Mié 06.02.2008

VERANO12 • SUBNOTA

ALEJANDRA PIZARNIK EN EL RECUERDO

› Por Juan José Hernández

Aún tengo presente el departamento de la calle Montevideo donde ella vivía; el pequeño pizarrón en que escribía sus versos, su teléfono verde, su colección de muñecas rusas, el tablero que le servía de escritorio y las carpetas para guardar sus originales, sus dibujos con lápices de colores y su correspondencia. A mediados de los años sesenta nos hicimos amigos; ella acababa de publicar Los trabajos y las noches, que me lo dedicó con su letra diminuta, casi microscópica. En esa época obtuvimos el primer premio municipal de literatura, Alejandra en poesía, yo en narrativa; por ese motivo aparecíamos juntos en publicaciones literarias del país y del extranjero, y en una oportunidad mantuvimos una conversación sobre mis cuentos de El Inocente, que apareció luego en forma de reportaje en la revista venezolana Zona franca que dirigía el poeta Juan Liscano. Teníamos algunos amigos en común, entre otros, Enrique Pezzoni, Silvina Ocampo, Edgardo Cozarinsky y Esmeralda Almonacid, en cuya casa de Boulogne solíamos reunirnos en verano para conversar a la sombra de una inmensa magnolia del jardín y bañarnos en un tanque de agua australiano.

Pero más allá de nuestras afinidades en cuestiones literarias y pictóricas (ambos admirábamos a Paul Klee y a Odilon Redon), había en Alejandra ciertos rasgos de su personalidad que me atraían: me refiero a su ironía incisiva, a su inteligencia no exenta de crueldad. Nunca olvidaré la vez que en una reunión se le acercó un joven poeta y le alcanzó los originales de unos poemas de su autoría. Ella los leyó detenidamente, y al devolvérselos exclamó, sonriendo: “Lo felicito, ¡qué buen tipo de letras tiene su máquina de escribir!”.

No puedo precisar en qué momento, sin proponérmelo, empecé a distanciarme de Alejandra. Olvidaba las citas que hacía con ella, pasaba semanas y meses sin llamarla por teléfono. Culpable y sin poder explicar mi comportamiento descortés, leía la tarjeta que ella había deslizado bajo la puerta de mi departamento y que todavía conservo entre mis papeles: “Juanjo querido ¿te olvidaste de nuestro rendez vous? Traía tantas cosas lindas para vos. Llamame cuando encuentres un segundo para tu Alejandra”.

Ahora pienso que ella estaría pasando por una de sus frecuentes postraciones nerviosas y que yo, bastante propenso al contagio de los depresivos, de manera inconsciente me ponía al resguardo de su aura angustiante y mortecina.

En Textos de sombras y últimos poemas (libro póstumo de Alejandra) se hace sentir aquella crisis con el lenguaje a la que me referí anteriormente. De paso, vale la pena señalar el desconcierto que provocó la aparición de este libro en nuestro ambiente literario, escandalizado por el uso que hay en él de vocablos prohibidos obssenitatis causa (en criollo, de malas palabras). Algunos críticos se preguntaron si era lícito, por parte de los responsables de la edición (Olga Orozco y Ana Becciú), dar a luz esos poemas que desmerecían la imagen de Alejandra sin agregar nada importante a su obra poética. Argumentos igualmente represores y falaces suelen todavía esgrimirse para condenar la libertad de lenguaje en la poesía erótica de Paul Verlaine.

En ese último libro de Alejandra, a las palabras, en vez de hacerles el amor, como quería Breton, se las violenta semánticamente para dar lugar a engendros verbales, a mutaciones perversas que hacen pensar en la pintura de Jerónimo Bosch. Poseída por lo que Octavio Paz llama “el demonio de la aliteración”, Alejandra se complace lúdicamente en otorgar significaciones inquietantes a lugares comunes del habla cotidiana, o de la cultura. En el terreno de la verbalización de lo sexual, las imágenes escatológicas generadas por la inminencia de la muerte alcanzan por momentos una obscenidad alucinante.

El gran NO de la muerte, con su irradiación obscena y su color emblemático, el azul, que era el color de los ojos del padre de Alejandra, acaba por imponerse. Curiosamente, el azul tiene una connotación análoga en estos versos de Jean Cocteau: La poèsie ressemble la mort./ Je connais son oeil bleu,/ Il donne la nausèe (“La poesía se parece a la muerte. Conozco su ojo azul. Provoca náusea”).

Volviendo al principio de esta evocación personal y literaria de Alejandra Pizarnik, a su patético esfuerzo por disipar el aura mortuoria que la acechaba, transcribo a continuación fragmentos de uno de sus últimos textos, Tangible ausencia, donde aparecen como pérdidas irreparables su infancia, su seguridad en el lenguaje y la mirada azul del padre, pérdidas que de algún modo configuraron su destino y la acercaron sin que ella pudiera encontrar la salida afanosamente buscada:

“Que me dejen con mi voz nueva, desconocida. No, no me dejen. Oscura y triste la infancia se ha ido, y la gracia, y la disipación de los dones... Hablo...

A unos ojos azules que daban sentido a mis sufrimientos en las noches de verano de mi infancia... A la luz de una mirada que engalanaba mi vocabulario como a un espléndido palacio de papel.

Me embriaga la luz. No nombro más que la luz. Quiero verla. Quiero ver en vez de nombrar.

...El lenguaje es vacuo y ningún objeto parece haber sido tocado por manos humanas. Ellos son todos y yo soy yo. Mundo despoblado, palabras reflejas que sólo solas se dicen. Ellas me están matando. Yo muero en poemas muertos que no fluyen como yo...

Vida, mi vida, ¿qué has hecho de mi vida?

Hemos consentido visiones y aceptado figuras presentidas según los temores y los deseos del momento, y me han dicho tanto sobre cómo vivir que la muerte planea sobre mí en este momento que busco la salida, busco la salida”.

Este retrato fue publicado en Escritos irreberentes, de Juan José Hernández, publicado por Adriana Hidalgo editora.

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