Sáb 09.02.2008

VERANO12 • SUBNOTA

EZRA POUND, “EL MEJOR ARTIFICE”

› Por María Elena Walsh

“No usar palabras superfluas ni adjetivos que no revelen algo.”

“No creer que la técnica de la poesía es más sencilla que la de la música.”

“El poeta debe poblar su mente con las más finas cadencias que encuentre, preferiblemente traídas de otro idioma.”

Pero pronto nacieron disensiones en la novísima escuela, y Pound se apartó de ella para integrar otra no menos fugaz y complicada: el Vorticismo.

Mathews sigue editando libros suyos de inspiración trovadoresca: Exultations, Canzoni, Ripostes. Su poliglotismo y su sed investigadora –encarnados ya en profunda erudición– le permiten agotar las fuentes de otros idiomas: traduce los sonetos de Guido Cavalcanti, y poco después dedica a la poesía china un perdurable entusiasmo de traductor.

En 1912 nace en Chicago la revista Poetry, destinada a encauzar las inminentes palpitaciones de un movimiento poético en América. Pound es nombrado corresponsal en Inglaterra, y desde allí envía una intensa labor de creación y difusión de nombres todavía blancos, como Joyce y Tagore, el escultor Gaudier-Brzezka y el músico Antheil.

Mientras, sigue publicando fecundamente: además de ensayos y traducciones, aparece su nuevo libro Lustra, en 1916, que señala una mayor entrega al verso libre y una liberación del calco trovadoresco. Este es un instante de renacimiento poético en América, la casi simultánea aparición de Norte de Boston, de Robert Frost; Spoon River Anthology, de Edgar Lee Masters; El hombre contra el cielo, de Edwin Arlington Robinson; Espadas y amapolas, de Amy Lowell; El Congo y otros poemas, de Vachel Lindsay, y Poemas de Chicago, de Carl Sandburg.

Hastiado otra vez de su ambiente, de lo que ya considera polvorienta aridez londinense, pasa a París en 1920, donde justifica su condición de “tipo de Barrio Latino”; pronto se hace familiar en los centros literarios su bohemia de cuello byroniano, gran capa y pelo espectacular. En el ruidoso París de Joyce, de Hemingway, de Gertrude Stein, publica otro libro de ensayos, otro de cartas imaginarias y dos largos poemas que señalan su transición a los Cantos: uno de homenaje a Propercio y otro autobiográfico –Hugh Selwyn Mauberley– con reflejos del Testamento de Villon.

Después de cuatro años en París vuelve a Italia, para establecerse en Rapallo definitivamente, en la casita ribereña que Yeats describe gloriosa de flores bajo el sol. Allí comienza a publicar sus Cantos, que señalan un cambio total de formas y conceptos.

Sus intereses se multiplican: publica dispares ensayos pedagógicos, políticos, económicos y sociales, que insinúan una decidida pendiente hacia el fascismo.

Al hacer de Italia su patria preferida –aunque manteniendo su nacionalidad– se solidariza desde un principio con la política de Mussolini. Pocos años antes de la guerra publica L’Idea Statale, El ABC de la economía, Jefferson y Mussolini, e indigna a amigos americanos al fechar sus cartas a la manera fascista. En 1939 visita su patria por primera vez en treinta años, pero todas las puertas se cierran a su impertinente intención de difundir propaganda política adversa y comienza a provocar sospechas sobre su estado mental. Hasta la revista Poetry publica un manifiesto de repudio, borrándolo de su elenco.

Le duele otra vez la esterilidad de América para sus innovaciones políticas, como antes para su iniciación literaria, y vuelve a Rapallo. Durante la guerra se entrega a una exaltada propaganda fascista radial, insultando a los Estados Unidos y a Inglaterra, y adulando a sus tristes ídolos. Esas conferencias radiales, dirigidas a América, comprendían disparatadas profecías, tales como:

“Estáis en guerra hasta que a Alemania y el Japón se les antoje. Cada hora de guerra es una hora perdida para vosotros y vuestros hijos. Todo acto lúcido vuestro es un acto de homenaje a Hitler y Mussolini. Ellos os gobiernan, aunque os creáis gobernados por Roosevelt y Churchill. No ganaréis esta guerra. Ni aun a vuestras mejores inteligencias se les ocurriría admitir semejante posibilidad”.

Así encauzó su rencor y su encaprichado odio por América, volcando su triunfo de poeta en un triste fracaso de profeta equivocado. Supo mirar, desentrañar sabiamente todo antaño, pero no pudo siquiera rasgar la confusa piel del futuro. En 1945 fue arrestado por el ejército norteamericano y repatriado después de cierta permanencia en un campo de concentración en Pisa. Ahora cumple su condena de traidor en un sanatorio de Washington, pero su dinamismo no decae: sigue traduciendo a Confucio y acaba de publicar los “Cantos pisanos”, tumultuosas memorias de su prisión en Pisa.

Al dedicarle La tierra baldía, Eliot da a Pound el título de: “Miglior fabbro”, merecido por Arnaut Daniel de una boca anterior y celeste. En otra ocasión dice: “Un hombre que inventa nuevos ritmos es un hombre que amplía y refina nuestra sensibilidad, y no sólo en materia de ‘técnica’. En este último tiempo he llegado a maldecir a Pound, porque ya no puedo estar seguro de sentir mío ningún verso que escriba; a menudo me adueño, sin querer, de ecos de Pound”. Si Eliot así se confiesa hijo de su influencia, cuál no será el dominio de Pound sobre toda la poesía moderna. Es cierto que su euforia y su furia derramaron como una gran corriente que supo arrastrar los mejores elementos, aún vírgenes, de otras tradiciones y otras escuelas. Adaptó los ritmos provenzales a la lengua inglesa con singular maestría: sus primeros libros son un alarde de perfección, de filigrana arquitectónica. Al mismo tiempo apunta en ellos el ímpetu que se transformaría más tarde en afición didáctica y agresiva.

