diferente del todo al color de la sangre. Cuando vimos aparecer por segunda vez a Giovanni con su daga, todos tuvimos un pequeño estremecimiento de angustia, porque allí estaba, sin duda alguna, el corazón sangriento de la bella Anabella. Me parece que los personajes de Stevenson tienen justamente esta especie de realismo irreal. El largo rostro luciente de Long John, el color pálido del cráneo de Thevenin Pensete se mezclan en la memoria de nuestros ojos en virtud de su misma irrealidad. Son fantasmas de la verdad, alucinantes como verdaderos fantasmas. Notemos al pasar que los rasgos de John Silver alucinan a Jim Hawkins, y que François Villon está atormentado por el aspecto de Thevenin Pensete.

He tratado de mostrar hasta aquí cómo la fuerza de Stevenson y de algunos otros era el resultado del contraste entre lo ordinario de los medios y lo extraordinario de la cosa significada; cómo el realismo de los medios de Stevenson tiene una vivacidad especial; cómo esta vivacidad nace de la irrealidad del realismo de Stevenson. Me gustaría aun ir un poco más lejos. Estas imágenes irreales de Stevenson son la esencia de sus libros. Como el fundidor de cera perdida vierte el bronce alrededor del “hueso” de arcilla, Stevenson vierte su historia alrededor de la imagen que ha creado. Esto es muy visible en The Sire de Maletroit’s Door. El cuento no es más que un intento de explicación de esta visión: una gruesa puerta de encina, que parece encastrada en la pared, cede a la espalda de un hombre que se apoya en ella, gira silenciosamente sobre los goznes aceitados y le encierra automáticamente en unas tinieblas desconocidas. Es una puerta que atormenta la imaginación de Stevenson al principio de Dr. Jekyll y Mr. Hyde. En The Pavillon of the links, el único interés del relato es el misterio de un pabellón cerrado, solitario en medio de las dunas, con luces errantes tras sus postigos cerrados. Las nuevas noches árabes están construidas alrededor de la imagen de un hombre que entra por la noche en un bar con una bandeja de pasteles de crema. Las tres partes de Will o’the Mill están esencialmente hechas con una hilada de peces plateados que descienden por la corriente de un río, una ventana alumbrada en la noche azul (“one little oblong patch of orange”) y el perfil de un coche, “and above that a few black pine tops, like so many plumes”. El peligro de tal procedimiento de composición es que el relato no tenga la intensidad de la imagen. En The Sire of Maletroit’s Door, la explicación está muy por debajo de la visión. En cuando a los pasteles de crema de El club de los suicidas, Stevenson ha renunciado a decir por qué se hallaban allí. Las tres partes de Will o’the Mill están justo a la altura de sus imágenes, que parecen, así, ser verdaderos símbolos. Por fin, en las novelas Secuestrado, La isla del tesoro, El señor de Ballantrae, etc., el relato es incontestablemente muy superior a la imagen, que sin embargo fue su punto de partida.

Ahora el creador de tantas visiones descansa en la isla afortunada de los mares australes.

¡Ay! Por desgracia, no veremos nada más con his mind’s eye. Todas las bellas fantasmagorías que tenía aún en potencia dormitan en un estrecho sepulcro polinesio, no muy lejos de una franja relumbrante de espuma: última imaginación, quizás también irreal, de una vida dulce y trágica. “I do not see much chance in our meeting in the flesh”, me escribió. Era tristemente cierto. Para mí permanece rodeado de una aureola de sueño. Y estas pocas páginas no son más que el intento de explicación que me he dado de los sueños que me inspiran las imágenes de La isla del tesoro en una radiante noche de verano.

Este retrato está incluido en Los escritores de los escritores de Marcel Schwob.

(Editorial El Ateneo).

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