VERANO12 • SUBNOTA
› Por Michael Herr
Cuando le conocí, en 1980, yo no sólo suscribía la leyenda de Stanley, sino que de hecho era muy susceptible a ella. Un amigo común, David Cornwell (más conocido como John Le Carré), le había dicho que yo vivía en Londres, y nos invitó a comer y a ver una película. La película era un pase de El resplandor en los Estudios Shepperton unas semanas antes de su estreno en los Estados Unidos, seguido de una cena en Childwick Bury, la finca de 50 hectáreas cerca de St. Albans, a una hora al norte de Londres, a la que acababan de mudarse Stanley, su familia, sus perros y sus gatos. Stanley quería conocerme porque le había gustado Despachos de guerra, mi libro sobre Vietnam. Fue lo primero que dijo cuando nos conocimos. Lo segundo que me dijo fue que no deseaba hacer una película del libro. Lo dijo más o menos como un cumplido, pero también para asegurarse de que no me hiciera ilusiones. Había leído el libro varias veces en busca de la historia, y durante la cena citó varios fragmentos, algunos bastante largos, de memoria. Y puesto que yo adoraba sus películas desde hacía unos veinticinco años, me sentí emocionado, halagado y muy feliz de conocerlo, pues no se me pasaba por alto que no era una persona a quien se conociera todos los días. Stanley no era de esas personas que se convierten en tu amigo al cabo de cinco minutos de conocerte en una fiesta.
Estaba pensando en hacer una película de guerra, pero no estaba seguro de qué guerra, y de hecho, ahora que lo mencionaba, ni siquiera estaba seguro de querer hacer una película de guerra.
Un par de noches después me llamó para preguntarme si había leído a Jung. Le dije que sí. ¿Estaba familiarizado con el concepto de la Sombra, nuestro oscuro lado oculto? Le aseguré que sí. Hablamos media hora de la Sombra, y de que quería que apareciera en su película de guerra. Y oh, ¿conocía alguna buena novela sobre Vietnam, “ya sabes, Michael, alguna en la que haya una historia”? Le dije que no. Le dije que después de siete años trabajando en un libro sobre Vietnam y casi dos más en la película Apocalypse Now, era la última cosa en el mundo que me interesaba. Me agradeció mi sinceridad, mi “casi brusca franqueza”, y dijo que, probablemente, lo que más le interesaba hacer era una película sobre el Holocausto, pero a ver quién metía todo en una película de dos horas. Y luego había otro libro que lo fascinaba –estaba casi seguro de que yo no habría oído hablar de él–, la novela de Arthur Schnitzler Traumnovelle, que significa “Relato soñado”, y que, en la única edición disponible en inglés en esa época tenía el absurdo título de Rhapsody. La había leído hacía más de veinte años, y comprado los derechos a principios de los setenta (es el libro en que se basa Eyes Wide Shut), y la razón por la que probablemente no había oído hablar de ella era porque había comprado todos los ejemplares existentes. A lo mejor me enviaba uno. Podía leerla y decirle qué me parecía.
“Ya sabes, léela y hablaremos. Me interesa saber lo que piensas. Y, Michael, pregunta a tus amigos de la guerra si saben de alguna buena historia sobre Vietnam. Ya sabes, en la próxima reunión de la Legión Americana. Ah, ¿y me harías un favor, Michael?”
“Claro.”
“No le cuentes a nadie lo que hemos hablado.”
A la tarde siguiente me llegó un ejemplar del libro de Schnitzler, junto con la edición en tapa blanda de la descomunal obra de Raul Hilberg La destrucción de los judíos europeos, que me entregó el chofer de Stanley, Emilio, quien, aunque yo no me diera cuenta, estaba a punto de convertirse en mi nuevo mejor amigo.