Cuando empuja sus palabras como poderosas criaturas, con un declamatorio ademán, recuerda un poco la callejera voz de Whitman (a pesar de que Eliot les niega todo parentesco). Este es evidente, sin embargo, en ciertos versos de estridencia mercantil:

Id, mis canciones, al solitario y al descontento,

Id al decaído y al convencional,

Id a llevarles mi desdén por sus tiranos,

Id como una gran ola de agua fría.

Otras influencias, entre lo apartado de la imitación trovadoresca, son las de Browning, Yeats y algunos simbolistas: Corbière, Laforgue, Rimbaud. El nombre de su primer libro, Personae de Ezra Pound, es acertadísimo: usa sus máscaras predilectas de siglos anteriores y las vive con toda la carne y toda la inteligencia.

Ensaya ritmos y formas con matemática musical: sus primeros poemas son una construcción exacta, y aunque les falte a veces temperatura, no les falta nunca armoniosa seguridad. (Eliot, igual que él, no descuida jamás el valor musical de la poesía, y hace música de ideas.) Cada vez que se aparta de la delicadeza trovadoresca, cae en una afición didáctica que, si no es esencial de la poesía, suele ser buen incentivo en épocas adormiladas.

Sacudiría el letargo de éste

y daría a nuestro tiempo

en vez de sombras, formas de poder,

en vez de sueños, hombres.

Los que lo llamaron maestro no dejaron de sentirse confortados, empujados por su entusiasmo. Amy Lowell dijo que él tenía el poder de estimular, de transmitir ansias de trabajo y lucha. Gracias a este dinamismo, su papel en el movimiento modernista en América fue decisivo; aunque desde lejos, le infundió voz y le abrió muchos caminos. La inquietud renovadora no le permitió repetir sus propios hallazgos: su poesía es una constante transformación, una gimnasia mental de sucesivas actitudes. La relación entre sus primeras obras y las últimas es comprensible como la de otros innovadores cuyo excesivo afán llega al vértice de la locura.

La transición entre los poemas trovadorescos o discursivos y el caos de los Cantos es brusca. Trabajos de traductor y aficiones políticas lo llevan directamente a un torrente informe y espeso, abusado de alusiones, citas y propaganda.

Pound le explicó a Yeats el plan de sus Cantos en una difundida confidencia:

“Cuando el centésimo canto esté terminado, tendrán la misma estructura que una fuga de Bach. No habrá argumento, ni crónicas, ni lógica de relación, pero sí dos temas: el descenso al Hades de Homero y una metamorfosis de Ovidio, junto con caracteres medievales y modernos. Se trata de hacer algo parecido al cuadro sugerido a Poussin en Le chef d’oeuvre inconnu, donde todos los elementos se aproximan o se mezclan sin bordes ni contornos –convenciones del intelecto–, sino en una salpicadura de sombras y tintas...; un poema donde nada puede ser apartado y razonado, nada que no sea el poema mismo”.

Eliot defiende y justifica este oscuro plan, pero es en realidad muy difícil de descubrir el hilo de su desarrollo, atravesando la complicada fronda. La enumeración dispar, las citas en otros idiomas, son improvisaciones fáciles para la cultura de Pound, para su calidad de artífice capacitado en todas las aventuras poéticas. Los Cantos son un largo diario llevado ininterrumpidamente desde 1915. Saltando innumerables alusiones, puede seguirse la ilación del plan: primero la traducción del Descenso al Hades, de Homero, después la Metamorfosis, de Ovidio, y una confusa y anacrónica introducción de los trovadores. Todo ello disuelto en un elemento común: el agua, como mar, como atmósfera, como frescura, como espejo fragmentador de imágenes. En este uso del elemento impera la destreza característica de todas sus intenciones. En la segunda parte de los Cantos introduce figuras del Renacimiento italiano: Malatesta, Sforza, Medici. Este, en un caos político y estridente. En todo este desarrollo no vacila en intercalar directas transcripciones, anécdotas y crónicas de tono periodístico. De allí pasa a un infierno donde retrata los peores sufrimientos para agentes de su odio personal. Es como un vómito de pasiones equívocas, una postura basta e inelegante descendida a un propio infierno inventado para las imperfecciones ajenas. Otros cantos posteriores describen su interés por la Primera Guerra Mundial, las reacciones de su honor y su repugnancia. Les sigue un estudio sobre los logreros de la guerra, sobre soluciones sociales y organización de las masas. Luego, ya en el Canto XLI, entra su preocupación por la economía mundial y su fe en el futuro del fascismo.

Esta es, a muy amplios trazos, una imagen del probable argumento de los Cantos, hasta llegar a los “Pisanos”, que constituyen una materia todavía más desconcertante. Desde que este libro fue premiado, requiere con mayor insistencia la curiosa atención del público y la crítica: su rencor político, o su comprensivo respeto, o sus opiniones aprendidas. Los Cantos, en fin, son como la radiografía de una complicada digestión: comprensible tal vez para los doctores en eruditas disciplinas mentales, pero negativos velados para la mayoría de las minorías.

Este retrato está incluido en Viajes y homenajes,

de María Elena Walsh.

(Editorial Punto de Lectura.)

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