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Del derecho y del revés

Nacieron como política recién en los años 70, bajo el imperativo de la confrontación con la URSS y bajo la administración Carter. Pero desde entonces, los derechos humanos han descripto una parábola sensacional cuyo último item fue el arresto del general Pinochet en Londres. La historia de una buena idea.

Por Claudio Uriarte

I: IDEA
En la historia de las relaciones internacionales, los derechos humanos son una idea y una invención relativamente nuevas. La Declaración Universal de los Derechos Humanos, primera formulación orgánica de esos derechos como código legal, surgió del fermento ideológico de una Revolución –la Francesa, de 1789– cuya práctica constituyó una violación casi permanente de esos mismos derechos, porque éstos requerían, para ser implantados, de la eliminación de una clase, de un régimen y de un sistema irredimiblemente retardatarios.
La paradoja ilumina la constante dialéctico-hegeliana de los derechos humanos: el hecho de que generalmente aparecen en escena –como reclamo y como petición de principio legal– sólo cuando y después de que son violados. Los derechos están lejos de inscribirse en el universo platónico de las esencias sino que constituyen una construcción histórica; no están escritos ni legislados en su completitud en ninguna parte sino que deben ser escritos y reescritos permanentemente, y son progresistas al constituir una afirmación kantiana del deber ser general ante el imperio animalesco y brutal de las relaciones de fuerza y de la voluntad de poder.
II: PRAXIS
La administración norteamericana de Jimmy Carter en 1976-1980 fue la primera experiencia histórico-universal en que los derechos humanos fueron elevados al rango de política de Estado, donde el enorme poder político, militar y financiero de la primera superpotencia mundial garantizaba que el respeto y la obediencia a esos derechos se constituyeran en ley universal. Después de mucho tiempo, esta ley se mantiene, como se muestra en el ritualístico informe anual de derechos humanos en el mundo del Departamento de Estado.
Naturalmente, esta acción no nació de la pura bondad, filantropía o idealismo wilsoniano. Norteamérica en 1975 –año de la elección del casi desconocido Jimmy Carter– era un país avergonzado y desprestigiado por la guerra de Vietnam y el escándalo de Watergate, dos hitos que apuntaban a una descomposición de la legitimidad y credibilidad de su establishment político. Sin embargo, y al mismo tiempo, la República Imperial necesitaba seguir confrontando con una Unión Soviética y un bloque comunista militarmente cada vez más fuertes y políticamente más atractivos, al menos en las regiones más atrasadas del globo.
Ante este dilema, los estrategas e ideólogos de la administración –notablemente el norteamericano de origen polaco Zbigniew Brzezinski, respuesta de Carter al norteamericano de origen judío-alemán Henry Kissinger– dieron un formidable golpe de yudo ideológico-estratégico y convirtieron la debilidad en fuerza, la necesidad en virtud. Si Vietnam había vuelto impensable siquiera una intervención militar limitada, sus efectos morales volvían en cambio irresistible una intervención política universal por parte de la gestión de gobierno que venía a redimir a América de sus muy recientes pecados capitales. Los posnixonianos hallaron en los derechos humanos un arma de doble filo, que por un lado atacaba el talón de Aquiles social de los regímenes soviéticos y por otro les permitía lavar sus pasadas culpas distanciándose de regímenes poco importantes como los de Argentina, Chile o Nicaragua, donde se alentaba al mismo tiempo a las oposiciones democrático-burguesas para evitar los efectos indeseados de una polarización.

III: APORIAS
“Aporía” es un término filosófico que podría ser traducido rápidamente como “callejón sin salida”. Y esos callejones sin salida están muy presentes en la actual explosión de la filosofía mundial de los derechos humanos, aunque sólo sean expresiones de temprana inmadurez de una idea que avanza. El ejemplo más paradigmático es el arresto del general y ex dictador chileno Augusto Pinochet en Londres por orden del juez español Baltasar Garzón en octubre de 1998. El hecho era alentador, pero las teorías que generó sobre una presunta “globalización de la justicia” fueron al menos ingenuas, y en el fondo peligrosas. Si se la miraba bien, la detención de Pinochet tenía su referente más inmediato en la invasión a Panamá y detención y traslado a Estados Unidos del general y ex agente de la CIA Manuel Antonio Noriega por fuerzas norteamericanas en 1989. La justicia, en ambos casos, importó menos que las relaciones de fuerza (Panamá vs. EE.UU., Chile vs. España y Gran Bretaña). Sin duda, fue muy bueno que esto ocurriera alguna vez contra el malo de la película, pero dejaba también una pregunta inquietante: ¿qué pasaba si los poderosos decidían mañana emplear su poder “justiciero” contra cualquiera?
Un poco, eso es lo que ocurrió en Kosovo, donde unos EE.UU. frustrados por una década de políticas ineficaces contra la Yugoslavia de Slobodan Milosevic decidieron levantar la sagrada bandera de los derechos humanos para lanzar a la OTAN a una campaña militar irresponsable de unos 80 días que rápidamente derivó en un caótico y desesperado bombardeo de objetivos civiles.
Ultimo pero no menos, está la influencia emotiva de la televisión. La barbarie y los acontecimientos no son excesivamente mayores que en otras épocas, sólo que ahora se perciben más. Unido a la generalización de la creencia en los derechos humanos y a la virtual plebiscitación encuestatoria de la política, esto forma un cóctel impredecible. Ante cada nuevo horror, los televotantes de las principales democracias avanzadas preguntan: “¿Cómo no hacemos nada para defender a esta gente?”.
“Globalización de la justicia” es un concepto que presume la existencia de un Estado mundial y un Código Penal internacional, cuando ése dista de ser el caso, cuando los Estados siguen estando en situación de relativa guerra y armisticio entre ellos –y las fronteras entre ellos son poco más que líneas de cese del fuego consolidadas–, y cuando un juez chileno, en resumen, no puede ordenar creíblemente el arresto de un represor español de la época franquista.
Sin embargo, la detención de Pinochet por Garzón debilitó al ex dictador y reforzó la democracia en Chile hasta derivar en la novedad más espectacular y el desenlace más virtuoso desde el arresto: el desafuero esta semana de la inmunidad parlamentaria de que el ex dictador gozaba como senador vitalicio. El dato refuta felizmente el fatalismo derechista de un “destino”: la historia –decía Karl Popper– no tiene ningún significado, salvo el que los humanos se atrevan a darle.

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