Leí enseguida la novela de Schnitzler, y entonces tuve mi primera intuición de lo inteligente que era en verdad Stanley. Traumnovelle, publicada en Viena en 1926, está ambientada en pleno y abominable apogeo de una época y un lugar voluptuosos y orgullosos de su decadencia; se trata de una escandalosa y peligrosa historia sobre el sexo, los sufrimientos que acarrea y la obsesión sexual. En su despiadada visión del amor, el matrimonio y el deseo, más perturbadora por cuanto se sugiere que todo lo que se cuenta, o parte, o nada, es un sueño, se introduce en las raíces ocultas de la vida erótica occidental como un láser, aludiendo discretamente, desde detrás de su envoltura de sueño, a cosas que rara vez se reconocen, ni aun en privado, y de las que jamás se habla abiertamente. Stanley pensaba que era un papel perfecto para Steve Martin. Le había encantado The Jerk.
Había hablado del libro con mucha gente, David Cornwell y la novelista Diane Johnson entre otros, y puesto que posteriormente David, Diane y yo hablamos del libro entre nosotros (y sin que Stanley se enterase, creo), sé que lo que Stanley tenía en mente era una comedia sexual, aunque con un marcado tono delirante y sombrío. A nosotros su visión no nos cuadraba mucho; para nosotros el texto era una obra de arte literaria, y no precisamente divertida. Puede que Traumnovelle sea una comedia en el mismo sentido en que lo es Don Giovanni: intentos de violación, un patético y compulsivo catálogo de amantes, impotencia implícita, y el hidalgo arrastrado al infierno para siempre, la vieja máquina sexual ignorante y desafiante hasta el final. Se trataría, en todo caso, de una comedia bastante severa y desasosegante, no muy giocosa, y desde luego en absoluto la esencia de Traumnovelle, que más que otra cosa es siniestra. Tal como nosotros lo veíamos, era una historia tan aterradora como El resplandor. Y creo que ninguno podía imaginarse qué veía Stanley en Steve Martin, pues aquello no era The Jerk. Todo esto podía haber acabado resultando una de esas historias que tan a menudo se oyen de él, generalmente procedentes de los operadores y otros miembros del alto escalafón de su equipo: Stanley dijo que deberíamos probar tal cosa y yo le dije que eso nunca se había hecho, y que no podía hacerse, que ni ese diafragma iba en esa lente, ni esa lente en esa cámara, y él de todos modos lo hizo, y tenía razón.
A partir de aquella tarde hablamos del libro durante años, aunque no creo que cuando Stanley llamó Emilio hubiera tenido tiempo de regresar a St. Albans. “¿Lo has leído? ¿Qué te parece?” Al cabo de más o menos una hora, me preguntó si había podido echarle un vistazo al libro de Hilberg. Le recordé que acababa de recibirlo.
Cuando te enviaba un libro, quería que lo leyeras, y no sólo que lo leyeras, sino que dejaras todo lo que estabas haciendo y te sumergieras en él. John Calley, probablemente el amigo más íntimo de Stanley, me contó que cuando era jefe de producción en la Warner a principios de los setenta, y trabajó por primera vez con Stanley, éste le envió La rama dorada de Frazer, en su versión completa, y durante casi un año estuvo llamándolo cada dos semanas para que lo leyera. Al final Calley le dijo: “Stanley, tengo que dirigir un estudio. No tengo tiempo para leer mitología.” Stanley le respondió: “No es mitología, John. Es tu vida.”
Tomé el libro de Hilberg muchas veces, pero no tardaba en dejarlo. Finalmente lo leí hará unos pocos años, cuando supe que no existía la menor posibilidad de que Stanley lo utilizara para una película, y me di cuenta de por qué le había interesado tanto. Era un volumen imponente; densamente impreso en un formato de dos columnas, tenía casi ochocientas páginas, letra pequeña, abundantes notas al pie, y era tan minuciosamente detallado que para leerlo había que estar muy comprometido con ese tema inconcebiblemente terrible. Me daba cuenta de que era un estudio exhaustivo; sin duda fruto de una ardua labor, y se leía como un completo cuaderno de bitácora de la Solución Final. Y cada dos semanas Stanley me llamaba y me preguntaba si ya lo había leído. “Deberías leerlo, Michael, ¡es monumental!” Y esto duró meses.
