Sáb 11.01.2003

VIDEOS

Un juego de espejos, donde nada es lo que parece

La edición en video de “El monasterio” permite acercarse a la fascinante y ambigua obra del veterano director portugués Manoel de Oliveira.

› Por Horacio Bernades

El cine del portugués Manoel de Oliveira no suele ser para todo público. Con 94 años recién cumplidos, y en plena y febril actividad (todo un fenómeno de la naturaleza, el hombre no deja de filmar una película por año), el de Oliveira tiende a ser un cine en clave, que no le presta demasiada importancia a códigos realistas de representación y se divierte con mascaradas, abundando en segundas líneas de interpretación y confiando más en la conversación que en la acción. Todo esto suele exigir del espectador una ruptura con afincados hábitos de percepción cinematográfica. Salvo, claro, en aquellas ocasiones en que el cineasta reemplaza oscuridad por transparencia, como pueden ser los casos de Viaje al principio del mundo (su única película estrenada comercialmente en la Argentina) y la reciente Vou pra casa, que pudo verse en la última edición del Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente.
Al no tener las mismas exigencias de masividad, es en casos como el de Oliveira que el video bien puede asumir el relevo del cine, estrenando en formato magnético películas que, se sabe de antemano, no abarrotarán las salas de público. Fue lo que ocurrió con Party, película de Oliveira que hace un par de temporadas editó AVH, y es ahora el caso de O covento, film de mediados de la década pasada que el sello Primer Plano Video presenta en carácter de estreno para el video-home, con el título de El monasterio. Producida por su fiel sostenedor Paulo Branco, protagonizada por los superestelares John Malkovich y Catherine Deneuve (junto a Miguel Cintra y Leonor Silveira, miembros de la troupe estable de Oliveira) y con una exquisita fotografía de Renato Berta –que realza cada rayo de luz mediterránea, aunque la copia que se lanza se empeñe en “lavarla”–, es tal el grado de ambigüedad que caracteriza el cine de su realizador que El monasterio admite ser vista como una ambiciosa alegoría metafísica, un vodevil muy conversado o un elegante juego de salón, en el que los invitados (y sobre todo el anfitrión) se entretienen con máscaras.
Todo comienza con la llegada del profesor Padovik (Malkovich) a un convento perdido en algún lejano y frondoso paraje portugués, en compañía de su esposa Hélène (Deneuve). A Padovik lo trae una investigación que suena a versión intelectual de Rocambole: certificar la verdadera identidad de William Shakespeare, de quien el profesor sospecha que podría no haber nacido en Stratford-on-Avon sino en España. De origen judío, su nombre habría sido algo así como Jacobo Pérez. Perseguido por la Inquisición, Padovik especula que el tal Pérez fue a parar a Francia, donde se lo rebautizó Jacques Pierre. Y de Jacques Pierre a Shakespeare hay apenas un matiz de pronunciación. Padovik y Hélène no están pasando por su mejor momento matrimonial, y en el convento cada uno de ellos resultará atraído por un tercero. La tan bonita como enigmática Piedad (Leonor de Silveira), tal vez virgen y siempre de blanco, distraerá a Padovik de sus estudios, mientras que el misteriosísimo Baltar (Miguel Cintra), que se presenta como “guardián” del lugar y va fatalmente vestido de negro, tenderá sus mefistofélicas redes alrededor de la bella Hélène.
De aquí en más se acumulará una montaña de datos y referencias entre eruditos, míticos y místicos. Estos llevan a pensar que Baltar podría ser el mismísimo demonio; Piedad, un ángel encarnado; Padovik, un nuevo Fausto en busca de la inmortalidad que da la fama académica; y Hélène, la reencarnación de Helena de Troya. O tal vez todo eso no sea otra cosa que espejismos, pistas falsas, engaños de la percepción o delirios de la interpretación. El juego de espejos es posiblemente el hobby preferido de este artista veterano para quien la representación no es una instancia que oculte algo subyacente sino la verdad última de la realidad. El cierre es ejemplar en este sentido: una vez que las posibles vías de interpretación se bifurcaron hasta el infinito, se transcribe el relato de un testigo que parecería venir a aclarar todo el misterio. Pero enseguida un cartel previene que a ese testigo no hay por qué creerle todo. Y todo vuelve a esfumarse en el misterio.

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