Por fin le dije: “Stanley, no puedo leerlo.”
“¿Por qué no?”
“No lo sé. Supongo que en este preciso momento no quiero leer un libro titulado La destrucción de los judíos europeos.”
“No, Michael”, dijo Stanley. “El libro que no quieres leer en este preciso momento es La destrucción de los judíos europeos. Segunda parte.”
“Ya sabes, Michael, que no es absolutamente cierto en todos los casos que a nadie le gusten los listillos”, estaba diciendo Stanley.
Una vez comenté que el período comprendido entre 1980 y 1983 había sido una llamada telefónica que había durado tres años, con interrupciones. Esta llamada por entregas tuvo muchas de las características de las espontáneas discusiones en grupo de la universidad: largos interrogatorios intelectuales a altas horas de la noche, discusiones, conversaciones, alardes de sabiduría, y yo que pensaba: ¿Es que este tipo no se cansa nunca? Como hablar con un tipo muy listo en un dormitorio universitario hasta las tres de la mañana. Pero Stanley nunca fue a la universidad; no era más que un asombroso autodidacta, una de esas personas de las que oímos hablar pero rara vez conocemos, el casi-pero-no-del-todo-legendario Hombre A Quien Nada Se Le Escapa.
“Dime, Michael, ¿has leído a Herodoto? ¿El padre de las Mentiras?”, o “Francamente, nunca he entendido por qué se considera que Schopenhauer es tan pesimista. A mí nunca me lo ha parecido, ¿y a ti, Michael?”, y se reía de las cuatro o cinco cosas que en estas cuestiones le parecían muy divertidas, con un encantador toque de modestia, casi disculpándose: No es culpa mía si soy tan inteligente. Y yo pensaba: ¿Es que no tiene otra cosa que hacer? Pero eso es lo que hacía. Todas esas llamadas eran para recabar información. Eran sobre el trabajo de Stanley.
Estábamos hablando de algo como por ejemplo “por qué casi todas las películas de guerra siempre parecen tan falsas”, o de por qué considerábamos que esa película o ese libro había sido un éxito, y de pronto recorríamos dos mil años de la cultura occidental, “desde Platón a la OTAN”. Stanley no era más que un (aparentemente) anticuado darwinista social, con varias capas del viejo Humanismo Liberal, ahora ya en vías de extinción, decepcionado pero aún vivo, y sin contradicciones; si no hacía distinciones entre Arte y Comercio, Poesía y Tecnología, o incluso entre lo Personal y lo Profesional, ¿por qué iba a hacerlas entre Política y Filosofía?
Stanley tenía opiniones sobre todo, pero yo no las llamaría exactamente políticas. (“Dime, Michael, ¿cuál es la definición de un neoconservador? Un liberal al que acaban de atracar, ja, ja, ja.”) Sus opiniones sobre la democracia eran las mismas que las de casi todo el mundo que conozco, ni de izquierdas ni de derechas, ni exactamente rebosantes de fe, un noble y fracasado experimento en nuestro camino evolutivo, desvalorizado por nuestros bajos instintos, el dinero, el egoísmo y la estupidez. (Si un novelista expresa esta opinión, por lo visto es un visionario, pero si se trata de un director de cine, es un misántropo.) Creía que probablemente el mejor gobierno sería el de un déspota benévolo, aunque no tenía mucha fe en que se pudiera encontrar a alguien así. No era exactamente un cínico, pero podía haber pasado por tal. Era desde luego capitalista. Se consideraba una persona realista. Era a ojos de todos un tipo duro. Tal como yo lo veía, era, esencialmente, un artista de pies a cabeza, y necesitaba mucha protección y mucho control.
Casi siempre hablábamos de escritores, generalmente muertos, blancos y europeos o norteamericanos, casi nunca los que hoy están en los planes de estudios universitarios. Stendhal (media hora), Balzac (dos horas), Conrad, Crane, Hemingway (horas y horas: “¿Crees que es cierto que estaba siempre borracho, incluso cuando escribía? ¿Sí? Bueno, tendré que averiguar qué bebía y enviar una caja de eso a todos mis escritores”), Céline (“Mi antisemita favorito”) y Kafka, a quien consideraba el mayor escritor del siglo, y el más malinterpretado: la gente que utilizaba la palabra kafkiano probablemente jamás había leído a Kafka. Yo ya había leído La rama dorada, y no tuve que volver a pasar por eso, pero me instó a ponerme al día con Maquiavelo, El arte de la guerra (años antes Michael Ovitz le había pasado un ejemplar), y La teoría de la clase ociosa de Veblen. Tenía un gusto y un don para lo creativo-subversivo, y apreciaba a Swift, Malaparte y William Burroughs, y se interesó por el hecho de que Burroughs fuera amigo mío. Le hice leer ¡Absalón, Absalón!; la novela le pareció increíblemente hermosa, pero “ahí no hay película. Quiero decir: ¿dónde está la chica, Michael?”. Y entonces pasaba a otra cosa, el “inevitable” desastre fiscal y social que rondaba el mercado de los fondos de pensiones, que entonces comenzaba a desarrollarse, o decía que le gustaría hacer una película de médicos porque “todo el mundo odia a los médicos” (su padre era médico), o hablaba del bárbaro y eterno misterio de la Madre Rusia, o de por qué la ópera era “muy posiblemente la forma más grande de arte”, exceptuando, ah, sí, exceptuando quizás el cine. Y entonces se ponía a elogiar las películas.
“¿Siempre pensando, eh, Stanley?”, le dije tras una de aquellas (para mí) agotadoras sesiones telefónicas. Tenía la sensación de que aquellas llamadas comenzaban a consumir la mayor parte de mi tiempo, mientras que sabía que no ocurría lo mismo con el suyo, que él hacía otras cosas, “muchas, muchas otras cosas”. Empecé a experimentar una especie de temor reverencial ante aquella energía que había coincidido tan vigorosamente con la mía. Era sin duda una prueba de resistencia; te sentías como un pobre viajero atrapado en una ventisca, de tres a treinta veces a la semana y generalmente después de las diez de la noche, cuando habitualmente Stanley comenzaba a quejarse. A veces evitaba sus llamadas.
Y así seguimos charlando, con alguna esporádica visita a su casa para cenar y ver una película, hasta que descubrió el libro de Gustav Hasford The Short-Timers, compró los derechos, escribió un largo tratamiento y me pidió que trabajara en el guión con él. Entonces comenzamos a hablar de verdad. A aquellas alturas yo sabía que había estado trabajando para Stanley desde el momento en que lo conocí.
A Stanley nunca se lo podría haber acusado de romper ninguna ley suntuaria. Puede que fuera el dueño de Childwick Bury, pero vestía como un campesino, y, además, le sentaba bien. Llevaba siempre lo mismo, unos chinos gastados, una especie de camisa de trabajo, generalmente de algún tono azul oscuro, una especie de chaqueta de trabajo de basto algodón con muchos bolsillos, calzado deportivo, tan roto que se podría pensar que era corredor (y no alguien a quien le gustaba estar sentado), y un anorak para todo tiempo. En su armario había más o menos una docena de juegos de dicho atavío, de modo que cada día se cambiaba de ropa, aunque su guardarropa permaneciera invariable. Cuando su hija Katharina se casó, en 1984, fue al Marks & Spencer de St. Albans y se compró un traje azul oscuro de 85 libras, y una camisa blanca y una corbata, y en una de las zapaterías de High Street se compró un par de zapatos negros que, me dijo, estaban hechos de cartón. Pero él nunca fue admirado por su gusto en el vestir. Incluso en los años cincuenta, cuando trabajaba en Hollywood, muchos productores y actores se habían fijado en lo descuidado de su atuendo, y consideraban que vestía como un beatnik.
Incómodo con el contacto físico, quizás hasta con su cuerpo, incluso el apretón de manos de Stanley era poco natural. La última vez que nos encontramos –llevábamos cuatro años sin vernos–, me pasó un brazo por la espalda, pero creo que pensó que había ido demasiado lejos y lo retiró enseguida. Con esto no quiero sugerir que Stanley no fuera una persona afectuosa, sólo que no lo expresaba con besos ni abrazos, ni siquiera tocando, a excepción de sus animales. Era apolíneo, no dionisíaco: no me lo imaginaba en la pista de baile rompiendo corazones. Detestaba que lo fotografiaran, y los pocos atisbos que se ven de él en el documental de su hija Vivian Kubrick en Cómo se hizo “El resplandor”, muestran a un hombre que de ninguna manera quiere estar ahí. Nunca sintió el impulso de dar el salto al otro lado de la cámara, como Orson Welles, John Huston o Hitchcock. Creo que le parecía que ya había dejado bastante huella de sí mismo en sus películas sin necesidad de ello.
Había sido un fumador empedernido, y ahora de vez en cuando gorreaba algún cigarrillo, pero muy rara vez. Su apetito no era voraz, excepto cuando se trataba de información. Comía de manera moderada, casi nunca bebía y jamás tomaba drogas. Stanley poseía un gran autocontrol, por decirlo de una manera muy suave.
Tenía las manos finas y pequeñas, que casi nunca movía al hablar, y unos dedos delgados y blancos, expresivos incluso en reposo, aunque los solía utilizar para acariciarse la barba o para tocarse las gafas de manera compulsiva. Tenía la costumbre de hacer un curioso gesto, un rígido movimiento de barrido con el brazo, que indicaba un estado mental comparable a una finca que rinde poco: “Esto no nos interesa”. Tenía los pies pequeños, bastante delicados, y lo desplazaban a paso rápido y uniforme. Cuando lo vi en un plató, después de años de verlo sólo en su casa, me asombró lo rápido que se movía, lo ligero que era, pasaba como una flecha entre los miembros del equipo y las cámaras como uno de los Sugar Ray, elegancia y decisión en movimiento.
Su físico mostraba una total contención, pero el resto de su persona, todo cuanto ocurría detrás de su frente, estaba en constante actividad, y eso se notaba: la barba negra y el pelo negro en herradura, desde sus altas cejas hasta la coronilla; parecía cuidar su dentadura; y aunque su boca no era especialmente sensual, poseía un interesante repertorio de sonrisas, que expresaban una amplia variedad de gestos de reflexión, ironía y humor.
En cuanto a sus famosos ojos, descritos como oscuros, de mirada fija y escrutadora, parecían observar desde un lugar perceptiblemente profundo, y se adentraban en lo más hondo de ti, si era a ti a quien miraban. Sólo quienes acaban de sufrir un gran sobresalto suelen tener los ojos tan abiertos. Sé que unas cuantas personas, sobre todo actores, se han quedado muy afectados al verse atravesados por los rayos de Stanley, aun cuando rara vez se veía cólera en ellos. La mirada de Stanley era tan deliberada, tan fría como la propia inteligencia en funcionamiento, y exigía satisfacción, o resolución, o respuesta a algún problema antes de que surgiera el siguiente, cosa que siempre ocurriría. La vida consistía en solucionar problemas, y para solucionar un problema tienes que ver el problema. Las cejas, sobre todo cuando las arqueaba, eran el golpe de gracia.
Este retrato está incluido en Kubrick, de Michael Herr.
(Editorial Anagrama.)
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